La "lírica de las ruinas" de Fernando Valverde

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Marisa Martínez Pérsico

El arco que enlaza la actividad fantaseadora con el paso del tiempo y al soñante adulto con su nostalgia es materia de la conocida conferencia El poeta y los sueños diurnos (1907) de Sigmund Freud. El poeta, en el acto creativo, remeda «a un niño que suprime la antítesis entre el juego y la realidad». Subrayo una idea fundamental de esta conferencia sobre la que  volveré para hablar de la poesía del escritor español Fernando Valverde (Granada, 1980): «La relación de la fantasía con el tiempo es, en general, muy importante» porque la creación literaria entrelaza tres temporalidades: hay una impresión actual, es decir, una ocasión del presente que despierta uno de los grandes deseos del sujeto vinculado al recuerdo de un suceso pretérito –para Freud casi siempre infantil– en el cual quedó satisfecho tal deseo, y crea entonces una fantasía referida al futuro. «Así, pues, el pretérito, el presente y el futuro aparecen como engarzados en el hilo del deseo» porque «el deseo utiliza una ocasión del presente para proyectar, conforme al modelo del pasado, una imagen del porvenir». En la obra de Valverde la «copresencia temporal» se tensa hasta el límite de convertirse en una poética.  

El segundo aspecto sobre el que me detendré es la celebración y defensa del asombro como fundamento de la mirada lírica. Baudelaire, en El pintor de la vida moderna (1863), habla del «artista, hombre de mundo, hombre de la muchedumbre y niño» y, a partir de la figura de su amigo pintor Constantin Guys, establece una triple identificación entre la creación artística, la infancia y la convalescencia física: «la convalecencia es como un retorno a la infancia (…) el niño todo lo ve como novedad; está siempre embriagado (…) el genio no es más que la infancia recobrada a voluntad». Así, el artista debe recuperar la curiosidad infantil a piacere: «Imaginen a un artista que se encontrara siempre, espiritualmente hablando, en la situación del convaleciente. (…) El convaleciente goza en grado máximo, como el niño, de la facultad de interesarse vivamente por las cosas, incluso las de apariencia trivial». Será el adulto, dotado ya de espíritu analítico, quien ordene creativamente los materiales acopiados por esa mirada atónita del mundo. La poesía de Fernando Valverde evidencia una incesante pesquisa de esa mirada primigenia y la custodia del asombro junto con su reverso: el proceso de duelo por el desgaste inevitable del candor infantil, la erosión de las ilusiones por el paso del tiempo y las heridas provocadas por la razón, el conocimiento y la conciencia.

Razón, conocimiento y conciencia son precisamente las condiciones de posibilidad de la que, en mi opinión, es la imagen-símbolo que vertebra los tres últimos poemarios de Valverde. Razones para huir de una ciudad con frío (2004), Los ojos del pelícano (2010) y La insistencia del daño (2014) reelaboran la imagen de la caída desde perspectivas distintas pero complementarias, que van desde el revisionismo histórico en clave poética hasta la especulación existencial.

La caída es una imagen poliédrica que ha adquirido múltiples significados a lo largo de la Historia. Para interpretar su riqueza es necesario poner en diálogo un abanico de discursos: religiosos, morales, teológicos, históricos, filosófico-existencialistas.

En los Evangelios Apócrifos la mancha de la humanidad por el pecado es una consecuencia de la caída. El Libro de Job empieza cuando Lucifer se rebela contra Dios y es expulsado del cielo, arrastrando en su caída un ejército de ángeles rebeldes. Harold Bloom, en El ángel caído (2007), dice que «Los ángeles caídos resultan incómodos por su proximidad al ser humano, puesto que en parte y en definitiva, no somos sino ángeles caídos». El centro de cualquier discusión sobre ángeles caídos tiene que ser Adán, «un ángel caído a mi entender mucho más importante que Satanás. Somos Adanes y Evas caídos». El dilema de estar abierto al anhelo trascendental incluso cuando estamos atrapados dentro de un animal moribundo es el conflicto del ángel caído, es decir, el de un ser humano totalmente consciente, señala Bloom. Es el drama romántico por excelencia –un movimento que Valverde celebra y reivindica–: el hombre vive en un estado de insatisfacción causado por la convivencia en su interior del elemento finito y del infinito cuya unidad solo es asequible por la poesía, planteará Hölderlin.

