Recogemos en cuatro entregas este relato de Juan José Téllez, escritor y periodista autor, entre otros, de Paco de Lucía (Planeta, 2015). Aquí publicamos la primera.
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1. Las noches de la heroína
Olor a dama de noche entre los setos del cuartel que brincaba rumbo al cine Fuentenueva: hasta las tantas del verano, viendo películas de piratas o de López Vázquez con Gracita Morales. Más allá, quedaba el caos. Al barrio de chabolas que bajaba la pendiente del secano le torcieron quizá irónicamente el Hotel Garrido. Hasta allí me encajaba yo para apandillarme con los de los pisos del sindicato y apedrearnos con los gitanos: “A las cinco en el llano del Calvario”, les retábamos. Y allí emprendíamos de pascuas a ramos nuestra guerra civil particular, con mañas de toda suerte, patadas, mecos, gargajos y puñetazos. De aquel entonces, conocí a Montoya, que cantaba bulería por lo bajini y calentaba que daba gusto el caballo para meternos un pico.
Estoy hablando de cuando palmaban los setenta. Ni se habían cargado a John Lennon todavía. A la carretera nacional le llamábamos El Secano, no me pregunten por qué. Y, en cierta forma y en algunos tramos, su asfalto gris que hervía en verano dividía dos Algeciras distintas; la de la gente de parné, o que aparentaba tenerlo, y la de los currantes, arracimados en barrios con casas de ladrillo visto sobre cañadas reales, como el de la Bajadilla donde yo vivía. De esa mitad del mundo, la de los desposeídos como decían algunos políticos con ganas de poseer, éramos Montoya y yo. Nos amigamos cuando aprendimos a dejar de darnos de hostias entre nosotros para darle los palos a los que tenían la manteca, la morterá, el fajo en el bolsillo y las entrañas de plasti.
Nos gastábamos el botín en el jaco. Un cinco por ciento de pureza, a ojo de buen cubero. El resto, matarratas o polvo de ladrillo. Yo siempre le había tenido jindama a las inyecciones pero me fascinaba el ceremonial con que el gitano preparaba la dosis: trincaba la cuchara, esperriaba el polvo por encima, lo mezclaba con agua y unas gotitas de limón y él decía que lo ponía al baño maría con su mechero bic de color naranja, que parece que lo estuviera viendo aún, tantos años después. Sobre aquella mezcla colocaba el filtro de un pitillo para quitarle la mierda antes de meterlo en la jeringa e hincárnoslo en un recoveco del patio Custodio, con cuidado de que no nos vieran algunos de los cuatro vecinos que quedaban allí.
También parábamos por Villa Medicis, el chalet abandonado que no quedaba muy lejos de la antigua Plaza de Toros, a la que habían demolido de la noche a la mañana para levantar un rascacielos que nunca llegó a construirse. Ahora el lugar donde se alzaba el coso donde tomó la alternativa Cara-Ancha y cantaba de vez en cuando Raphael, era un solar en donde alguna vez terminábamos entre los matojos cuando el mono nos empujaba a toda leche hacia las hipodérmicas como si en su punta metálica se abrieran las puertas del paraíso. El flipe era cantudo: te chutabas aquello y ya no eras tú, ni tu padre se había pirado con una golfa, ni la mama estaba coja de tanto limpiar escaleras ni había que hacer la mili por cojones ni nadie te negaba un curro de mierda con un salario de los de no salir de pobre nunca jamás. Vale que sintieras la boca seca y la piel como si te hubieras calentado demasiado con la estufa, pero flotabas en el aire y el sueño que sobrevenía era tierno, placentero, más como la caricia de una hermana que como la de una amante.
