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La poética del opresor o la poesía contra todo terror

Ángelo Néstore

No. El terror no ocupa lugar. Por eso yo tampoco tengo miedo de salir a la calle. Existe, sin embargo, un dolor discreto que palpita en este edificio de carne en el que todos sus inquilinos tiemblan cada vez que un Dios pone tinta roja en las amapolas, como dijo Benjamín Prado. Porque si el terror tuviese una bandera me la clavaría en el pecho para decir basta y así caminaría por las calles del mundo, un Sebastián envuelto en tela negra ondeando, miles de Sebastianes, con sus huesos apoyados a una asta, con las manos abiertas gritando No tinc por. Pero no. El terror tampoco conoce un estandarte, sino aúlla bajo tierra con la sinuosidad del seísmo, se encorva dudoso en las calles, se hace hueco y sigiloso para librarse con una furia que te revuelve por dentro y te golpea con la impotencia del fulgor, como una franja de tierra que se vuelve cada vez más blanda hasta engullirte y dejar en el suelo solo el rastro del silencio. No existe diálogo porque no hay belleza, no hay poesía. Entonces, Qué lento pasa el tiempo./ Parece que ya./ Todavía no./ Sí, ahora./ Una bomba: la bomba explota. (Szymborska).

Demasiado fácil sería ponerle un rostro ajeno al opresor, llamarle por su nombre para nosotras impronunciable, confiscar su propiedad, arrancar sus frutales, demolir su casa y llamarle terrorista, como escribe Mahmud Darwish, el poeta nacional palestino por antonomasia. Porque este terror, que sacude los armarios de nuestro yo más ancestral, que nos vuelve ciegas, que nos hace asomar del mismo abismo en el que nos ha engullido, no tiene un solo pasaporte. Es verdad, por un lado, no hay horror más grande que la mirada de quien coquetea con la fragilidad del otro, con la belleza en potencia de una juventud que busca en el acto una justicia que desconoce. Sin embargo, no es solo allí donde reside el germen de la abominación más deshumana, sino también en la mano de quien enseña el odio con el dedo índice y dice allí, y que luego alza el mismo dedo hacia el cielo rezando y dice allí. Y es tan fácil caer en el prejuicio, trazar un boceto del enemigo, dejar que el miedo nos devore. Porque ese dedo que indica, ese puño que aprieta el billete y que escurre en silencio el arma en mano ajena tiene los terribles rasgos de mi cara. No, no tinc por, pero, quizás, en parte tengo la culpa, como hombre, occidental y ciudadano de un sistema que financia y, por tanto, apoya políticamente el régimen del terror a cambio de seguir teniendo el privilegio de poder agachar la cabeza y verter la lágrima.

Por otro lado, la cercanía siempre ensancha la herida, la muestra con la crudeza del detalle, pero no hay que olvidar que la mayoría de las víctimas de las políticas del terror son musulmanas y se horrorizan como tú y como yo, y lloran como tú y como yo, pero muchas de ellas, a diferencia de ti y de mí, huyen, besan su hogar y huyen, lo dejan absolutamente todo y huyen. Y se me rompe el corazón al ver a una madre manifestando contra su hijo, con una rabia y un dolor que es mío igual que suyo, que en secreto rezará: "Allahumma agfir lahu war jamahu", "Señor, perdónale y tenle misericordia".

Es tan humana esta desesperación que, a veces, solo la poesía es capaz de esbozarla. Es el caso de los versos del escritor italiano Matteo Fantuzzi que, en su libro La stazione di Bologna (Feltrinelli, 2017), describe el sufrimiento de las protagonistas del atentado conocido como "La matanza de Bolonia", cuando, el sábado 2 de agosto de 1980, una bomba explotó en la estación central de la ciudad italiana. Sus versos, que os dejo a continuación, sin embargo, hablan de un dolor universal, que sabe del tiempo y del mundo. La poesía como acto último de resistencia. Y la resistencia es vida.

Espero delante de la estación de Bolonia

Espero delante de la estación de Bolonia

a un amigo que reside cerca de Brescia

y que ya llevo tiempo sin ver.

No todos los viajeros saben que allí

hay un reloj roto: algunos modifican

el suyo, hay también quien se dirige

al personal pidiendo explicaciones,

quejándose por el incidente.

Y para otros aquella lápida es patética,

produce tristeza por la mañana temprano a quien

se dirige al trabajo. Desearían tal vez

un cartel en su lugar,

algo explosivo, una publicidad con

descuentos extraordinarios, con precios que son la bomba, algo

inimaginable, que golpee las consciencias,

que tenga sobre los transeúntes un efecto devastador.

El sentido de una matanza

Hay un instante tras

la explosión, entre los escombros

y los cristales, en que todo se calma

justo antes de los gritos, de las sirenas

agitadas: es un instante

en el que no parece posible

que haya pasado lo que se ve.

Es allí que se comprende

el sentido de una matanza,

cuando el silencio envuelve y cubre

sin elección y sin distinción

como la gente alrededor de una estación

que coge el tren por trabajo

o por vacaciones, al comienzo de agosto

una mañana, como siempre.

(Poemas de Matteo Fantuzzi traducido al español por Ángelo Néstore)

Otros poemas citados en el artículo:

 

  • El terrorista – Benjamín Prado
  • Confesión de un terrorista – Mahmud Darwish (su obra ha sido traducida al castellano por Luz Gómez García)
  • Un terrorista: él observa – Wislawa Szymborska (en versión de Abel A. Murcia)

*Ángelo Néstore es poeta. Su último libro es Ángelo NéstoreActos impuros (Hiperión, 2017).

 

No. El terror no ocupa lugar. Por eso yo tampoco tengo miedo de salir a la calle. Existe, sin embargo, un dolor discreto que palpita en este edificio de carne en el que todos sus inquilinos tiemblan cada vez que un Dios pone tinta roja en las amapolas, como dijo Benjamín Prado. Porque si el terror tuviese una bandera me la clavaría en el pecho para decir basta y así caminaría por las calles del mundo, un Sebastián envuelto en tela negra ondeando, miles de Sebastianes, con sus huesos apoyados a una asta, con las manos abiertas gritando No tinc por. Pero no. El terror tampoco conoce un estandarte, sino aúlla bajo tierra con la sinuosidad del seísmo, se encorva dudoso en las calles, se hace hueco y sigiloso para librarse con una furia que te revuelve por dentro y te golpea con la impotencia del fulgor, como una franja de tierra que se vuelve cada vez más blanda hasta engullirte y dejar en el suelo solo el rastro del silencio. No existe diálogo porque no hay belleza, no hay poesía. Entonces, Qué lento pasa el tiempo./ Parece que ya./ Todavía no./ Sí, ahora./ Una bomba: la bomba explota. (Szymborska).

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