(Comienza Sara Mesa)Sara Mesa
Está lloviendo el día en que empieza a trabajar en el Ministerio. Las gotas, gruesas, caen con pesadez y lentitud. El aire es tibio y electrizante. Ella piensa que es una contrariedad que llueva justo ese día, para estropearle el peinado, y se lo protege con un pañuelo. En el porche del Edificio Redondo se congrega un grupo de personas, con sus paraguas chorreantes y la ropa húmeda. Ella cruza hasta la puerta sin levantar la vista. Se siente íntimamente orgullosa: el Edificio Redondo siempre le pareció atrayente. Por qué razón ese edificio y no otro es algo en lo que ella no piensa. Quizá por su particularidad arquitectónica —la ausencia de esquinas— o por todo lo que se dijo de él en la prensa —desviación de fondos en el proceso de su construcción, presupuestos trucados—. Sea como sea, el Edificio Redondo le da un aire innovador a su vida. Estará bien trabajar en este sitio, piensa, y mira alrededor mientras lo piensa. Desde el ascensor transparente analiza la estructura central de cristal y de acero, y la miríada de pequeños despachos dispuestos en torno al círculo. Su puesto, al que le conduce un viejo ordenanza, está al final del pasillo de la última planta. Departamento de Reclamaciones y Sugerencias, indica en un rótulo. Se fija en que es un rótulo recién puesto, más blanco que los otros. Alguien ha dejado una cajita de bombones en su mesa, junto a una nota de bienvenida. Sin embargo, el recibimiento general es frío: sólo algunos compañeros se levantan brevemente y le dan la mano con premura. Otros se limitan a alzar la vista, murmuran buenos días y continúan mirando sus pantallas, como hipnotizados. Sin duda, piensa ella, no hay aquí tiempo que perder. Son ésas las palabras que piensa: tiempo que perder, no tiempo a secas. Los teléfonos suenan constantemente. Por el largo pasillo se extiende un rumor de pasos apresurados. Ella se sienta en su sillón a esperar. Aún quedan veinte minutos para la hora de la cita. Está inquieta porque sabe que no hay tiempo que perder, y aquellos son, sin duda, minutos perdidos. Desea estar trabajando como todos los demás, lo antes posible.
Cuando llega la hora, el jefe de servicio únicamente le dedica unos instantes. Mientras le habla se atusa los rebordes del bigote y mira hacia los lados. Le dice que están muy esperanzados con la creación del nuevo departamento. No sólo los ciudadanos, sino también todas las auditorías de calidad habían insistido en su necesidad, dice. Bastantes ministerios cuentan con departamentos similares; es una cuenta pendiente que ya está saldada. Espera que lleguen muchas reclamaciones. Espera el éxito inmediato. Ahora su responsabilidad —la responsabilidad de ella, matiza— es grande. Pero no debe asustarse. Es posible que al principio se sienta sobrecargada. Probablemente tendrá un buen volumen de trabajo. La gente es cada vez más exigente con los ministerios. Aunque ya no haya muchos motivos reales para quejarse, la gente se queja. Y luego están los pelmazos que siempre quieren dar su opinión, y lo dice así: pelmazos. O aquellos que quieren dejar sugerencias o simplemente hacerse oír. Más adelante contará con ayuda. Emplearán a más personas. Pero para empezar a rodar confían en ella. ¿Conoce los protocolos de actuación? ¿Los ha leído a fondo? Ella se apresura a contestar. Claro que los conoce. El jefe de servicio levanta sus ojos acuosos, enrojecidos, y hace un gesto con la mano que da a entender que no hay mucho más que explicar. A ella le parece un tipo llevadero. Agradece la atención y se encamina otra vez hacia su mesa.
