Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066), editado por Acantilado,es la última entrega de la trilogía iniciada por Pablo Martín Sánchez, tras El anarquista que se llama como yo (2012) y Tuyo es el mañana (2016), a cuyo desarrollo y componentes se alude en esta obra que ahora nos ocupa (p. 153). Pero si en las novelas anteriores el autor se proyectaba hacia el pasado, en esta el espacio aparece concentrado y la historia, que transcurre entre la realidad y la ficción, se desplaza a un futuro en el que acaban cumpliéndose algunas de las amenazas que presentimos en la actualidad. Así, la trama aparece dividida en dos partes: en la primera, anterior al 2019, se mezcla la realidad y la ficción; mientras que en la segunda, la que transcurre después de esa fecha, todo lógicamente es solo ficción.
Estamos ante una narración que el autor ha calificado de distópica y apocalíptica, que adopta la forma de un diario. La “Nota de los editores”, con la que empieza la narración, finge ser un paratexto, aunque en realidad forma parte del relato. El conjunto se nos presenta como un diario íntimo crepuscular (constata la fecha de las entradas siguiendo la cronología), que ni fue compuesto para ser publicado ni llevaba título. A pesar de ello, aparecería fechado en el 2108, en la ciudad de Ginebra, 42 años después de haber sido escrito, y casi un siglo después de nuestro presente. Pero se trata más bien de una novela con su correspondiente historia, trama, espacio (incluye planos) y personajes, al igual que en La náusea, de Sartre, que se cita como una novela en forma de diario (pp. 240 y 259). En cualquier caso, y aunque lo que escribe el narrador sea un diario, el conjunto que nos llega a nosotros creo que se lee mejor como una novela.
Nos encontramos en el año 2066, en la denominada Confederación Ibérica, tras una pandemia de marburgo que se ha extendido por toda Europa, y después de varias guerras (se alude a una Tercera Guerra Mundial, un choque de civilizaciones ocurrido diez años antes, como consecuencia de la caída de las Torres Gemelas, y después de un ataque bioterrorista que provocó 30 millones de muertos, entre ellos la esposa del narrador), por ejemplo, la llamada de la Independencia, que fue precedida por un Sexenio negro, durante la crisis económica, social y política; mientras que la de 2044 se debió —entre otras causas— a la escasez del petróleo.
Un poco antes, en el 2041, se había caído la torre de Pisa a causa de un terremoto. Pero, además, padecimos el procés, tres referéndums (cumplidos los deseos de los indepes) y el llamado Pacto de la Vergüenza entre USA y la Mancomunidad Europea, con la connivencia de la Confederación Ibérica, que acabó convirtiendo nuestra península, y la de Anatolia, en el escudo de Occidente. De modo que después de esta especie de apocalipsis, lo que había sido España pasa a ser una gigantesca base militar. Nos encontramos, en suma, en una Cataluña en la que, al tercer referéndum, le siguió una guerra civil que duraría tres años. Y todo ello sin que lo produjera el pangolín ni los murciélagos, sino los seres humanos, pues se trata —en esencia— de un conflicto político, que se cuenta a través de una historia personal, y que pone en juego la capacidad de los protagonistas de intentar sobrevivir en libertad.
El presente narrativo transcurre a lo largo de unos tres meses (arranca el 24 de junio del 2066 y concluye el 30 de septiembre), mientras que un narrador innominado, que no es otro que los varios Pablo Martín Sánchez de esta novela, más allá del tiempo y del espacio tradicionales, anota sus experiencias y se autorretrata (p. 47), tras haber abandonado una trayectoria de escritor y declararse pacifista, para dejar constancia —nos dice— “de los tiempos convulsos en que vivimos”, obligándose a decir la verdad, “con la esperanza de que [estas líneas] puedan servir a las generaciones futuras para entender cómo vivíamos en los tiempos del Gran Apagón”, una catástrofe ocurrida nueve meses antes (pp. 11, 12 y 70).
