El cuento de todos
Siempre en lunes
Este cuento ha sido escrito por algunos alumnos del taller juvenil de la escritora Carmen Peire, que ha iniciado el relato para que ellos lo continuaran. En él participan por orden de aparición Ana Manso, Paloma Caramelo e Inés Herrero, aunque ha sido leído y trabajado también por los compañeros del taller, que pusieron nombre a los protagonistas, corrigieron e intervinieron, en especial Inés Vázquez y Pablo Merlín Tous. Todos llevan tiempo asistiendo al taller, aman los libros y las historias, y forman parte de la antología juvenil publicada en diciembre de 2016 bajo el título de Carmen PeireAna Manso, Paloma CarameloInés HerreroInés Vázquez Pablo Merlín TousLa habitación prohibida.
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(Comienza Carmen Peire.)Carmen Peire
Por lo único que le gustaba a Javier el lunes era porque podía verla, aunque solo fuera unos minutos y agazapado tras las cortinas de su habitación en el piso compartido con Juan, Ismael y Pedro. No se podía permitir otra cosa. La beca solo daba para pagar el master, lo demás salía de clases particulares y ayudando los fines de semana en el bar de la familia. Pero era independiente, independiente con ayudas, pero independiente. Y los lunes madrugaba más que el resto de la semana solo por verla, a ella, la única barrendera del distrito. Los demás, todos hombres incapaces de seguir sus pasos cuando ella hacía su trabajo, por el afán y destreza con que trajinaba. Pasaba por su calle a las siete de la mañana, empujando el carro, con los guantes y el mono puestos. Le tocaba los lunes la zona más difícil, aquella en que los jóvenes se concentran en el fin de semana para beber, estar con los amigos y de paso ver si conseguían esa noche acostarse calientes de gresca, alcohol y acompañante. Era la zona donde Javier vivía. A la barrendera le tocaba hacerse con los estragos del fin de semana, papeleras rebosantes, papeles y latas de cerveza en el suelo, cagadas de perro sin recoger, platos de cartón de comida rápida para cuerpos que solo querían empapuzar el estómago y seguir bebiendo. En algún callejón, cerca de las alcantarillas, solía encontrar un montón de botellas vacías, bolsas de plástico y algún condón usado que no quería imaginar cómo, dónde ni con quién.
Por ella, por la barrendera, Javier madrugaba los lunes más de lo debido, la veía entrar en su calle y salía corriendo para hacerse el encontradizo, de paso saludaba, aunque a ella le pareciera raro, porque nadie, y cuando se dice nadie, es nadie, saluda a una barrendera, aunque limpie la mierda de su distrito. Quizá algún día podía entablar conversación. Ya en la calle, daba la vuelta a la manzana, se acercaba al quiosco de la esquina y regresaba a su habitación. Todo lo llevaba en secreto porque ¿a quién podría contar lo que siente? ¿A sus amigos? ¡Qué locura, ni por asomo! Tampoco a Juan, Ismael o Pedro. Una cosa era compartir piso, y otra, confidencias. Se imaginaba además lo que diría Pedro, el más sarcástico de todos: uy, al señorito le gusta una que barre. Claro, así tendrá la habitación recogida porque ahora es una pocilga. Menudo cachondeo se iban a traer. Bastante se reían de él cuando le sorprendieron un domingo por la noche salir a la calle a altas horas, no para tomar copas sino para apiñar botellas, litronas, latas de cerveza desperdigadas, sin atreverse a decir el motivo, mejor que pensaran en su afán ecologista y no para que ella no tuviera tanto trabajo al día siguiente. Aunque siempre había algún bandarra que las desparramaba después de una patada. Por eso dejó de hacerlo.
De la barrendera le gustaba todo, su cara, su movimiento, su presencia y tamaño, cómo se bamboleaba, las caderas moviéndose al compás del escobón y ese canalillo que a veces asomaba, sobre todo en verano, con la cremallera del mono bajada hasta bien abajo, y ella que se agachaba y Javier que se ponía malo, y sudaba, sudaba como un loco. Era tan poderosa… A Javier le gustaría atreverse a preguntar su nombre, conversar con ella, verla sonreír y proponerle dar una vuelta o tomar un café. Y todos los lunes se arrepentía de no hacerlo. Eres tonto, se decía, imagínate que la cambian de barrio, que tiene que irse a otro sitio, no vas a saber buscarla. ¿Te atreverías entonces a preguntar por ella a los de la limpieza? Del próximo día no pasa, seguro, el próximo lunes le pregunto, al saludarla, buenos días, frío ¿eh?, yo es que vivo aquí, ¿cómo te llamas? No vaya a ser que un día desaparezca y no sepas ni por quién preguntar.
