Vida. Biografía y antología de José Hierro
Antología a cargo de Lorenzo Oliván y textos de Jesús Marchamalo
Nórdica libros (Madrid, 2022)
Este libro se compone de dos partes tan inseparables como complementarias. Una biografía enriquecida con numerosas fotos, aunque algunos pies deberían completarse, cuadros e incluso manuscritos, que en el futuro habría de ampliarse hasta donde sea posible, y una selección de los versos de sus ocho libros, publicados entre 1947 y 1998, a los que se suman otros poemas incrustados en la biografía que deberían incluirse también en el Índice. Con todo, echo de menos alguno de sus cuentos.
La sucinta biografía de José Hierro (1922-2002) recorre los principales avatares de la vida del autor, proporcionándonos un cierto retrato de la persona y del personaje que fue, con el que se inicia el texto de Marchamalo, pero que va completándose a lo largo de las páginas. Hierro se prestaba mucho a ser retratado, y a este respecto recuerdo uno muy atinado de Felipe Benítez Reyes, que ahora puede volver a leerse, no sé si con cambios, en tintaLibre (Hierro forjado, número 108, diciembre del 2022, páginas 34-37).
Hierro nació en Madrid, si bien estuvo estrechamente vinculado a Santander, donde tenía un piso y solía pasar los veranos. Después de la guerra estuvo en la cárcel hasta que, en 1944, fue puesto en libertad. Sus maestros fueron Gerardo Diego, maestro en la poesía, pero también en la música y en la pintura. Y su tradición, española en esencia, es la que venía de Lope de Vega (recuérdese su extraordinario poema Lope. La noche. Marta), Quevedo, cuyos Sueños y discursos prologó en 1990, Rubén Darío y Juan Ramón Jiménez. Y entre sus amigos más cercanos, se encontraba el malogrado José Luis Hidalgo, autor de Los muertos (1947); el pintor Ricardo Zamorano, militante del PCE, casado con su hermana Isabel; algunos componentes del grupo Proel, tales como Julio Maruri, cuya editorial publicó su segundo libro, Alegría (1947), con el que ganó el Premio Adonais; los miembros de la Escuela de Altamira, pues Hierro no solo cultivó la crítica de arte, sino también el dibujo, la pintura, la acuarela y el collage, además de componer buenas cubiertas y excelentes carteles (conservo alguno de los que hizo para los cursos de verano de la UIMP).
Marchamalo recuerda que Hierro solía decir que la única forma de vender libros de poesía era pintándolos. En efecto, solía hacer caricaturas de la gente, sin que lo advirtieran (conservo un puñado que le hizo a Pere Gimferrer durante las deliberaciones de un Premio Nacional de la Letras Españolas, que, al estar sentados juntos, me regaló), y tras las comidas, le gustaba pintar las servilletas de tela de los restaurantes, mojando el vino, el aguardiente y el café, llenarlas de muchachas, ramilletes de flores o barcas. Vi hacerlo en numerosas ocasiones en casa de Aurora y Carlos Galán (la marmita que cocinaban en esa casa era el plato preferido de Pepe) y en El Cazurro, un restaurante situado junto al mar, cerca de Santander, donde las rabas, las alubias con almejas y los calamares encebollados eran sus platos preferidos. También le gustaba cocinar para los demás, sobre todo paellas y queimadas, en sus distintas viviendas, como en la finquita con cipreses de Titulcia, cerca de Madrid, con el nombre de Nayagua, pero también los vinos, blanco y tinto, de las Bodegas José Hierro (las etiquetas se reproducen en la página 51), o en el llamado Minifundio, en la playa del Portío en Liencres.
A aquellos amigos habría que sumar los santanderinos, como Pablo Beltrán de Heredia y Aurelio, Piti, García Cantalapiedra, ambos le editaron libros, o Carlos Galán, su principal anfitrión en los cursos de verano de la UIMP. Sin olvidar los nombres de Vicente Aleixandre, Carlos Bousoño, Claudio Rodríguez, Aurora de Albornoz, Joaquín Benito de Lucas, cuya obra antologó en 1984, Dionisio Cañas o José Olivio Jiménez, quien lo acogió en su apartamento de Nueva York en diversas ocasiones.