El mundo, el espacio que ocupan estos supervivientes, como hemos advertido, se ha convertido en un lugar inhóspito, pues no sólo carecen de agua corriente, electricidad y carburantes, sino que las reservas de comida escasean y las enfermedades los acosan. Y, sin embargo, sigue habiendo solidaridad, amor y nacimientos, en medio de tanta mortandad.
El caso es que un heterogéneo grupo de doce personas, entre ellos el cabezota del título, que cuenta 89 años, se ha refugiado en un viejo hospital, que había sido un psiquiátrico y luego un geriátrico, situado en las afueras de Reus, y se resiste a abandonarlo, quizá porque la mayoría no tenga otro sitio adonde ir, a pesar de haber sido conminados a hacerlo y de que el plazo para ello esté llegando a su fin. Estos rebeldes, con algo de cautivos y de resistentes (sobrevivir, resistir, parece ser el objetivo) forman parte —decíamos— de un grupo compuesto por “cinco momias, cinco tullidos y dos trabajadores” (pp. 21-24), quienes son descritos a la manera de los dramatis personae. Esta vez, sin embargo, aparecen al comienzo de la narración, y no al final, como suele ser habitual, para que de antemano los conozcamos mejor, aunque sin que se nos cuente lo que será de sus vidas. Sus edades oscilan entre los 94 años y los 28 del más joven, si bien el narrador confiesa que las edades las ha puesto al tuntún.
El diario nos muestra un mundo visto desde la vejez. El narrador baraja recuerdos que lo ayudan a sobrevivir, como la apelación a su mujer, fallecida, a la que a veces se dirige (por ejemplo, le escribe un soneto por su cumpleaños; o la recuerda en siete textos que empiezan diciendo: “Hoy se cumplen ocho años de tu muerte...”, pp. 155 y 290-295); o a su hija Leire, que vive en Shanghai, y que supone una posibilidad de huida para el protagonista; así como las relaciones que entabla con la doctora Audrey; tiene 50 años, casi cuarenta menos que él.
En el título de la novela se incluye la forma que adopta la narración, la propia del diario, y el calificativo que mejor le cuadra al protagonista, el de cabezota. Es un procedimiento que también habían utilizado en sus novelas Félix de Azúa y Luis Landero, por solo recordar un par de ejemplos, que tacharon a sus protagonistas en el título de sus obras de idiota e inmaduro, respectivamente.
Pero también se vale de diversas formas textuales, además de la novela y el diario, tales como la carta, el poema, la canción, la partitura musical, los dibujos y un microrrelato (al que se tacha de cuento, pp. 196 y 197); de materiales gráficos, como la cubierta de un libro que se ha citado, e incluso de un par de chistes manidos (pp. 62, 197 y 342). Cabe decir, asimismo, que lo metaliterario desempeña un papel importante, no solo por las ideas que aporta sobre el diario o la novela, la creación o el oulipismo, con Perec a la cabeza, sino también por el protagonismo que adquiere en el final El nombre de la rosa, de Umberto Eco. A ello habría que sumar las dos oportunas citas iniciales. Tampoco falta el humor y la ironía, en general, bien dosificados.
Acompañan en la narración al protagonista, formando parte de ese grupo de resistentes iniciales, o incorporándose después a él, Audrey; Naisha, la niña ciega, y su perro Yasti, cuyos padres eran unos indúes radicados en Cataluña que fueron degollados durante una de las guerras. Entre tanta desolación, al final, renace la vida, con el nacimiento de Bruna, y con los gatos de Petra (p. 339), pues, como diría el gran Dersu Uzala, también son gente.