Llegó la primavera y el trabajo de los lunes por la mañana aumentó. Venían dos a barrer su zona, ella y otro, con el que parecía reírse, bromear y limpiar. Al menos fue la sensación que tuvo y sintió unos celos tremendos. ¡Cómo le gustaría ser barrendero! Se imaginaba ser su compañero, trabajar a su lado, olerla, aspirar el mismo aire que ella. ¿Cómo haría para abordarla? Ahora puede ser más fácil, pensaba, te paras a hablar con él, preguntas cómo se llama y de paso… Pero seguía sin atreverse. Y llegó aquel lunes, un lunes que quedaría señalado por encima de los demás. El lunes en que todo iba a cambiar.
(Sigue Ana Manso.)Ana Manso
Era domingo. Javier se había levantado tarde después de estar hasta las tantas recogiendo en el bar de su familia: había fregado copas, limpiado la barra y barrido innumerables palillos y pelotillas de papel del suelo, porque por lo visto girar la muñeca dos milímetros para encestar en la papelera, era demasiado trabajo para los clientes.
Cuando llegó a la cocina, Pedro y Juan ya estaban desayunando. Juan le saludó al verle:
—¿Qué pasa tío? Llegaste tarde anoche, ¿eh? No me digas que mojaste.
Pedro no dejó pasar la oportunidad y antes de que Javier pudiera contestar le interrumpió:
—Qué va mojar el ecologista éste. Lo que pasa es que estuvo amamantando focas.
Los dos se empezaron a reír. Javier suspiró, pero no dijo nada, no quería descubrirse. Al fin y al cabo, cuando barría en el bar de la familia se acordaba de su barrendera, y se la imaginaba a su lado, haciendo lo mismo. Juan le dio un amistoso puñetazo en el hombro.
—Venga tío no te enfades, si ya sabes que a nosotros el modo Greenpeace nos parece muy bien, pero tienes que admitir que era un poco triste lo de ponerse a amontonar botellas los domingos por la noche.
—Bueno, ¿y dónde está Ismael?— dijo Javier cambiando de tema.
—¿Dónde va a estar?— saltó Pedro— Durmiendo, además el muy cabrón ligó ayer, así que tiene a la tía ahí metida.
Eso no sorprendió a Javier, Ismael día sí día no, se traía una chica a casa, no sabía cómo, pero el chaval se las llevaba de calle. Javier incluso se planteó pedirle consejo, pero descartó la idea enseguida. Aunque no le contase lo de la barrendera no quería ni imaginar las bromas de "a Javi le gusta una chica" que eso supondría. El resto del desayuno se lo pasó en silencio escuchando a Juan y Pedro cómo repasaban toda la cantera del Real Madrid y se enzarzaban en un intenso debate sobre si el fuera de juego que había pitado el árbitro en el partido de la noche anterior habías sido justo o no. Javier solía participar en la conversación, aunque fuese con breves comentarios, pero ese día ni siquiera los estaba escuchando. Solo podía pensar en una cosa: mañana va a ser lunes, mañana sí que le hablo, mañana… En su imaginación dibujaba escenas completas sobre cómo se desarrollaría su primera conversación: empezaría siendo amable y educado y, cuando rompiese el hielo, soltaría alguna broma, ella reiría, él le propondría salir a tomar algo y quizás…
Estos pensamientos lo acompañaron durante todo el tiempo. Cuando terminó de desayunar se despidió de sus compañeros y se dirigió a casa de Laura, la niña a la que le daba clase de inglés. En realidad, Javier ofrecía clases de matemáticas y ciencias, pero cuando sus padres le contrataron resultó que asistía a un colegio bilingüe donde no daban ciencias sino science, ni matemáticas sino maths, y la pobre chica apenas pasaba de saber decir buenos días, por lo que le pidieron si no le importaba hace un pequeño repaso del idioma "no muy profundo, no te preocupes, es una niña muy lista". Javier acabó yendo dos días por semana a explicarle los verbos irregulares. Uno de ellos, las mañanas de algunos domingos. Planazo.
Mientras ella los repetía en voz alta, él elucubraba sobre cuál podía ser el nombre de su barrendera; Marta o Julia no le convencían, Carmen era demasiado común. Nunca llegaba al nombre perfecto y entonces se ponía a pensar en su cara, su cuerpo, las cosas de ella que ya conocía, su trabajo y la zona que le habían asignado… eso decía mucho de ella. Seguro que era el centro en su grupo de amigos, la que lideraba y se llevaba bien con todo el mundo. ¿Tímida? No, eso nunca. Su presencia inundaría la sala.
El día pasó y Javier estaba cada vez más emocionado. Mañana era la definitiva, seguro. Cuando llegó a su casa se puso a estudiar, pero cada vez se concentraba menos. Finalmente, después de una cena con banda sonora de burlas de su "comida para conejos", todo verde, Pedro le dejó tranquilo y Javier se fue a dormir.
