Una lista de libros tiene algo de material reciclado. Por eso, cuando se trata de sacar de la planta de almacenaje esa lista, te entra una especie de canguelo: recordar los títulos que has leído en los últimos meses es un ejercicio de alto riesgo, sobre todo porque la memoria flojea —la turbia compañía del puñetero pangolín alivia bien poco esa flojuna— y es seguro que se van a quedar fuera libros que tendrían que estar en la versión definitiva de este recopilatorio. No estoy del lado de los grandes éxitos. Nunca lo estuve. Tampoco ahora. Me importan un pito los cánones. Detesto profundamente muchas de las “obras maestras” (casi todas) con las que, desorbitadamente, esos cánones inflan el mercado. No hace mucho, a la entrada de una librería, destacaba una pirámide de bestsellers. En uno de ellos la editorial había rodeado la cubierta con una faja, de esas que se usan para llamar la atención de la “clientela”, que no de los lectores y lectoras: ¿aún no has leído esta novela?, eso ponía, como si fuera esa pregunta la versión cutre del imperativo categórico de Kant. Pues no, no había leído esa novela que, por cierto, estaba siendo tratada por la crítica —así, en general— como si fuera poco menos que la Carta al padre. Lo que hice fue poner el libro boca abajo. Y me fui a las estanterías de los libros “pobres”, que son los que nunca te preguntan tonterías en sus fajas publicitarias.
O sea, que allá cada cual con sus gustos. “Vigilante, en esta prisión solitaria”, escribe Emily Brontë. Así el punto escorado desde el que decido mis lecturas. Las listas de éxitos son casi siempre un apaño con las multinacionales del bochorno literario. Por eso me gusta sacar aquí lo que leí hace apenas unas semanas, lo de hoy mismo y lo que felizmente viene de mucho antes y sigue aquí, como toca hacer con los libros que no tienen fecha de caducidad. Un libro bellamente editado (Chan da Pólvora&papelesmínimos): En las ciudades/Nas cidades/Hirietan. Poemas de Beatriz Chivite en tres idiomas: castellano, galego y euskara. Un lujo al tacto y al gusto de lo que encontramos dentro. No falta la “conciencia social”, como apuntan Jon Kortazar y Aiora Sampedro en el texto de presentación. Que concluyen para animar a la lectura: “La poesía de Beatriz Chivite va creando una de las voces más originales y distintas, más distinguibles, más personales de la actual poesía vasca”. De hace muy poco, la lectura de Días de euforia (AlianzaLiteraturas), novela de Pilar Fraile, me convirtió no precisamente en la alegría de la huerta, sino en la versión rabiosa de un elenco de artistas del dinero que se encapsulan en un mundo para mí extraño, algorítmico y tal, pero que me convierten en un lector cómplice de la escritura excelente. Falta nos hace, esa escritura, en un tiempo en que escribir bien —como decía no sé si García Márquez o quién— es un verdadero acto revolucionario. Salto atrás en el tiempo y paso a otra línea.
Un libro de dimensiones casi de miniatura. Hoy se estilan los libros gordos. Es como si se vendieran a peso. Por eso cuando cayó en mis manos Vivir el tiempo. Mujeres e imaginación literaria (edicions bellaterra) pensé dos cosas: tan pocas páginas han de contener algo grande. Y grande es lo que ha escrito Noelia Adánez. Decía en el párrafo anterior lo de “salto atrás en el tiempo” porque en este libro se habla de dos escritoras imprescindibles: Dolores Medio y Concha Alós. Tal vez Generación del 50. Fueron importantes, aunque nunca aparecieron (tampoco entonces) en los renglones del canon. Reconocidas con premios importantes (Nadal y Planeta), hoy las cubre el polvo del olvido (vaya ocurrencia, eh, eso de “polvo del olvido”). Leo libros de antes, de mucho antes de ahora. Y la sorpresa fue que Noelia Adánez escribe, precisamente, de esas dos escritoras republicanas que nunca he dejado de leer. De Dolores Medio recomiendo Celda común y Nosotros, los Rivero. Si piensan en Concha Alós no se pierdan El caballo rojo, Los enanos y Las hogueras, si es posible, por ese orden: de la segunda, me declaro fan insobornable. Lo siento por quienes se alimentan de novedades editoriales. Pocas de esas novedades van a encontrar en esta lista. Sí textos que leí este año, como era preceptivo para esta sección. Uno que nadie debería dejar pasar de largo, aunque tenga que escarbar en las librerías de segunda mano (o de lance, o de viejo en plan época lazarillo), es Historia de No. ¿Les suena el nombre de Mercedes Soriano? Pues es el de una escritora inmensa y esa novela, que habla de un tiempo de traiciones a destajo conocido como Transición (así, escrita mayúsculamente, como a alguna gente les gusta escribirla), siempre estuvo donde mis lecturas principales. Dice Belén Gopegui: “Su obra no es extensa y ella misma comenzó a restarle importancia en sus últimos años”. Publicó cuatro o cinco novelas, entre ellas Contra vosotros y ¿Quién conoce a Otto Weininger? Luego se retiró a una aldea almeriense y murió cuando estaba a punto de cumplir cincuenta años. Y ya que he nombrado a Belén Gopegui, voy a ella en el siguiente párrafo.