2. El calor del verano
A mi me alucinaba Villa Medicis, como un quiero y no puedo de palacio italiano, lleno de estatuas en cueros con las tetas perfectas y que no parecían tan hinchadas como las de las películas porno. La casa también era de cine, como si Clark Gable estuviera a punto de bajar por las escaleras y Escarlata O'Hara, como yo había visto en el Fuentenueva, estrujara un puñado de arena y gritase sobre un cielo rancio en technicolor: “A Dios pongo por testigo que no lograrán aplastarme. Sobreviviré, y cuando todo haya pasado, nunca volveré a pasar hambre, ni yo ni ninguno de los míos. Aunque tenga que mentir, robar, mendigar o matar, ¡a Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre!". Eso mismo hice yo, pero nunca me fié de que Dios fuera a prestar testimonio por mí.
Aquel lugar llevaba abandonado una pila de años. Los jaramagos y las enredaderas estaban convirtiendo en selva a los jardines mientras unas cuantas palmeras observaban desde su cima la ruina del caserío, la techumbre rota, la humedad devorando lentamente a las paredes desde donde entre desconchones emergían papeles pintados antiguos o agujeros que alguna vez, en mis alucinaciones, confundí con el espejo de Alicia y pretendí cruzar por alguno de ellos hacia el remoto país de las maravillas.
De aquel verano recuerdo el calor pegajoso, el poniente empapando las camisas y aplatanándonos todavía más que la droga. Nos sacamos unas perras Montoya y yo mangando monederos en el autobús del Rinconcillo, atestados de familias que buscaban la playa como una bombona de oxígeno. El calorro se ponía a cantar a capela por Camarón, por Porrina o por Bambino, en plena bulla –“corazón loco, que aún la nave del olvido no ha partido, te estoy queriendo tanto que te estoy acostumbrando mal”— y yo aprovechaba el señuelo para meter la mano en los bolsillos ajenos o en las cestas cargadas de cubos y palas de plástico, por donde emergía de tarde en tarde una cartera que llevaba nuestros nombres.
Por entonces, los aires acondicionados estaban en las tiendas finas, como Galerías Villanueva o Almacenes Mérida, de donde birlamos más de una vez bañadores o calcetines y Pepe Rebolo nos pilló y a pesar de que estaba entrado en carnes nos estuvo persiguiendo hasta el final de la calle Tarifa. El resto de la ciudad era un zumbido de ventiladores o de enormes pericones con que las abuelas se abanicaban todavía al relente, en graves mecedoras o en sillas de enea con las que buscar aire fresco en las noches de calma chicha.
Montoya y yo merodeábamos por los garitos de moda, aunque en más de uno nos echaran a cajas destempladas. El Zero Zero me refiero, el de Nono Serrano; o el Chaplin y el Galería; el London, no. Cuando Montoya se ponía melancólico dejaba el flamenco y comenzaba a canturrear boleros de Moncho. Y venga más naves del olvido y más “para que sepan todos, a quién tu perteneces/con sangre de mis venas/ te marcaré la frente”, que se había aprendido de memoria de tanto poner a toda leche un casette en cuya carátula se veía al gitano catalán con una pinta de haber disputado el campeonato mundial de los pesos wélter. Mi colega no cantaba cosas de payos y a mi me daba igual, porque ya que hablaba poco me consolaba tenerlo al lado, como un transistor, mientras yo iba a mi rollo, soñando que actuaba con Jimi Hendrix, sin saber que andaba metiéndome en un laberinto del que no iba a salir nunca, aunque años después la cárcel me alejara de la heroína y terminara, quién iba a decírmelo, dando clases de lengua en un colegio privado, qué cosas tiene la puta vida, qué cosas. Y qué de vueltas.
3. Gritos en la espesura
Una noche, de buenas a primeras, cuando íbamos a buscar cobijo en Villa Medicis nos encontramos allí con un mogollón de chaveas, un gentío en el que también asomaban algunos puretones que no hacían más que referir que había fantasmas en el chalet, que había pertenecido a un médico o que se yo que había matado a su mujer o alguien se había cargado a alguien o vaya usted a saber qué cosas. Ruidos raros, decían. Las litronas de Cruzcampo y los porros pasaban de una mano a otra, mientras los automovilistas intentaban driblar al personal como si pretendieran meter más goles que Kempes.