(Continúa Paloma Caramelo.)Paloma Caramelo
Debería haberme ido a dormir antes, piensa Rocío, la barrendera, cuando suena el despertador. Pega unos saltos torpes a la pata coja para ponerse los calcetines y los pantalones y va al baño. Se lava los dientes con agua caliente, el casero aún no se ha dignado a arreglar el grifo. Tiene que hacerlo rápido antes de que el agua empiece a quemar, aunque ya se ha acostumbrado. Después se toma un café de camino a la Central. Sin azúcar. La voz de su madre diciéndole que debería beberse el café antes de lavarse los dientes le taladra la cabeza. Ella qué sabrá.
El primer autobús llega casi siempre puntual para recoger a los últimos borrachos y noctámbulos que llegan a casa de día. Saca un chicle de su mochila y se lo da a una chica rubia sentada delante de ella y que farfulla gritos a la amiga que tiene al lado: “Por tu culpa ahora mis padres me van a pillar. Habíamos comprado esos chicles para las dos y le has dado el último a ese chico, sólo porque era guapo y te lo ha pedido. Y ahora yo apesto a vodka. Me van a matar”. La chica coge el chicle que Rocío le ofrece y la abraza. Es verdad que apesta.
El conductor lo ve todo por el retrovisor y se ríe. Cuando las chicas se bajan y sólo queda ella en el autobús, le sugiere que se acerque a la parte delantera. Ella lo hace. Charlan. Él es muy agradable, tiene cara y formas de profesor de infantil.
Se baja en su parada. Maldito enero en Madrid, hace frío como para criar osos polares. Oye otra vez la voz de su madre: “Ay, hija, si tú supieras lo que es el frío no te quejarías tanto. Cuando tu padre y yo vivíamos en...”. Cállate.
Llega a la Central y se viste de guerra: mono, escoba, botas para escalar la basura. Desde hace unas semanas tiene un compañero nuevo. Cada turno le da las buenas noches, que en este trabajo equivalen a los buenos días, le pasa el cubo y le hace una señal para que vaya delante de él. Las señoritas primero, dice. Rocío no sabe de qué señorita habla. Es un poco charlatán. A ella le marea y a veces piensa que no hay tanta diferencia entre su verborrea y la de los borrachos que se encuentra de vez en cuando por las calles. A su compañero se le va la fuerza de trabajo por la boca.
Cuando termina el turno, como siempre, vuelve a casa.
Los lunes son el peor día porque todo apesta a fin de semana. Los buenos propósitos de los ciudadanos se despiertan entonces, y con ellos la responsabilidad. Pero a ella le toca recoger todos los síntomas de su inconsciencia: las colillas y los cascos vacíos, malditos botellones. ¿Qué les cuesta recoger? O ponerlo en bolsas. O en el contenedor. Están por todas partes. Restos de cadáveres de la fiesta del día anterior. Los lunes no hay piedad. Rocío supone que tienen más ganas de morirse de cáncer o cirrosis en fin de semana, o fuman tres cigarros en vez de uno para contrarrestar el dolor de verle la cara a su jefe después de dos días de descanso. Incluso su compañero, el que le han asignado en primavera, fuma más los lunes. Como si librase los fines de semana.
Otra vez oye esa voz: “Hija, haz caso a tu madre, estudia algo, lo que sea, haz como tu hermano”.
Pero a ella le encanta su libertad.
El lunes pasado se fue a merendar con el conductor. Hacía tiempo que no merendaba con nadie, no es muy usual, pero le gustó. Quedaron en repetirlo al jueves siguiente, después del turno, por el centro. Está bien tener un amigo con el que conversar. A partir de entonces se sienta directamente en la parte delantera del autobús. Se pasa todo el recorrido hablando con él. No se había equivocado, es profesor de primaria. Tal y como están las cosas ahora es mejor ser conductor que profesor, le dice riendo. Ella se ríe también y después se quedan en silencio durante un rato, los dos mirando hacia el frente hasta que ella le mira de reojo, él sigue sonriendo.
Ya son varios los días en que han quedado para merendar juntos. Él quiere pagar, ella se niega, pero aprovecha cuando va al baño para hacerlo. Rocío se enfada un poco pero le quita importancia después.
Al siguiente lunes el autobús hace como si se hubiera pasado la parada y la deja justo en la puerta de la Central, un poco más arriba de la calle. El conductor no dice nada. Le sonríe y le abre la puerta. Rocío coge el macuto y se despide por dos semanas:
—Me toca volver a casa de mis padres unos días. Nos vemos a la vuelta si sigo viva—. Se ríe y le choca la mano.
—Si vuelves viva lo celebraremos.