Otra miniatura. Aunque suene bastante cursi (o muy cursi): una joya. Dimensiones en centímetros: 16x11. Más o menos como aquellas novelitas del Oeste que siguen siendo mi taller de escritura porque a ellas les debo no tener ningún estilo heredado a la hora de escribir lo que escribo: lo proclamo con un orgullo que ni Casado y Abascal cuando hablan de la bandera y entonan los himnos de su Patria. Belén Gopegui escribe un homenaje. Le pone el nombre de su madre: Margarita Durán. Y un título: Ella pisó la Luna. Ellas pisaron la Luna (Random House). Pedazo de libro. Situarnos en el punto de vista de los demás, sobre todo de la gente que sufre, como hacía Atticus Finch en Matar a un ruiseñor. Eso hacía la madre. Pero sufrir por los demás no es someterse a la abnegación, ni extender sonrisas profidén de comprensión en medio de la tristeza ajena. Cuenta Belén Gopegui de su madre, pero en plural, en ese plural que cada vez sube más crecido, mal que les pese a algunos canallas: “Hoy ya sabemos que el largo camino de las mujeres no se hizo con palabras esporádicas, acciones desconectadas y estallidos personales, sino que fueron muchísimas las voces, los modelos, los intentos enhebrados una y otra vez. Un hilo de activismo, reflexión, y organización trenzado por millares de mujeres”. ¿Por qué será que los pequeños libros —así, en general— crecen a cada lectura y los aparentemente grandes —esos con las fajas impertinentes— se achican ya desde las primeras páginas? La respuesta está en el viento, como diría Bob Dylan. Y como en una serie no prevista de encabalgamientos poéticos, les paso otra recomendación que tiene que ver con el Nobel de Literatura. Pero antes, una referencia: Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios (Mardulce), de Cynthia Ozick. Novelista, ensayista, siempre en el sorteo del Nobel, la autora estadounidense alarga su mirada crítica sobre un paisaje que le provoca escasa complacencia. Sobre todo, el de la crítica: “El reseñista profesional, a quien se le dan unas quinientas palabras para que considere una obra de ficción, debe zambullirse y volver a salir: un párrafo introductorio, a veces temático pero a menudo no, rudimentos de la trama, un lengüetazo a la idea (si la hay), y enseguida el veredicto, el corte definitivo: sí o no”. Un poco antes: “¿Los verdaderos reseñistas no son la gente que lo hace como un medio de vida, las talentosas manos de alquiler que escriben regularmente en una única publicación, o los diligentes y dispersos freelancers?”. Poca simpatía por Susan Sontag y, seguramente lo mejor del libro: una extensa semblanza de Franz Kafka que justificaría, por sí sola, el interés que este libro me ha despertado en medio de la inquietante asechanza del pringoso bicho. Y vamos al encabalgamiento con Dylan.
