La literatura de guerra es, en esencia, antibelicista. No en vano, es testimonio del horror, la tragedia, el drama, la catástrofe. Huella indeleble en la memoria de la violencia sinsentido, la muerte innecesaria, la vida arrebatada. En tiempos de contienda como los actuales, es, además, refugio de evasión y victoria de la razón.
Porque, ya sea por historicismo o por ficción, nos recuerda que cada guerra tiene una única lectura posible: es el triunfo de la irracionalidad y el fracaso de la humanidad. Ese es el núcleo de Los cuatro jinetes del apocalipsis (1916), novela en la que la Guerra, el Hambre, la Peste y la Muerte son esos cuatro jinetes de los que Vicente Blasco Ibáñez se sirve para representar el avance del horror y la desolación que desgarran a la Europa de la Primera Guerra Mundial.
En París bombardeado (1921) consigue Azorín llevarnos hasta el pánico silencioso de una ciudad eternamente bulliciosa, que sufrió, también en la Primera Guerra Mundial, bombardeos desde el aire contra la población civil. Se trata de un compendio de crónicas de prensa publicadas en Abc, mezcladas con páginas nuevas y en las que también reflexiona sobre el aislamiento secular de España y la emergencia de los Estados Unidos como gran potencia mundial.
Desde Francia, precisamente, tenemos Viaje al fin de la noche (1932), del controvertido Louis-Ferdinand Céline. La epopeya de un personaje que se enrola voluntariamente en el ejército francés, es herido en la Primera Guerra Mundial, deserta por loco y sobrevive en las colonias francesas. Esas, entre otras muchas y variopintas peripecias, porque las secuelas de las guerras son interminables.
Las aventuras del valeroso soldado Schwejk (1923), del checo Jaroslav Hasek, se centra en una de tantas vidas errantes que propician y albergan los conflictos armados. Sátira mordaz y divertida contra lo absurdo de las guerras a través de un protagonista que libra su guerra privada contra la maquinaria militar, pues su forma especial de atender a las órdenes de sus superiores y la forma de ejecutarlas deja dudas acerca de su posible estupidez o sabiduría (su internamiento previo en un manicomio por predecir la guerra tampoco ayuda a aclararlo).
Un tono bien diferente tiene Viento del pueblo (1937), poemario en el que Miguel Hernández habla del sufrimiento de los pobres por la opresión a causa de los líderes políticos. A lo largo de toda la obra, el poeta canta los dolores y aspiraciones del pueblo en plena Guerra Civil, con el que se identifica totalmente desde su condición de soldado republicano.
Huelga destacar en este punto, claro, los Episodios de una guerra interminable de Almudena Grandes, que narran momentos significativos de la resistencia antifranquista en un periodo comprendido entre 1939 y 1964. Historias que nos recuerdan que las guerras no acaban cuando se firma el armisticio de turno, sino que perduran mientras siga sobreviviendo (nunca mejor dicho) cualquiera de las víctimas. Historias que sobreviven también a las escritoras que nos las cuentan.
Y duran para siempre a través de víctimas como Ana Frank, cuyo diario desde su escondite junto a su familia en los canales de Amsterdam durante la Segunda Guerra Mundial continúa pasando de generación en generación. Finalmente delatada, detenida e internada en diversos campos de concentración nazis, Ana murió pero su historia se mantiene eterna como un monolito frente al horror de la sinrazón.
Desde el otro lado de la alambrada nos cuenta John Boyne la historia del Niño con el pijama de rayas (2006). Una historia de inocencia infantil con la amistad como puente de unión de dos mundos tan distantes como la vida y la muerte: el del hijo de un oficial nazi en Auschwitz y uno de los allí encarcelados. Un bestseller planetario que ha removido, afortunadamente, millones de conciencias.
En un registro bien distinto retrata Dalton Trumbo la brutalidad de la guerra en Johnny cogió su fusil (1939). El guionista y novelista, apartado del cine durante la caza de brujas contra el comunismo en Hollywood del senador McCarthy, nos sitúa dentro de Joe Bonham, un joven soldado que despierta en la cama de un hospital sin brazos, ni piernas, ni cara, sordo, mudo y ciego, pero con el cerebro intacto. Enjaulado para siempre en su propio cuerpo tras su paso obligado por la Primera Guerra Mundial.
Desquiciante de otra manera resulta Senderos de gloria (Humphrey Cobb, 1935), una portentosa denuncia del militarismo y sus excesos y un retrato escalofriante sobre la instrumentalización de la justicia, pues cuenta la historia del fusilamiento fulminante de varios soldados por culpa de los errores flagrantes de unos superiores incapaces. Fue llevada al cine con gran éxito por Stanley Kubrick y Kirk Douglas en 1957 (aunque en España no se estrenó hasta 1986 por la censura).
No son los soldados rasos los que ocupan los titulares más importantes de la Historia. Pero, al igual que Senderos de gloria, Tres soldados critica acertadamente el militarismo narrando el devenir de tres reclutas estadounidenses que libran en Francia la primera gran guerra europea mientras ven pisoteados todos sus sueños en una realidad que les esclaviza física y mentalmente. Un alegato antibélico de John Dos Passos, tan vehemente como atemporal.
Referente del periodismo de investigación y un clásico de la literatura de guerra, Hiroshima, de John Hersey, cuenta la vida de seis supervivientes del bombardeo atómico de Japón en 1945. El artículo causó gran conmoción tras su publicación en la revista The New Yorker el 31 de agosto de 1946. Considerado por muchos como el mejor reportaje sobre la guerra es, además, el único artículo, entre los millares sobre la bomba atómica, que describe cómo era la vida para las personas que habían sobrevivido a un ataque nuclear. Historias de vida desde el epicentro de la muerte.
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Son incontables, en definitiva, las novelas de guerra a las que acudir en busca de paz en tiempos revueltos. Sin novedad en el frente (1929, Erich Maria Remarque) nos cuenta las ideas de un soldado alemán en la Primera Guerra Mundial, Adiós a las armas (1929, Ernest Hemingway) es la historia de un conductor de ambulancias idealista que resulta herido en la guerra y acaba enamorándose de una enfermera, y en La guerra interminable (1974) Joe Haldeman comparte sus vivencias en la guerra de Vietnam en un contexto de ciencia ficción.
Destacables son también títulos como Los cien últimos días (John Toland, 1966), El día más largo (Cornelius Ryan, 1959), La extraña derrota (Marc Bloch, 1940), La bailarina de Auschwitz (Edith Eger, 2018), Matadero cinco (Kurt Vonnegut, 1969), Los desnudos y los muertos (Norman Mailer, 1948), Continente salvaje (Keith Lowe, 2012), Trampa 22 (Joseph Heller, 1961) o Libros para la guerra (Javier Mina, 2016).
Y para terminar, por supuesto, Maus, novela gráfica ganadora en 1992 del Premio Pulitzer en la que Art Spiegelman convierte a los judíos en ratones durante el Holocausto: metáforas en viñetas para mantener siempre viva la memoria en blanco y negro de un mundo en guerra.
La literatura de guerra es, en esencia, antibelicista. No en vano, es testimonio del horror, la tragedia, el drama, la catástrofe. Huella indeleble en la memoria de la violencia sinsentido, la muerte innecesaria, la vida arrebatada. En tiempos de contienda como los actuales, es, además, refugio de evasión y victoria de la razón.