En la esfera teológica quien ha abordado la caída del alma al maridarse con el cuerpo fue Orígenes de Alejandría en su tratado De principiis (ca. 230). Allí este padre de la Patrística dice que el alma humana viene de afuera, es creada por Dios pero al mezclarse con la naturaleza corporal «experimenta la caída». Lo inmaterial sería lo puro, lo que no se mezcla con la materia. Resalto una correspondencia: la caída muchas veces está asociada, en textos bíblicos y teológicos, con la toma de conciencia. En el Génesis es el resultado de haber comido la manzana del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. En las meditaciones de Orígenes es la conversión del alma en intelecto humano. La conexión entre saber y caer, aunque desprovista de espesor religioso, es esencial en la poesía de Valverde.  

Una «caída profana» pero de cuño moralizante es la de Albert Camus en su novela La caída (1956), considerada ícono de la resistencia francesa. El protagonista evoca el suicidio de una joven en el Sena, del que ha sido testigo. Esa es la primera caída, la física, dictada por el movimiento de un cuerpo bajo la acción de un campo gravitatorio. Pero esta caída física coincide con un derrumbamiento moral. «Oh, muchacha, vuelve a lanzarte otra vez al agua, para que yo tenga una segunda oportunidad de salvarnos los dos», leemos en la última página. Su personaje, el juez Jean-Baptiste Clamence, refleja en sí la condición humana: ejemplifica el absurdo de la existencia, la conciencia de la responsabilidad por el destino del prójimo, la experimentación de la culpa, el egoísmo y la cobardía hacia los demás. La caída moral coincide con la pérdida de la inocencia también en sentido jurídico: hay un delito de omisión del deber de socorro. Somos responsables de la caída de los otros. Esta novela denuncia el genocidio nazi durante la posguerra pero es un faro moral que trasciende las épocas.

La caída, en un sentido más amplio, representa la muerte, el aniquilamiento físico. En Altazor o el viaje en paracaídas (1931) Vicente Huidobro dirá que «Vamos cayendo, cayendo de nuestro zénit a nuestro nadir y dejamos el aire/ manchado de sangre para que se envenenen los que vengan mañana a respirarlo». Se trata de un proceso de viaje descendente. Fuerte connotación moral en el ámbito de la sexualidad adquiere el adjetivo caído si se aplica a la mujer: «la mujer caída». Sor Juana contesta inteligentemente este concepto en sus redondillas: «¿Cuál mayor culpa ha tenido/ en una pasión errada:/ la que cae de rogada,/ o el que ruega de caído?» y también Víctor Hugo en el poema homónimo: «¡Nunca insultéis a la mujer caída!/ Nadie sabe qué peso la agobió,/ ni cuántas luchas soportó en la vida,/ ¡hasta que al fin cayó!».

Si nos movemos al territorio de la Historia del siglo XX la palabra caída nos remite ineludiblemente al derrumbamiento de las grandes ideologías, muy presente en la poesía del movimiento transatlántico «Poesía ante la incertidumbre» del que Valverde participa como miembro fundador, especialmente en la obra del argentino Carlos Aldazábal o del colombiano Federico Díaz Granados. Es uno de los temas predilectos del granadino, quien poetiza el mundo que quedó al otro lado del «telón de acero» y que se hizo más visible a Occidente tras la caída del Muro de Berlín en 1989. La serie «Cinco elegías para un siglo» incluida en el libro Razones para huir de una ciudad con frío canta los escombros de esa caída y acusa el impacto que los viajes tuvieron en el joven poeta mientras ejercía su corresponsalía para el periódico español El País, que se extendió durante una década.    