¿Cuánta gente sabe quién es Suze Rotolo? Seguramente muy poca. Pues ella y Bob Dylan fueron pareja en los primeros años de buscarse la vida como podían por los tugurios del Village neoyorquino. Los dos aparecen en la portada del disco The Freewheelin’, el segundo del músico. Esos años y los que siguieron después de su separación (pero, sobre todo, los dos o tres que estuvieron juntos) los cuenta Suze Rotolo en un magnífico libro: A Frewheelin' time. En el camino con Bob Dylan (Barlin libros). Ella era hija de comunistas, y eso, con Joseph McCarthy persiguiendo brujas, no era cualquier cosa. Entonces, Dylan buscaba raíces que alimentaran su vena artística: Pete Seeger y Woody Guthrie, principalmente. Pero el picotazo político se lo arreó Suze Rotolo. Ella era la conciencia militante. No se perdía una manifestación. Repartir panfletos ocupaba su tiempo ya desde la adolescencia. Cuando se conocieron, ella tenía dieciséis años y él diecinueve. Estamos en 1960. Siempre, también en el tiempo que compartieron juntos, tuvo claro Suze que no iba a ser “la chica del músico”. Y bien que conocía el ambiente del momento en el mundillo artístico: “Las mujeres éramos invitadas, pero no participantes”. Así que un día cerró la puerta de ese mundo y se largó a vivir la vida por su cuenta. Si no sabían quién era Suze Rotolo, igual es hora de que se lo aprendan. Una manera hermosa de hacerlo puede ser leyendo este libro que es de ahora mismo y es tan bueno como los antiguos que ocupan esta lista de mis particulares y literarios cuarenta principales. Al lado mismo, leído hace unos meses, está otra historia que se junta a muchas de las anteriores: pequeñas mujeres rojas (Anagrama). A vueltas con la memoria, en el enfrentamiento a cara de perro con esa “memoria mala” que alguna vez citó Marta Sanz, autora de esta novela que redondea las dos que con ella conforman una trilogía: Black, black, black y Un buen detective no se casa jamás. La buena memoria existe, aunque algunos estén empeñados en enturbiarla con su incansable equidistancia: ¿qué harían sin Chaves Nogales o Ridruejo, qué harían?: igual se quedaban más desnudos que los muertos de Norman Mailer. Me quedo con esta novela de Marta Sanz y este párrafo, casi de los últimos: “Ahora, quedamos atentas. Llegan, con aires de libertad y sonrisa blanqueada por el láser, los vástagos de nuestros embalsamadores. Sonríen en la foto, ocupan su escaño en el Parlamento, apelan a nuestra descendencia —se la quieren meter en el bolsillo—, se dicen salvadores de la patria, aprenden a contar hasta uno, rezan en las plazas públicas, apuntan al corazón de la cierva con su mira telescópica. Buscan criados. Señalan a las mujeres muertas —infanticidas, brujas, mentirosas— y a los niños perdidos —asesinos, sacrílegos, analfabetos—. Y es verdad que no somos iguales”. ¿Qué?, bien, ¿no?
Ya sé que el llamado conflicto vasco está dando mucho de sí en el mercado político y en el literario. Y a mí me entra a ratos una patología lectora: cada vez que leo algo sobre la novela más premiada del mundo mundial que trata de ese conflicto, me pongo a leer a Iban Zaldua y Harkaitz Cano. Y me quedo a vivir una temporada en Mejor la ausencia (Galaxia Gutenberg), la novela de Edurne Portela que no está construida con estereotipos y que, al contrario, llena de carne (a ratos maloliente) los huecos que dejan los huesos de los muertos. Leí esa historia narrada desde esa voz infantil que se vuelve turbadora conforme avanza en el relato. La literatura complaciente es mentira. Literatura pálida. Mejor la literatura Cochise o Nube roja. El conflicto vasco no se cierra con ninguna novela, aunque se empeñe tanta gente en que así sea. Pero unas novelas tienen más encarnadura que otras, desde cualquier punto de vista que las analicemos. Yo me quedo con Mejor la ausencia. Y aunque no vaya directamente de eso, también me quedo con una novela que me recomendó Isaac Rosa acabándose el año prepandemia. Estábamos en unas jornadas de homenaje a Azaña en Montauban. Y me dijo: has de leer El hijo zurdo (Comba), de Rosario Izquierdo. No tenía ni idea del libro ni de la autora. Lo leí, claro. La palabra de Isaac es sagradamente laica para mí. Lola es una madre separada con un hijo y una hija. El hijo le sale facha perdido, neonazi o así. Qué hacer, desde dónde entender lo que pasa en su propia casa. Otra mujer, Maru, entra en escena. Y con ella, los asuntos que hoy resultan tan en candelero: la precariedad laboral, esos valores que una sistema capitalista depredador de ilusiones y esperanzas