Entonces llegó la pasma: “Abran paso, abran paso”. Dos lecheras. Cuando empezaron a pedir la documentación, Montoya y yo nos dimos a la fuga por La Vinícola, no fueran a trincarnos con algo ajeno encima y tuviéramos que pasar la noche en la trena.
Al día siguiente, todo quisque hablaba de los ruidos raros, de unos gritos agudos, como si estuvieran despellejando allí dentro a una muchacha. Pero yo sabía de sobra que allí no había ninguna sábana flotante, que me había tirado demasiadas noches dentro, aunque fuera en mitad de un nirvana, como para no darme cuenta de que si hubiera monstruos o fantasmagorías, ya nos habrían devorado de sobra porque lo habrían tenido fácil con dos pringados como nosotros.
Pero la gente, acabados los cines y cerrados los bares, no tenía nada que hacer. Y hacía un calor de cojones. Y nos aburríamos de lo lindo en aquel pueblo al sur, a donde empezaban a llegar a mansalva los moros con coches enormes cargados de chatarra, familia y bicicletas, con la intención de cruzar hacia Ceuta o hacia Tánger. Anduve en trapicheos con algunos de ellos a los que estafé vendiéndoles como buenos unos pasajes con fechas ya vencida. Teníamos dinero caliente pero no había donde gastarlo, ni un buga a mano para hacerle un puente y largarnos a Marbella. Así que en los callejones procuramos costo y más polvo blanco, que nos quedamos boquerones de lo caro que estaba. Montoya y yo volvimos sobre nuestros pasos, hasta aquel paradero del maldito Secano que volvía a concentrar a una muchedumbre.
El señor alcalde llegó con el jefe de los maderos y otro de la policía local, vestido de uniforme de gala y con el pecho cargado de entorchados, con más medallas que el equipo olímpico de Estados Unidos. Como quiera que fuese no tuvieron cojones de cruzar más allá de la cancela verde y mohosa por la que yo solía trepar como un gamo. Allí no se escuchaba ni pío, quizá también porque la basca no dejaba de chamullar y los vecinos estaban todos en los balcones o en las ventanas abiertas entre un estrépito de televisores y emisoras de radio a toda leche.
Las autoridades competentes le estaban preguntando al Tozmi, que era un majara que andaba por las calles, si era verdad que él había escuchado algo y él asentía que si, que si, señor alcalde, que hay ahí sustos, señor comisario. Le despacharon con una palmada en la espalda y cerraron un círculo para deliberar. Miraron a la multitud y contemplaron a lo más granado de cada casa: unos cuantos yonquis y porretas, un puñado de parados y demasiados ociosos como para permitir aquel jolgorio en el que no faltaban rojos ni sindicalistas, aunque también abundaban pasotas que ya habían dejado de creer en la democracia antes de tenerla del todo.
—Hay que coger el toro por los cuernos—, le oí soltar al jefe de los grises, a los que ahora habían vestido de marrón.
Lo cierto es que tendrían que haber preparado la estrategia porque en un santiamén estaban allí los antidisturbios, armados con sus porras de reglamento, los cascos de astronautas y uno de aquellos escudos que le habíamos visto a los romanos en Ben Hur o en Espartaco. Como se lo barruntara Montoya, al que le habían dado más palos que una estera desde que era un pipiolo, acertamos a escondernos en el Garaje América, no muy lejos de allí, en tanto que los maderos empezaban a aporrear a diestro y siniestro como si aquello fuera una huelga de Acerinox.
Recogemos en cuatro entregas este relato de Juan José Téllez, escritor y periodista autor, entre otros, de Paco de Lucía (Planeta, 2015). Aquí publicamos la primera.