Antes señalé que la «copresencia temporal» se tensa hasta el límite en la poesía de Fernando Valverde. La superposición de instantes y procesos genera un efecto de tiempo detenido, de congelamiento en virtud de su propia circularidad, de eterno retorno, como si en un momento convergieran todos los momentos. En su celebrado poema «Celia» el poeta exhorta a una niña recién nacida a que cuando crezca y se enfrente a las derrotas recuerde «la manera en que la lluvia/ se convierte en un árbol/ y el modo en que las olas/ son el final del agua y el principio del mar». Porque un día llegarán «el miedo y la desesperanza» y las gaviotas gritarán «el olvido imposible de una mujer herida/ que siente que avanzar es quedarse más sola». En el día de su nacimiento Celia es un bosque aunque no sepa qué es un árbol, es un ser apenas lanzado al porvenir sin las heridas de la conciencia, una existencia no tocada todavía por el daño del conocimiento: «No conoces el mar, ni el barro ni los árboles,/ pero ya eres un bosque por el que pasa un río». No conoces, pero eres. Aquí el estado ideal: existir sin saber demasiado, sin estar manchado todavía. Para Rubén Darío «No hay dolor más grande que el dolor de ser vivo/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente» («Lo fatal»). La mirada que no ha sido domesticada conserva todavía la pureza de los primeros descubrimientos y la capacidad de maravillarse: «Hoy comienza el mundo para ti/ (…) que es principio y asombro”; «Tus manos brillan,/ no hay sombras ni puñales,/ puedo ver los cometas». Por ello la infancia es un territorio sagrado, altamente idealizado en la poesía de Valverde.

Pretérito, presente y futuro aparecen engarzados por el hilo del deseo y toda intuición futura es ya certeza presente: «Alguien dice tu nombre en el futuro/ y se llena de gente una casa vacía» («Celia»); «Lo supimos después,/ no hay nostalgia más grande que aquella del futuro» («El daño»); «Todo sucede al mismo tiempo,/ y se adentra en la niebla/ y se detiene» («Babel»); «El caminante intuye la caída/ siente el vértigo/ piensa que no hay final que no sea el origen/ de todo cuanto fluye (…) El caminante teme/ el salto que sucede a los fracasos,/ pero queda un desorden tras sus hombros/ un hastío de lluvia que ocurre en otro tiempo” («Caminante sobre un mar de niebla»); «piensas que la distancia entre hoy y el futuro/ es solo la ambición de los sueños perdidos» («La orilla del precipicio»); «un incendio que sucede en las sombras/ y habita en el futuro desde el llanto” («La debilidad de la luz»). Recuerdos, experiencias actuales y previsiones futuras son intercambiables, la lluvia sucedida y la lluvia anunciada es la misma lluvia, pero a la vez la lluvia es agua, nieve y barro en simultáneo, las olas son principio y final, los sueños del presente ya se saben perdidos. El poeta bosnio Izet Sarajlic, mientras cruza avenidas cercadas por francotiradores en Sarajevo, camino al cementerio del león,  ya «sabe que está muerto» («Izet Sarajlic cruza una puerta que conduce al dolor»). A propósito de este poeta, Valverde acaba de publicar por Seix Barral una antología suya, Después de mil balas, traducida en colaboración con Branislava Vinaver.

La poesía del granadino construye la ilusión de un tiempo detenido, de un tiempo mítico, mental, no lineal, que no obedece a las leyes de la física ni a las experiencias de la vida cotidiana. Este procedimento ha sido aprovechado por la literatura fantástica, por ejemplo, por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares. En «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» (1944) solo importa el instante («Una de las escuelas de Tlön llega a negar el tiempo: razona que el presente es indefinido, que el futuro no tiene realidad sino como esperanza presente, que el pasado no tiene realidad sino como recuerdo presente»). Borges lleva a la ficción uno de los principios del idealismo berkeleyano en que la percepción de los sujetos determina la realidad. Y en su nouvelle El perjurio de la nieve (1945) Adolfo Bioy Casares construye una ficción donde el tiempo se detiene completamente gracias a la reiteración de una rutina diaria, sin modificaciones, con el objetivo de salvar a un personaje. Es la estrategia que su protagonista, Luis Vermehren, pone en práctica para evitar la muerte de su hija agonizante: anular el paso del tiempo por la repetición. Hay una conciencia lúcida de lo irreversibile, una caída anunciada en la poesía de Fernando Valverde que a veces roza el determinismo desesperanzador: «La vida es una casa donde habita un extraño/ un jardín del pasado al que no volverás» («Celia»); «Porque tal vez la vida nos dio todo al principio/ y seguimos buscando/ un camino que lleve a ese lugar,/ un puñado de polvo/ que guarde el equilibrio suficiente/ para no convertirse/ en aire o en montaña»; La vida «se fue consumiendo/ como todas las cosas que hemos creído nuestras/ y son parte del daño/ que dibuja las líneas de la historia/ derribando ciudades con sus muros» («El daño»). El refugio de la desilusión es la palabra poética, un amuleto para recobrar la pureza originaria: «pero siempre regreso/ porque en aquella orilla no hay muerte que celebre/ el tacto de tu infancia/ o las cosas que nunca sucedieron» («La orilla del precipicio»). El adulto necesita volver al territorio del recuerdo donde la infancia sobrevive, allí donde todo parece posible, retornar a la purificación del origen, abrazarse a los árboles, experimentar el estado adánico: «son viejos los ladrillos y gastados los sueños/ como niños con hambre/ que habitan los barrancos.// Siento el olor a pólvora debajo de la tierra/ y la necesidad de abrazarme a los árboles» («El terremoto», dedicado a Eden Tosi).

