La huella de John Berger

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Suelo hacerlo cuando muere un escritor que admiro. Saco sus libros de la estantería, los pongo sobre la mesa y los toco, los ojeo, los hojeo, como se toca y se recuerda el pasado propio en un álbum fotográfico. Es una forma de duelo. Un reconocimiento del otro en la intimidad de la melancolía. La muerte es una mañana de frío y lluvia que nos deja encerrados en una habitación propia.

Leo algunos de sus poemas y me encuentro con la decisión de no enmascarar el sufrimiento humano. No quiere hacer distinciones sobre el dolor en nombre de ninguna identidad. Dice en “Paginas de la herida”: “No dejes que diga, madre, adjetivos que coloreen sus mapas de miseria, ni nombres que clasifiquen las familias del dolor: sólo el verbo del sufrimiento”.

Aunque fue uno de los escritores más matizados y penetrantes que he leído, siempre tuvo muy claro la necesidad de tener presentes los primeros términos. En “El pájaro blanco”, uno de los ensayos recogidos en El sentido de la vista, empezó por admitir algo que nunca olvidó en su labor como crítico de arte: “El problema es que no se puede dar una charla sobre estética sin hablar del principio de la esperanza y de la existencia del mal”. Y esa complejidad se convertía en una interpelación ética para cualquier observador emocionado. El momento estético ofrece una esperanza porque al vivir la belleza de un cuadro o de una amapola nos sentimos menos solos, insertos en una experiencia mucho más profunda de lo que el aislamiento nos haría pensar.

La mirada es un espacio intermedio en el que por un momento pueden llegar a un acuerdo la soledad interior y un mundo casi siempre hostil. Y en ese acuerdo, el ámbito ideológico que forma la mirada, se establece una inevitable cadena ética en la que se condensan las relaciones del yo con la sociedad, tanto desde el punto de vista de los derechos sociales como desde “el derecho ontológico” del ser humano. Por eso es importante dar la batalla de la rebeldía y de la compasión en el ámbito de las imaginaciones.

Berger dedicó un libro, Un hombre afortunado, a las experiencias de John Sassall, médico de una pequeña comunidad rural. En una de sus páginas me encuentro con un párrafo subrayado. El médico, después de ver cómo una de sus vecinas se pone a llorar por sus problemas laborales, le da la baja y le dice: “No lo sientas. El hecho de que estés llorando es una demostración de que tienes imaginación. Si no tuvieras imaginación, no te sentirías tan mal. Ahora ve y acuéstate, y mañana no te levantes”.

La imaginación es una potencia decisiva para conocernos a nosotros mismos y para ponernos en el lugar del otro, ya sea en el ámbito de la ficción, cuando vivimos por dentro la historia de un personaje, ya sea en la responsabilidad social. Sólo la imaginación moral nos puede hacer comprender el dolor del otro, decía Rousseau, exponiendo un argumento clave para comprender el valor educativo de las artes.

Berger se puso con imaginación moral en el lugar del otro cuando escribió Un séptimo hombre, la crónica de la emigración en la Europa de los años setenta. Al escribir un prólogo para una reedición en 2002, comprobó lo siguiente: “Puede pasar que un libro, al contrario de lo que les ocurre a sus autores, se vaya haciendo más joven con el paso de los años”. Eso había ocurrido con Un séptimo hombre, libro que nos pone ante el drama humano de unas migraciones que cada vez son más crueles y que nos ayuda a comprender el origen de la falta de pertenencia y de identidad de muchos jóvenes —ingleses, franceses o alemanes de tercera generación— que se sienten enemigos de sus propios países. La explotación de mano de obra barata no se plantea nunca los sentimientos de comunidad.