nos convierten en carne de peligrosa imbecilidad, las reflexiones sobre la maternidad, sobre esa culpabilización que ataca a las mujeres porque no es fácil construirse fuera de esa historia que nunca contó con ellas para nada. Esa novela, como su anterior y primera Diario de campo, deja bien a las claras ese compromiso inseparable que junta lo social con la mejor literatura a la hora de narrarlo. Y antes de que se me olvide, saco aquí un libro de poemas y les pido que levanten la mano quienes lo conozcan: Eterno anochecer (Gallo Nero). Claro, como no interviene en la poesía de las redes, entre otras razones porque Forugh Farrojzad se mató en accidente de automóvil cuando tenía treinta y dos años, ella y su libro igual duermen el sueño triste de la invisibilidad. Bueno, ojalá me equivoque y ustedes se conozcan de los pies a la cabeza la poesía de esta escritora y cineasta iraní que se enfrentó a todo lo que suponía el régimen de los Reza Pahlaví, padre e hijo. Había nacido en 1935 en Teherán y pertenecía a la burguesía iraní. Pero pronto mostró otras intenciones que las de comulgar con el ambiente corrupto de la política y la sociedad de su país. Escribió poco, prácticamente toda su obra poética está en este libro absolutamente necesario, aunque no circule por internet ni tenga, con toda seguridad, millones de deditos en alto en el caso de que algunos de sus poemas se hubieran convertido en galácticos (lo dicho: ojalá me equivoque y sea Forugh Farrojzad un nombre, como se dice ahora, superconocido). Miren lo que dice Nazanin Armanian en su excelente prólogo: “Sería imposible comprender su obra sin profundizar en la batalla que libró contra el decadente e injusto orden social que imperaba en el Irán de los años cincuenta y sesenta. Sus versos son en gran medida la historia de su vida, la de una mujer que se rebeló con todas sus fuerzas contra el sistema en el que había nacido. Forugh, aun siendo tachada de ser una poeta de cama, por escribir sobre la pasión y el sexo femeninos, abogó por una sociedad libre y justa en todas sus dimensiones”. Y ya vamos acabando. Creo que quedan dos o tres títulos en esta apresurada memoria libresca que les estoy contando.
Lecturas recientes de los libros de Natalia Carrero. Llegué tarde a esa lectura. Uno lee poco sobre lo que se dice de la literatura contemporánea. Domina en mis costumbres lectoras más la intuición que otra cosa. A veces llegan recomendaciones sabias. Y les hago caso. De ahí llegaron dos libros suyos: Una habitación impropia (Caballo de Troya) y Yo misma, supongo (Rata). Un rabiosamente feliz descubrimiento. La escritura que se revuelve contra el orden establecido (qué orden: yo qué sé, pongan ustedes los órdenes que quieran), que se ríe y que de repente suelta metralla desde todos los rincones que se convierten en puntos de conflicto. Una escritura que se junta con las que están llevando a cabo otras escritoras como Belén Gopegui y Rosario Izquierdo. Preguntas y más preguntas sobre la vida y la literatura. Es Natalia Carrero una “no-escritora”. Eso dice ella misma. Más o menos lo que decía Onetti: alguien que no quiere ser escritor, que simplemente escribe. “Paso miedo, pero es un miedo al que poco a poco y a solas voy enfrentándome”. Lo escribe en Una habitación impropia. Y más adelante: “Parece que empiezo a escribir algo. Es sobre una mujer que no sabe si quiere madurar, o si va a quedarse para siempre con el miedo a la oscuridad de los niños. Todavía no lo ha decidido”. Miren qué semejanza con este párrafo de Yo misma, supongo: esta novela “podría considerarse la historia de una mujer rota en busca de la recomposición de las partes”. Escritura sin contemplaciones, sin monsergas lloronas para que nos baboseen con compasiones lamentosas y otras seducciones parecidas. A veces esas lamentaciones sí que tienen sentido, como por ejemplo las que me vienen a la cabeza cuando pienso en la escritura latinoamericana que se quedó en las afueras del boom. Mujeres escritoras. Casi todas ellas en el extrarradio del reconocimiento, incluso en sus propios países. Menos mal que la dicha llega, aunque sea con bastante retraso. Un libro que reúne sus relatos: Vindictas (UNAM y Páginas de espuma). La han coordinado Socorro Venegas y Juan Casamayor. El boom no tuvo nombres de mujeres. Qué cosa: sólo Carmen Balcells. Lo que dice Venegas: “A veces es la propia familia de la escritora la que preferiría que su obra permaneciera enterrada y que nadie más recordara que escribió”. Bienvenida sea, pues, la hora de la reparación.