Al acabar la novela, no podemos dejar de pensar que si en el 2066 el mundo va a ser como se nos pinta aquí, nos alegramos por no tener que vivir tales hechos; con esas epidemias (aunque estemos padeciendo otras también mortales), los apagones, los pactos vergonzosos, los referéndums (esperemos que menos fraudulentos que el del 1-O) y con tantas otras guerras. Y, sin embargo, algunos sentirán no haber podido disfrutar del avance que supondrá la ropa de termopreno, los alephones, sustitutos de los smartphones (para quienes no puedan prescindir de estos aparatos), los nuevos combustibles y monedas (la eureta), los llamados monotines, el heliauto y el tetráfono. Pero, sobre todo, nos alegra saber que, para entonces, Cristina Fernández Cubas habrá ganado el Premio Cervantes. Sea como fuere, lo que quizá sorprenda más —es un decir— es la gestación exógena, fuera del vientre materno, o que el Barça haya obtenido ya nueve Copas de Europa, cuando lo más probable sea, más bien, que le resten alguna de las que ya ha ganado...
Respecto al lenguaje, destacaría sobre todo el esfuerzo por denominar esos nuevos objetos a los que acabamos de referirnos, en general con acierto. Pero me desazona pensar que en el 2066, alguien como el narrador, que había sido escritor, aunque dejara de hacerlo al darse cuenta de que en realidad no creía en la ficción, siga usando expresiones como evento, perimetral, proactivo, ya te vale, sí o sí, pastizal, madero, tutorial, ronda perimetral (puro lenguaje COVID), protocolos (que parece que han logrado que olvidemos las normas y las leyes), a pie de calle y negro sobre blanco, aunque nos hayamos librado por fin de las líneas rojas que pueden o no traspasarse y de la necesidad de remar que tanto utilizan los comentaristas deportivos. Estábamos convencidos de que semejantes tontunas serían moda de un día, pero parece ser que no.
Pablo Martín Sánchez se une a José María Merino y Rosa Montero (¿el nombre de Bruna no es en homenaje a la escritora?), como cultivadores ocasionales de la ciencia ficción en estos últimos años, un género que en España no parece haber dado mucho de sí, si pensamos en la ambición y calidad literaria. El autor posee el talento de los buenos narradores, pero debería confirmarlo de una vez con una novela realmente notable. Posee todas las virtudes que podemos esperar de un buen escritor: tiene cosas que contar, sabe cómo hacerlo, pues escribe bien (debería evitar los catalanismos y las expresiones a la moda del día que nacen viejas, el narrador habría escrito viejunas), es discreto y no marea con su presencia constante en los medios y redes, en las que la mayor parte de los nuevos autores acaban atrapados. Le sobra, en cambio, fascinación por el OULIPO, a quien rinde homenaje venga a cuento o no, en todos sus libros, con motivos ya algo trillados. Mejor encajado aparece un homenaje a los reusenses ilustres: Prim, Pere Mata, Gabriel Ferrater (¿por qué no Lluís Pasqual?) y otros de menos enjundia.
Ver másTres rondas al apocalipsis
El final es abierto, por no decir ambiguo. A lo largo de la novela se apela al presente, a sucesos de hoy (p. 265), a nuestras inquietudes y miedos, dado que los temores del autor, de su alter ego, son en esencia los nuestros, al mismo tiempo que al presentarnos un futuro posible nos advierte sobre lo que podría pasar si seguimos así.
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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.
Diario de un viejo cabezota (Reus, 2066), editado por Acantilado,es la última entrega de la trilogía iniciada por Pablo Martín Sánchez, tras El anarquista que se llama como yo (2012) y Tuyo es el mañana (2016), a cuyo desarrollo y componentes se alude en esta obra que ahora nos ocupa (p. 153). Pero si en las novelas anteriores el autor se proyectaba hacia el pasado, en esta el espacio aparece concentrado y la historia, que transcurre entre la realidad y la ficción, se desplaza a un futuro en el que acaban cumpliéndose algunas de las amenazas que presentimos en la actualidad. Así, la trama aparece dividida en dos partes: en la primera, anterior al 2019, se mezcla la realidad y la ficción; mientras que en la segunda, la que transcurre después de esa fecha, todo lógicamente es solo ficción.