El rincón de los lectores
Escribimos lo que somos
Amok es un síndrome identificable, una catarsis, un estado emocional extremo, una disociación entre mente y cuerpo. ¿El origen? Cualquiera. Aislamiento prolongado, altas temperaturas, una obsesión anquilosada en forma de tumor que te oprime la razón. Amok no entiende de responsabilidades, ni de consecuencias, se lleva todo por delante, no contempla márgenes, ni líneas rojas, ni bondades. Amok persigue una sombra poderosa que te arrastra hasta lo más oscuro de tu propia conciencia, hasta un lugar sin retorno en el que la identidad de uno se diluye hasta desaparecer, volviéndonos invisibles para nosotros mismos. Amok no pertenece a ninguna región en particular porque el mundo, en su propia locura, lo ha adoptado. Ahora yace en cualquier rincón del planeta. Una playa, un instituto, un avión, un supermercado… cualquier lugar puede ser el cruel escenario de Amok.
El autor del relato con este nombre, el austriaco Stefan Zweig, sabe qué efecto quiere causar en el lector. ¿Lo aprendió de Edgar Allan Poe? Quizá. El planteamiento de muchos de las historias cortas o nouvelle de Zweig son un descenso desesperado por aguas bravas en el que no hay un solo instante de reposo. Uno no se detiene a contemplar el paisaje sino que el paisaje va implícito en la escena que conforman todas y cada una de sus historias. Las aguas arremolinadas elevan la embarcación y la lanzan a una velocidad narrativa extraordinaria donde la puntuación, los silencios, la historia y el lenguaje se confabulan para dominar los sentidos del lector, mantenerle en cautividad el tiempo exacto. Sobran los informantes, basta sentir. Veinticuatro horas en la vida de una mujer, Carta a una desconocida, El avaro, Mendel el de los libros, Leporella, Historia de un ocaso, La calle del claro de luna o La cruz, acompañan al lector de manera diferente, pero con la misma intensidad, hacia las entrañas de la psique humana. Ese laberinto donde la literatura acampó a finales del siglo XIX e inicios del XX y por el que Zweig, Kipling, James, Joyce, Hesse, Woolf, Musil y tantos otros caminaron y exploraron en sus escritos. Una época en la que la locura se desprendía de todo sesgo filosófico y al loco se le dejaba de torturar para tratarle como a un enfermo cualquiera, alguien que aunaba en su interior la razón y la sin razón. Fue también en esa época, cuando se descubrió la bipolaridad, las crisis maniacodepresivas y se puso nombre a los diferentes tipos de esquizofrenia. Fue entonces cuando el delirio era el enemigo y las agresivas terapias biológicas un arma de doble filo para erradicarlo. La melancolía quedaba atrás y la psique se convertía en uno de los campos de investigación que marcarían el cambio de siglo en el que, por fin, la histeria femenina dejaba de considerarse un problema uterino y los aparatos de tortura una solución eficaz.
Los escritores se alimentan de su entorno como vampiros, se bañan en las inquietudes de los años en los que desarrollan su obra. ¿Qué tocaba?: ¡En el individuo! Sí, sin duda; pero también la barbarie. Stefan Zweig no solo bebía de Kafka y Dostoyevski, también se nutría de Moniz, Freud, Jung, Schnitzler, William James o Emil Kraepelin. Quiero imaginarlo, y lo imagino con gusto, absorto en cualquier avance en el campo de la psiquiatría, convirtiendo un artículo, experimento o informe clínico en una trama, en parte de alguno de sus personajes: Madame de Prie, Crescentia o en un doctor de Calcuta. Y, como tantos otros, anunciándonos entre párrafos, comas y parlamentos lo que sería el final de su propia vida. Y es que ese susurro que nos trae la literatura atormentada, aunque se tiña a veces de un color amable, es la antesala del desenlace de nuestra propia vida. Escribimos lo que somos, aunque sea siempre desde la incerteza, y lo hacemos desde el lugar al que pertenecemos, y cualquier cosa alejada de eso me resulta ajena e impuesta.
*Eva Losada Casanova es escritora. Su último libro, Eva Losada CasanovaEl sol de las contradicciones (Alianza, 2017).