El escritor de muchas imaginaciones aludía con frecuencia a los peligros de la abolición del futuro y de la historia, un proceso que va inevitablemente unido en la sociedad consumista. Habló de esto con Ryszard Kapuscinski en una conversación recogida en Los cínicos no sirven para este oficio. Sobre el buen periodismo. Olvidar el pasado es la mejor forma de cancelar el futuro; renunciar al futuro supone quedarse sin historia en un tiempo de usar y tirar. Por eso se identificó tanto con el mundo rural llamado a la desaparición en su trilogía narrativa “De sus fatigas”. En Puerca tierra nos habló de Marcel, el único campesino del pueblo que plantaba manzanos. Era todo un filósofo a la hora de meditar sobre su dedicación a la granja, su disciplinada manera de trabajar en algo llamado a desaparecer. Marcel piensa en sus hijos y yo encuentro subrayadas sus frases: “Pasarse el día vendiendo cosas, o trabajar cuarenta y cinco horas a la semana en una fábrica no es vida para un hombre: ese tipo de oficios sólo llevan a la ignorancia. No es probable que trabajes nunca en el campo. La granja terminará cuando faltemos Nicole y yo. ¿Para qué, pues, trabajar con tanto esfuerzo y tanto empeño en algo que está condenado? Y a eso yo contesto: este trabajo es una manera de preservar el saber que mis hijos están perdiendo. Cavo los hoyos, espero a la luna nueva para plantar los arbolitos porque quiero dar ejemplo a mis hijos, si es que están interesados en seguirlo, y, si no lo están, para demostrar a mi padre y al padre de mi padre que el conocimiento que ellos transmitieron todavía no ha sido abandonado. Sin ese saber no soy nada”.

Ese saber de John Berger en la vida, la literatura y el arte no fue una excusa para encerrarse en el pasado. Con más de 80 años seguía combatiendo el presente, justificando la necesidad de protesta. El espectáculo al que asistió no fue ya la lejanía de sus sueños socialistas, sino el presente cercano de una democracia tan deteriorada que se estaba quedando sin significación. Escribe en el Cuaderno de Bento: “Protestamos porque no hacerlo sería demasiado humillante, demasiado reductor, demasiado terrible. Uno protesta (levantando barricadas, tomando las armas, haciendo una huelga de hambre, uniendo las manos, gritando, escribiendo) a fin de preservar el momento presente, al margen de lo que nos reserve el futuro”.

Envejecer con dignidad, sentir la melancolía de lo vivido y lo soñado como una celebración del presente, puede romper muchas convenciones que se dan con frecuencia en la superstición de lo viejo y en la superstición de lo nuevo. Puede también romper los paradigmas de la belleza programada cuando uno es dueño de su mirar. El último libro que he leído de John Berger se titula Rondó para Beverly. Se trata de un conjunto de pequeñas anotaciones escritas durante la enfermedad y la muerte de su compañera. El anciano observa a la anciana enferma y escribe: “Cuando estabas acostada de espaldas sin poder moverte porque el dolor te atenazaba, cuando lo único que podíamos hacer para amortiguarlo era darte otra dosis de morfina o de cortisona o recolocar los almohadones debajo de tu cuerpo, cuando ya no podías levantarte para comer y solo podías beber por medio de una pajita…, cuando te frotábamos los talones y los codos para evitar que te salieran escaras, estabas incomparablemente bella. Y esa belleza incomparable emanaba de tu valentía”.

Mientras leo estas frases subrayadas siento que me gustaría haber conseguido que mis hijos entendiesen esta forma de belleza. Si no la entienden o la olvidan, si se queda sin sentido la poesía en la que yo viví, seguiré escribiendo mientras pueda para que John Berger sepa que el conocimiento que él transmitió no ha sido abandonado. Sin ese saber no soy nada.

He copiado aquí unas cuantas frases que me han aparecido subrayadas en los libros de John Berger. Esta mañana de invierno he vivido mi duelo.

*Luis García Montero es poeta y profesor de Literatura. Su último libro es Luis García Montero Un lector llamado Federico García Lorca (Taurus, 2016).

Suelo hacerlo cuando muere un escritor que admiro. Saco sus libros de la estantería, los pongo sobre la mesa y los toco, los ojeo, los hojeo, como se toca y se recuerda el pasado propio en un álbum fotográfico. Es una forma de duelo. Un reconocimiento del otro en la intimidad de la melancolía. La muerte es una mañana de frío y lluvia que nos deja encerrados en una habitación propia.

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