"Por una poesía que con la acción de una fuerza elemental da vida al destino y los sueños de un continente".
Un jueves como el de ayer, pero de 1971, es decir, hace medio siglo, el Premio Nobel de Literatura fue concedido a alguien que llevaba tiempo buscándolo con empeño: el chileno Pablo Neruda, al que la Academia Sueca consagraba: "El poeta de la humanidad violentada", dijeron que era.
La ceremonia de entrega tuvo lugar el 10 de diciembre, el premio se lo entregó el rey Gustavo Adolfo VI, y ante tan ilustre parroquia, el laureado proclamó: "Tuve siempre confianza en el hombre. No perdí jamás la esperanza. Por eso, tal vez, he llegado hasta aquí con mi poesía y también con mi bandera". Más aún: "Solo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano".
Eso, la poesía. La prosa… la prosa era otra cosa, como probó en sus memorias Confieso que he vivido, donde rememoró un episodio de sus tiempos de cónsul de Chile en Ceilán, la actual Sri Lanka.
"Una mañana, decidido a todo, la tomé fuertemente de la muñeca y la miré a la cara. No había idioma alguno en que pudiera hablarle. Se dejó conducir por mí sin una sonrisa y pronto estuvo desnuda sobre mi cama".
La persona de la que habla era una joven tamil, de la casta de los intocables, encargada de limpiar sus letrinas.
"El encuentro fue el de un hombre con una estatua. Permaneció todo el tiempo con sus ojos abiertos, impasible. Hacía bien en despreciarme. No se repitió la experiencia".
Las memorias llevaban ya años en librerías y bibliotecas, sin que nadie se escandalizara más de la cuenta, cuando el debate estalló: por fin se empezaba a cuestionar lo que hemos dado en llamar "la cultura de la violación".
Confieso que he cometido actos impuros
Porque sí, hubo un tiempo en el que los escritores consideraron adecuado o, al menos, no inconveniente, ni perjudicial para ellos, perpetuar negro sobre blanco sus miserias.
En España tenemos dos casos paradigmáticos.
El primero, Jaime Gil de Biedma, que en Retrato de un artista en 1956 (que, por voluntad expresa del autor, llegó a librerías tras su muerte) recuperó su encuentro, en un prostíbulo de Manila, con un menor.
"El chiquillo que se ocupó conmigo (dicho sea en jerga barcelonesa de burdel) tenía 12 o 13 años. Ya no recuerdo su cara. Sólo sus calzoncillos lacios, color ala de mosca y desgarrados en la cintura; era lo único que llevaba encima cuando me volví hacia él después de haber cerrado la puerta. Me desnudé".
La experiencia fue frustrante:
"No me importa pagar, pero quiero que me aprecien. (...) Y, además, que los chiquillos no me gustan".
El reproche fue inmediato, y retoña cada vez que el nombre de Gil de Biedma sale a relucir; sobre todo, si reluce en relación con una institución oficial. Así ocurrió hace unos meses, cuando el Instituto Cervantes organizó un homenaje con motivo del 30 aniversario de su muerte. Las reacciones, como siempre, fueron variadas: en un mismo reportaje sobre el acto de reconocimiento, Andrés Trapiello manifestaba su escándalo, no es ético (decía) que las instituciones de un Estado de Derecho apoyen a un miserable, "no se trata de si es un gran escritor, se trata de que es un pederasta y un abusador, y además presume de ello" mientras Sabino Méndez defendía que "el artista no es nada en la valoración de su obra. La obra lo es todo".
El segundo caso notorio es el de Fernando Sánchez Dragó, que contó en Dios los cría:
"En Tokio, un día, me topé con unas lolitas, pero no eran unas lolitas cualesquiera, sino de esas que se visten como zorritas, con los labios pintados, carmín, rímel, tacones, minifalda... Tendrían unos trece años. Subí con ellas y las muy putas se pusieron a turnarse. Mientras una se iba al váter, la otra se me trajinaba".
Podríamos citar aún los diarios de Joan Ferraté, Del desig, o no lejos de nuestras fronteras merece el caso Gabriel Matzneff, el mimado de las letras francesas que lo contó todo en sus libros, y que solo fue reprobado tras la publicación del libro de una de sus presuntas víctimas.
