Posdemocracia cultural

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Javier Lorenzo Candel

Es la necesidad de parar un instante, ese tiempo lento del que nos dota, en ocasiones, la vida, donde somos capaces de pensar en la acción de las sociedades sobre los individuos, en la relación entre el poder y los ciudadanos, en la cultura y los espacios destinados a hacerla necesaria. Pararnos para analizar con calma la actividad de nuestros creadores, las políticas de nuestros gobiernos, la recepción de los espectadores o lectores de los productos preparados para neutralizar cualquier fracaso, cualquier microbio que fuera capaz de adueñarse de nuestro organismo.

Pararse porque asistimos a una curiosa forma de consumir cultura, en un tiempo protagonizado por la generación de la posdemocracia, un tiempo diseñado para fortalecer mecanismos que fusionan la idea de autoayuda con la más enigmática de necesidad, tomada ésta, no como una acción nacida del individuo, sino diseñada desde los resortes del poder, desde sus mecanismos. Una generación que abandona la idea de lo que podemos llamar cultura analógica para pasar al protagonismo absoluto de la cibercultura. Una generación donde cada vez se esconde más aquello que llamamos conflicto.

Con todo esto, dos puntos de arranque en el análisis: la educación, como el elemento formador de necesidades, y la actitud, que guía o modifica los comportamientos dependiendo de criterios personales.

Estamos asistiendo, como primer elemento de análisis, a la eliminación de las Humanidades en los centros de enseñanza, eliminando con ello, no solo la base del currículo del alumno, sino también cualquier posibilidad de poner sobre la mesa recursos para, entre otras cosas, empezar a preguntarse, sembrar la duda y justificar la respuesta de nuestros jóvenes. Podría parecer que esta condición necesaria del individuo que piensa no es una pieza que sea capaz de mover la máquina del conocimiento. Con todo, las generaciones actuales ya no demandan, no solo estos recursos que no creen necesarios, sino cualquiera de los que aquella oferta cultural analógica estaba programando. Asistimos, pues, a la evolución del concepto de cultura que, cómo no, basa su estrategia en ese otro de demanda, y que obedece, por cuestiones de pura supervivencia, a las necesidad de la sociedad para la que trabaja. El complejo sistema nacido de esta situación aboca al mundo de la cultura a dotarse de medios que sí sean demandados por las nuevas generaciones, asistiendo a una oferta programada en serie que, sea en el ámbito de la cinematografía, la literatura, la música o el teatro, marca los pasos de espectadores en potencia educados en esta nueva catarsis pedagógica, también fruto de eso que llaman la comunidad educativa, que aleja a las Humanidades de los centros de enseñanza, de las casas particulares, de las calles. Asistimos, entonces, al nacimiento de la cibercultura amparada en los términos de inmediatez y anonimato. 

Aquí es donde nace un nuevo proceso, analizado desde el punto de vista del que dota esta posdemocracia, diseñado como conducta por los gobiernos desde los primeros pasos de la educación. Del mismo modo que las luchas de gladiadores pasaron de ser ritos privados a establecerse en los espacios abiertos a la ciudadanía, la cultura del siglo pasado había alcanzado la necesidad de apertura, destacando que su naturaleza ya no era la de dotar de contenido a las élites, sino la de agradar, sin perder la calidad, al mayor número de espectadores y lectores. Democratizar la cultura. Esa es una de las funciones necesarias del proceso de culturización de las sociedades. Pero lo que llamamos cibercultura está llamando a un recorrido de inversión, de macroegoismo, paradójicamente amparado en la idea de información, multiculturalismo e interactividad.

Pero, después de lo analizado, cabe preguntarse con qué elementos de calidad se genera, qué saltos al vacío acomete para llamar la atención del público en general.

No podemos generalizar cuando hablamos de actores culturales, pero la mayoría de espectáculos están destinados a marcar hitos en los ranking de la crítica (con toda la prevención a la hora de utilizar estos conceptos), en los números de taquilla —cantidad frente a calidad—, y en el boca-oreja que, cada vez con más ahínco, mueve a la necesidad. Y es desde aquí es desde donde podemos empezar a entender el sistema que identifica la producción con la demanda. No hablamos ya de espectadores, sino de consumidores. De la cultura analógica de la implicación emocional y física, a la cibercultura como una nueva identidad social.

Ramón Andrés lo dice bien en el magnífico libro Pensar y no caer (Acantilado, 2016) donde, entre otros asuntos, analiza el sistema cultural desde los primeros momentos de implicación en las sociedades, y habla, de manera sucinta, de la necesidad de atacar la difficultas, la estrategia de recreo y, fundamentalmente, de olvido. Ese es el principal bastión de la cultura, aun a pesar de la utilización torticera de las dictaduras más representativas, para acaparar la atención de miles de demandantes, de millones de almas. Pero si hemos seguido el argumento de este artículo, veremos cómo el poder puede llegar a dificultar enormemente esta capacidad, en una suerte de neorreligión, o interpretarla para diseñar resortes de apaciguamiento o, lo que es peor, de ignorancia. La solución a la difficultas podría venir de la mano del fracaso de la sociedad y, como consecuencia, una falsa trasgresión del concepto de cultura que descansa en lo kitsch, en la ocurrencia.

La educación como primera razón a tener en cuenta, pero también, la disolución de la clase media o el adoctrinamiento fomentado por las estructuras neoliberales que desemboca en necesidades mínimas, en actitudes lastradas, las mismas estructuras que llegan a las nuevas generaciones ciberculturales con mucha mayor facilidad. Lo que llega, aquello que se pide, es una suerte de espectáculo de contenido dotado de tres facultades: el esparcimiento del individuo, la identificación con el argumento y, por encima de los otros dos, la diversión institucionalizada alejada del conflicto.

Parémonos un instante, vivamos la quietud suficiente para empezar a analizar qué está pasando en el mundo de la cultura de nuestro país, qué películas son las líderes de taquilla, qué libros son los más vendidos, cuáles de los teatros de nuestras ciudades son los más visitados y con qué espectáculos, qué música entra por los oídos de esta nueva generación posdemocrática. A poco que pasemos el dedo por los resultados empezaremos a saber la verdadera naturaleza de los elementos de nuestra rendición, el armisticio de la gran batalla cultural: en la generación de la posdemocracia, más cibercultura.

*Javier Lorenzo es poeta y crítico literario. Su último libro, Javier LorenzoManual para resistentes (Valparaíso, 2014).

Es la necesidad de parar un instante, ese tiempo lento del que nos dota, en ocasiones, la vida, donde somos capaces de pensar en la acción de las sociedades sobre los individuos, en la relación entre el poder y los ciudadanos, en la cultura y los espacios destinados a hacerla necesaria. Pararnos para analizar con calma la actividad de nuestros creadores, las políticas de nuestros gobiernos, la recepción de los espectadores o lectores de los productos preparados para neutralizar cualquier fracaso, cualquier microbio que fuera capaz de adueñarse de nuestro organismo.

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