Y para el punto de cierre, un homenaje que acaba de llegar a las librerías. A las casas en que no había libros —la mía, por ejemplo— un día llamaron a la puerta. Y al abrir, ahí estaba el Círculo de Lectores. Los hombres y mujeres que iban repartiendo lecturas imprescindibles. Esas pequeñas bibliotecas caseras. El lujo de unas ediciones perfectamente diseñadas, atractivas, duraderas. Literatura de todas partes. Ahora podemos disfrutar de una historia que nos marcó a tanta gente para siempre. El libro que viene a salvar esa historia: Círculo de lectores. Historia y trascendencia de un proyecto cultural (Ampersand). Lo escribe Raquel Jimeno y va delante un prólogo, de los mejores que he leído en mi vida, de Ignacio Echevarría. Las grandes editoriales guillotinan lo que les “sobra”, que es, ni más ni menos, la escritura que no se acomoda a las cuentas corrientes de la empresa. A esas empresas lo mismo les da fabricar libros que longanizas. Por eso, muchas de esas empresas fabrican las dos cosas a la vez. El caso es que Planeta se hizo totalmente con el Círculo en 2014 y lo cerró cinco años después. La vida de ese inmenso Club de Lectura que fue el Círculo pasó por muy diversas etapas desde su fundación en 1962. Poco a poco fue diversificando su catálogo. “Con el paso del tiempo, el club, cuya oferta estaba condicionada a un público poco habituado a la lectura, pudo combinar secciones comerciales con apuestas editoriales cada vez más arriesgadas, en especial durante la etapa de Hans Meinke como director, lo cual daría lugar a grandes proyectos editoriales”, escribe Raquel Jimeno. Por eso, enorme gratitud a su trabajo. Bien reconocido por Echevarría, en su texto de presentación, cuando alude al desastre que supone la concentración editorial y el cierre de muchos proyectos que fueron importantes antes de que el pastel de la literatura se lo repartieran entre cuatro (o menos): por todo ello, “la investigación de Raquel Jimeno está llamada a preservar, al menos en parte, una memoria que de otro modo resultaría muy difícil reconstruir dentro de apenas unos años”.
Ver másEl hombre que observó, oyó y contó
Que tengan ustedes unas navidades de andar por casa (nunca mejor dicho) y con muchos libros que les hagan buena compañía.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro publicado es Claudio, mira(Piel de Zapa).
Una lista de libros tiene algo de material reciclado. Por eso, cuando se trata de sacar de la planta de almacenaje esa lista, te entra una especie de canguelo: recordar los títulos que has leído en los últimos meses es un ejercicio de alto riesgo, sobre todo porque la memoria flojea —la turbia compañía del puñetero pangolín alivia bien poco esa flojuna— y es seguro que se van a quedar fuera libros que tendrían que estar en la versión definitiva de este recopilatorio. No estoy del lado de los grandes éxitos. Nunca lo estuve. Tampoco ahora. Me importan un pito los cánones. Detesto profundamente muchas de las “obras maestras” (casi todas) con las que, desorbitadamente, esos cánones inflan el mercado. No hace mucho, a la entrada de una librería, destacaba una pirámide de bestsellers. En uno de ellos la editorial había rodeado la cubierta con una faja, de esas que se usan para llamar la atención de la “clientela”, que no de los lectores y lectoras: ¿aún no has leído esta novela?, eso ponía, como si fuera esa pregunta la versión cutre del imperativo categórico de Kant. Pues no, no había leído esa novela que, por cierto, estaba siendo tratada por la crítica —así, en general— como si fuera poco menos que la Carta al padre. Lo que hice fue poner el libro boca abajo. Y me fui a las estanterías de los libros “pobres”, que son los que nunca te preguntan tonterías en sus fajas publicitarias.