La imagen de la caída representa el declive vital que conduce al aniquilamiento físico. Hay dos poemas de Valverde que identifican la muerte con este proceso de viaje descendente. Uno es «La joven de Scarborough», inspirado en la figura de Ana Brontë (1820-1849), que relata el proceso de agonía de la poeta británica durante su tuberculosis fatal: «El blanco de su cuerpo en el abismo/ es amor y es deseo,/ el vuelo de los pájaros/ y también su caída». Pero es en el libro Los ojos del pelícano donde la muerte y la caída adquieren su máxima unidad y simbolismo, sugerido ya en el título del poemario. Como «Celia», incluido en La insistencia del daño, el poema «La caída», de Los ojos del pelícano, es otra oda didáctica que contiene una exhortación a la esperanza más allá de los desengaños del tiempo. Este poema, dedicado a su madre, es también celebración del paraíso infantil. «¿Recuerdas cómo mueren los pelícanos?/ Bajo el sol de la tarde/ que golpea la costa del Pacífico/el agua los engulle como al plomo.// Nada puede salvarlos./ Hay tanta dignidad en el vacío,/ tanto amor en sus vuelos,/ que en el último instante escogen el silencio./ Solo queda/ el golpe de sus cuerpos contra el agua/ como un rumor de viento imperceptible. (…) / Frente a ti,/ torciendo el horizonte,/ un niño se sumerge entre las olas.// El levante, tan cálido y perfecto,/ lo traiciona y lo empuja.// Has venido a salvarme./ Tus brazos,/ tan frágiles ahora,/ cubren el cuerpo de mis nueve años/ hasta tocar la orilla. (…) Deja a un lado la carne,/ has golpeado tanto tu rostro contra el agua/ que la luz se ha quebrado. (…) busquemos nuestra orilla,/ el mar no ha dibujado nuestros nombres,/ es hoy, no somos el pasado,/ es salado el sudor,/ es la espuma del mar contra las rocas/ este miedo en tus labios.// Nos espera la vida». El tópico de la exhortación a un destinatario (y, con él, al lector) es un recurso que encontramos en las Odas de Horacio y en la literatura aurisecular. Hay un guiño a la «Égloga I» de Garcilaso de la Vega en el poema de Valverde: la invitación a buscar otra orilla nos remite al lamento de Nemoroso por Elisa («y en la tercera rueda,/ contigo mano a mano,/ busquemos otro llano,/ busquemos otros montes y otros ríos,/ otros valles floridos y sombríos»). Los pelícanos saben que van a estrellarse porque tienen los ojos abiertos. Saben que ese viaje en descenso culmina con el impacto en el agua que les provocará la muerte y que nadie podrá salvarlos. Se entabla una analogía entre la caída del ave y la del hombre como en el poema inspirado en Brontë y como en Altazor. Otra vez la caída se asocia con el conocimiento.«La caída» es una incitación al disfrute de un presente compartido. Y el destino trágico no elude la dignidad del descenso.