Nuestro poeta desempeñó numerosos oficios: trabajó en la Editora Nacional, en Radio Nacional de España, en la Cámara Sindical Agraria (fue redactor jefe de su revista Tierras del Norte), en el CSIC, en la sucursal española de Selecciones del Reader´s Digest (allí coincidió con Luis Rosales, Fernando Quiñones o Juan Luis Panero), en la revista Dunia, dirigió el Aula Poética del Ateneo de Madrid y fue profesor (en concreto, cuchichí, docente de clases prácticas, pues siempre se negó a ser conferenciante) en los cursos de verano de la UIMP, recomendado —sorprendentemente— por el catedrático de literatura franquista Joaquín de Entrambasaguas. En cambio, es mucho menos conocida su labor como adaptador de textos teatrales, como las que hizo para el Teatro Español en 1963, de No hay burlas con el amor, de Calderón, y de La tempestad, de Shakespeare.
Entre sus libros, destacaría: Alegría (1947), Quinta del 42 (1953), Libro de las alucinaciones (1964), y sobre todo Cuaderno de Nueva York (1998), del que el primer año se vendieron veinte mil ejemplares y doce ediciones más en los siguientes, libro que se cierra con el extraordinario soneto Vida. Sin embargo, entre 1964 y 1991, son casi treinta años, no publica ningún libro nuevo. De los poemas de Hierro existen numerosas ediciones, entre ellas: Cuanto sé de mí (1957), las Poesías escogidas (Losada, Buenos Aires, 1960) y las atinadas antologías de Aurora de Albornoz (Visor, 1980), José Olivio Jiménez (Alianza, 1990), Gonzalo Corona Marzol (1999), Lorenzo Oliván (Veramar, 2006), anticipo de la que hoy comentamos, Felipe Benítez Reyes (El País, 2008), Miguel Ángel Muñoz (Síntesis, 2012), e incluso el mismo poeta se antologó en el 2001, en Visor. Sus editores fueron muchos y muy distintos, pero el que quizá sea su mejor libro apareció en Hiperión.
Fue Premio de la Crítica en tres ocasiones (Cuanto sé de mí, 1957; Libro de las alucinaciones, 1964; y Cuaderno de Nueva York, 1998), en 1999 lo nombraron Académico de la Lengua, obtuvo el Premio de las Letras Españolas en 1990, el Príncipe de Asturias en 1981, el Cervantes en 1998 y el Premio Europeo de Literatura Aristeión en 1999.
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Pepe, así nos pedía que lo llamáramos, fue un hombre tímido, de carácter singular, no se parecía a nadie conocido, ni en su voz ni en sus gestos (cuando hablaba y, sobre todo, cuando leía sus poemas, y casi nadie los leía tan bien como él, los movimientos de las manos hacían de coreografía), gustos, conducta y trato con los demás. Combinaba las muestras de aprecio con los insultos (“Cállese usted, imbécil”, solía espetarte con gesto serio, dejando el tuteo, pero en broma), que había que saber interpretar, más allá del pie de la letra. Ni le gustaba presumir de su obra, ni era el tártaro feroz (gemelo por su aspecto de José Batlló) que parecía por su aspecto. Le gustaba escribir en los bares: en Madrid, Santander y Nueva York tuvo sus preferidos. Y siempre tenía a mano un chinchón seco y un cigarro, pues no dejó de fumar ni cuando le diagnosticaron un enfisema pulmonar y tenía que levar una bombona de oxígeno consigo. Solo la vigilancia de Lines, su mujer, le impedía fumar. Su poesía, si tuviéramos que dar una definición mínima, fue vida, pero sobre todo arte, sustentado en la mejor tradición lírica española. Esta edición me parece modélica, tanto por su contenido como por su aspecto físico, y muy adecuada para iniciarse en la obra de Hierro y conocer los datos esenciales de su biografía.
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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.