Llega a la Central y se va a cambiar. Su compañero está ya preparado y se ofrece a ayudarle con el macuto hacia el vestuario. No sabía que te ibas, le dice. No se lo había contado, ni ganas. Rocío se va a cambiar. Su compañero le guiña un ojo, menudo cretino. Cuando sale del vestuario le dice además que puede llevarla a la estación después del turno. Rocío le contesta que no hace falta.
—No seas tonta, mujer, deja que te lleve—. Y le vuelve a guiñar un ojo mientras le coge el macuto. Ella se lo arranca de las manos y lo mete en su taquilla.
Menos mal que tiene unos días de vacaciones. A ver si se olvida de ella y la deja en paz.
(Cierra Inés Herrero.)Inés Herrero
Al siguiente lunes, la barrendera no apareció. Ni el que vino después. Cuando Javier volvía los domingos a casa, a veces con un par de cervezas en el cuerpo, a veces vacío, pero siempre solo, miraba casi con nostalgia las botellas que arañaban la acera. No, ya no las recogía, una vez incluso reventó una contra la farola, pero luego se arrepintió y juntó los pedazos en un montón. Como la hubieran trasladado de barrio ya se podía olvidar de todos sus planes, pero prefirió pensar en otra cosa, a lo mejor estaba enferma, sí, eso iba a ser, seguro que tarde o temprano aparecería.
Llevaba dos semanas sin verla. Ya no ponía el despertador y hundía la cara en la almohada. Sus compañeros ni siquiera se dieron cuenta, demasiado ocupados con el fútbol, las birras y las chicas. Las chicas. Alguna mañana, cuando Javier desayunaba, con ese aire melancólico de los viejos enamorados, antes de que los demás se levantaran, había alcanzado a ver a un par de ellas escabullirse de la habitación de Ismael. Esas nunca volvían.
Hasta que un lunes se despertó unos minutos antes de que sonara la alarma, saboreando la convicción de que ese día iba a ser el lunes. No sabía por qué, pero se sentía más ligero, más alto, algo iba a cambiar. Era una corazonada. Se vistió sin prisa, con cuidado. Y esperó paciente a que ella apareciera por la calle bajo su ventana. Y sí, por fin la vio llegar, había vuelto. Venía acompañada, él y ella, barrendero y barrendera. Parecían felices. ¿Qué derecho tengo yo a meterme en medio? Pero no todo estaba perdido, empezó a percibir que algo había cambiado. Al principio pensó que eran imaginaciones suyas, en un desesperado intento por ver una oportunidad donde se había dado por vencido, pero no. Venían juntos, el barrendero y la barrendera, pero ella iba delante, él detrás y al trote, para mantener su ritmo. Como un cachorro, siempre siguiendo su sombra. La barrendera ya ni siquiera le miraba. Y Javier veía cómo el otra alzaba la voz, y ella apretaba los puños, y Javier lo veía todo, pero no era capaz de cruzar esa puerta, por miedo, vergüenza y un deje de vaguería. Era verdad, su vista no le engañaba, ella iba más deprisa que de costumbre, una mueca de hastío cruzaba su cara. De repente vio cómo el barrendero se acercaba por detrás, demasiado, casi se echaba encima de ella y trató de rodear su cintura. Javier iba a retirar la mirada cuando la barrendera le apartó de un empujón. ¡Bien!, se dijo. El otro insistía, la cogía de la mano, trataba de cercarla. Ella se zafaba de sus caricias con fuerza.
¡Ya basta!, se dijo el chico desde su cuarto. Cogió las llaves y se precipitó escaleras abajo para terminar con la escena. Había llegado su momento. Los nervios goteaban por su cara, con la adrenalina de saltar a la acción. En su cabeza imaginaba la escena, hundiendo su puño en la cara de ese, el otro. Porque él era el protagonista, el primero, el héroe. ¿Cómo podía haber dudado? Ella era la única, no debía buscar más. Esto era el destino, o por lo menos algo parecido. Según salía por el portal ya empezó a gritar:
—¡Eh, aléjate de ella!
—¿Y tú quién eres?
—¡El tío que te va a partir la boca!
Mientras ambos desplegaban toda su virilidad, lanzando insultos y puñetazos al aire, la barrendera miró el reloj, tiró la escoba al suelo, se desabrochó el mono, dejando ver unos vaqueros y una camiseta, lo metió en el fondo de su carrito de la basura, y se dirigió hacia ellos.
—¿Qué os habéis creído?— gritó, acerándose con los puños cerrados. Después, bajando el tono de voz y agachando la cabeza, soltó:
—No soporto a los machitos.
Javier y el barrendero se pararon y se quedaron congelados por el eco de sus pasos al alejarse. No hubo héroe del cuento, ni príncipe, ni perdices para cenar. Y aquel lunes cambió todo, definitivamente, porque Javier nunca llegó a hablar con la barrendera.