La literatura producida del otro lado de la «cortina de hierro», así como las vivencias dramáticas de muchos autores en países socialistas, son materia poética para Valverde. La polaca Wisława Szymborska (1923-2012), el checo Jaroslav Seifert (1901-1986), el bosnio Izet Sarajlic (1930-2002), los rusos Marina Tsvietáieva (1892-1941), Ósip Mandelshtam (1891-1938) y Anna Ajmátova (1889-1966) se incorporan a su textura lírica. Es en su libro Razones para huir de una ciudad con frío donde decanta una serie de poemas que versan sobre la vida de poetas que sufrieron la represión del régimen de Stalin o sobre las condiciones de vida en países en guerra (Seifert, Sarajlic, Tsvietáyeva, Mandelshtam y Ajmátova). Durante su corresponsalía periodística Valverde visita, en Bosnia y Serbia, algunos de los lugares «candentes» durante la guerra en la antigua Yugoslavia, como Srebrenica, Belgrado o Sarajevo. Esta preocupación social atraviesa casi todos sus poemarios. En su último libro, La insistencia del daño, incluye el poema «Ratko Mladić conversa con la muerte» imaginando el diálogo de este genocida con la muerte al borde de «cada acantilado». La caída voluntaria es definida en el poema como una «oportunidad» y Mladić  «ya sabe/ que tampoco la muerte va a respetarle a él». Este general de las tropas serbobosnias de la República Srpska (República Serbia) acaba de ser condenado a cadena perpetua por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia (TPIY) por crímenes de guerra y contra la humanidad cometidos durante la guerra de Bosnia (1992-1995). Detenido en Serbia en 2011 tras dieciéis años de fuga, es culpable de los cargos de exterminación, asesinato, persecución, terror, secuestro, deportación, desplazamiento forzoso, actos inhumanos y ataques ilegales contra civiles, por impedir la entrada de ayuda humanitaria en Sarajevo y Sbrenica, por su política de limpieza étnica, por secuestrar cascos azules de la ONU que fueron usados como escudos humanos para evitar bombardeos de la OTAN, por diseminar propaganda falsa para confundir a la comunidad internacional.

Nombrar la nieve

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Luis García Montero, en ocasión de la publicación de la antología Poesía (1997-2017) por editorial Visor, escribió en un periódico granadino, en abril de este año, que «Fernando Valverde es un poeta puro en el sentido más profundo de la expresión. No es que desnude la poesía para alejarla de la realidad sino que utiliza la meditación lírica para llegar a la raíz: la vida humana enfrentada al dolor y al desamparo, la palabra como memoria de un sufrimiento» como un «modo de enfrentarse a esa catástrofe que llamamos historia». En la poesía de Valverde la preocupación histórica se une a la meditación existencial en una comunión indisoluble. Sus versos testimonian, con gran belleza, las distintas variaciones de la caída. Se trata de una «lírica de las ruinas», como la llamó Nathalie Handal, profesora de la Universidad de Columbia. Leerlo es casi necesario.

*Marisa Martínez Pérsico es poeta y profesora de literatura. Su último libro, Marisa Martínez PérsicoEl cielo entre paréntesis (Valparaíso, 2017). 

El arco que enlaza la actividad fantaseadora con el paso del tiempo y al soñante adulto con su nostalgia es materia de la conocida conferencia El poeta y los sueños diurnos (1907) de Sigmund Freud. El poeta, en el acto creativo, remeda «a un niño que suprime la antítesis entre el juego y la realidad». Subrayo una idea fundamental de esta conferencia sobre la que  volveré para hablar de la poesía del escritor español Fernando Valverde (Granada, 1980): «La relación de la fantasía con el tiempo es, en general, muy importante» porque la creación literaria entrelaza tres temporalidades: hay una impresión actual, es decir, una ocasión del presente que despierta uno de los grandes deseos del sujeto vinculado al recuerdo de un suceso pretérito –para Freud casi siempre infantil– en el cual quedó satisfecho tal deseo, y crea entonces una fantasía referida al futuro. «Así, pues, el pretérito, el presente y el futuro aparecen como engarzados en el hilo del deseo» porque «el deseo utiliza una ocasión del presente para proyectar, conforme al modelo del pasado, una imagen del porvenir». En la obra de Valverde la «copresencia temporal» se tensa hasta el límite de convertirse en una poética.  

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