Preguntada hace un tiempo sobre el caso Neruda, Elena Medel declaró: "Yo creo que tenemos que leerle siendo conscientes de que fue un violador, porque igual, si te pones a revisar los datos biográficos del autor, a veces pueden entrar o chocar con tus propias coherencias... Y ahí está la libertad de cada uno de decir: ‘Voy a leerlo sin pensarlo mucho, o no’, pero está bien saberlo. Hay que leer con cierta conciencia para decidir si quieres de verdad seguir leyendo o no". Pero el chileno no nos lo pone fácil…
Una intervención quirúrgica
En su libro La CIA y la guerra fría cultural, que es la historia de un empeño,la historiadora Frances Stonor Saunders explica lo mucho que se hizo para que Neruda, el comunista, no recibiera el Nobel. Entre otras cosas, remitir un documento dirigido a los académicos que "se centraba en la cuestión del compromiso político de Neruda y afirmaba que era ‘imposible disociar al Neruda artista, del Neruda propagandista político’".
Si tal diferenciación es imposible, díganme si es posible segregar al Neruda artista del Neruda abusador. O del mal padre.
A Malva Marina ("vampiresa de 3 kilos", la llamaba), nacida en Madrid, y a su madre, la poeta Hagar Peeters, las abandonó incapaz de asumir la paternidad de una niña enferma; la propia Peeters escribió una novela sobre la tragedia, Malva, que empieza así:
"Mi nacimiento fue como un accidente de tráfico. Me detuve en seco, me quedé atrancada, retenida en un lugar a media vida entre el interior y el exterior del útero, en un túnel negrísimo. Tuvieron que tirar de mí con mucha fuerza para extraerme hacia la luz del día. No es de extrañar considerando el tamaño que tenía mi cabeza ya entonces, aunque su verdadero e imparable crecimiento aún no había empezado."
"Un ser perfectamente ridículo", la definió su padre amantísimo. Y así tituló Flavia Radrigán su obra de teatro (2004) sobre el laureado, una pieza que sacudió conciencias: "Siento que Neruda al igual que muchos talentosos de la historia nos hace preguntarnos si el hecho de la genialidad faculta a algún individuo para cometer impunemente actos deleznables", declaró hace unos días Radrigán, en un reportaje sobre el aniversario del Nobel. "Lamentablemente los únicos que podrían responder a esta pregunta son las víctimas de dicho individuo, pero en el caso de Neruda jamás tendrán tribuna para hacerlo. Y aquí es donde entra a fuego el feminismo que habla por las que ya no están y establece las directrices del cambio. Con las maravillosas feministas de mi país, los Nerudas pasarán por el Bardo miles de años hasta que dejen de reencarnar en oscuridades".
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"Creo advertir en los escritores jóvenes una especie de reacción generacional contra un monstruo sagrado que en general conocen poco y de oídas, y que, sin embargo, no hace muchos decenios fue la más agitada bandera de lucha para otros jóvenes contra la dictadura militar", escribió el investigador Hernán Loyola en Los pecados de Neruda. Ocho capítulos, ocho pecados: el poeta inútil, el poeta machista, el poeta fabulador, el poeta violador, el poeta mal marido, el poeta mal padre, el poeta plagiario, el poeta insolente y el poeta abandonador.
Pecador, pero no arrepentido; como tampoco lo estuvieron los otros aquí citados, ni tantos más que no hemos mencionado. Los episodios mencionados, que son de sobra conocidos, vuelven a la palestra de tanto en tanto. Por ejemplo, si las autoridades proponen rebautizar el aeropuerto de Santiago con su nombre; o si su país recuerda el orgullo colectivo que les embargó cuando los académicos suecos revelaron su nombre… Ahora, el título del poema tantas veces recitado con arrobo, "Me gustas cuando callas", se ha convertido, convenientemente tuneado, en un grito de denuncia: "Neruda, cállate tú".
Pecadores, todos ellos, a los que se puede reprochar su comportamiento porque ellos, creyéndose inmunes, proclamaron sus tropiezos. Qué tiempos.
"Por una poesía que con la acción de una fuerza elemental da vida al destino y los sueños de un continente".