(Sigue Luis García Montero)
Luis García Montero
Está nevando. Ella mira los copos que caen del cielo con una lentitud hermosa. La luz es mágica e infantil. Se acerca a la ventana, la abre, casi puede meter la cabeza en la nevada. Se siente con derecho a romper la seriedad arenosa de la oficina gracias a la complicidad del cielo blanco. Nieva sobre la ciudad, sobre el Edificio Redondo, sobre la tristeza, sobre los coches aparcados en la acera de enfrente. Cuando empezaron a caer los copos, algunos de sus compañeros se acercaron a la ventana. Un murmullo alteró la rutina burocrática del invierno en el Ministerio, que había resultado la misma rutina del otoño, la misma disciplinada pesadez de la indiferencia y el tiempo que se volcó sobre ella desde la mañana de su llegada. Qué raro, está nevando, dijo Virtudes, después de llamar a María, la rubia que formaba una pandilla de tontas con Julia y Manuela. Sí, de verdad es raro, dijo desde su mesa Antonio, el compañero que se atrevió a regalarle unos bombones de bienvenida el primer día de trabajo y que después no dio un paso más para acercarse. La nieve era tan rara en la ciudad como ella en la oficina, y por eso se puso a imaginar que una bandada de folios y de instancias caía sobre el edificio Redondo, o que una multitud de batas blancas cubría los tejados del Ministerio de Sanidad. Nada tan natural, un poco de imaginación impertinente y batas blancas surgiendo del cielo, miles de folios impreso con las quejas y las sugerencias de la gente dispuesta a protestar, miles de facturas, miles de cigüeñas desorientadas. La nieve era tan rara como ella, así que decidió levantarse, abrir la ventana, meter la cabeza entre la nieve, sentir el frío y esperar a que alguna voz le exigiera que no hiciese más tonterías y que cerrara la nevera antes de que todos los ordenadores se muriesen de pulmonía en vez de morirse de anemia, que es de lo que se mueren los ordenadores. Cierra ya, Rosa, por favor, que no está el tiempo para juegos, gritó Virtudes al minuto y 35 segundos. Lo comprobó en el reloj de la pared, en el reloj que marcaba el tiempo que no debe perderse, el tiempo muerto, el tiempo individual, el tiempo colectivo, el tiempo de los horarios, los desayunos, los cigarros en la puerta, la productividad, los teléfonos y las visitas del jefe. ¿Qué, cómo va eso, se anima el público?, ¿hay sugerencias?, preguntó al día siguiente de su llegada.
No había encajado bien en la oficina. Tuvo mala suerte. La primera noticia para el jefe fue que un grupo muy numeroso de enfermeras y médicas del Hospital de la Esperanza exigían que se tomaran medidas tajantes e inmediatas contra la actitud del doctor Salvatierra. ¿Quién será este cabrón de Salvatierra?, preguntó ella. Tiene en contra a todas las mujeres del Hospital que dirige, anunció después. El doctor Salvatierra es mi marido, así que cuidado, le informó la dulce Marisa, la gran Marisa, la secretaria del jefe, la compañera más popular del Ministerio, la madre de todas las madres, preocupada de la fortuna familiar, laboral y sentimental de la fauna y flora del Ministerio. Mala suerte, el Departamento de Reclamaciones y Sugerencias se convirtió de pronto en el servicio de delaciones y escándalos propios y daños colaterales y desgracias íntimas y secretos desvelados de forma inoportuna… y qué ha hecho la pobre Marisa para merecer esto y cómo nos va a mirar a la cara. Yo no tengo la culpa, pensó Rosa, pero las lluvias del otoño y los fríos del invierno le cayeron encima. Se convirtió en un insecto raro, un bicho peligroso dentro del microclima de la planta quinta el Edificio Redondo.
Un minuto y 35 segundos después de abrir la ventana obedeció a Virtudes y volvió a su pantalla de ordenador. Rosa dedicó media hora a revisar y ordenar quejas y sugerencias sobre el retraso de las citas, el funcionamiento de las urgencias, la falta de camas, el pago de las medicinas, la escasez de médicos y los plazos incomprensibles para las operaciones quirúrgicas graves. Si a la gente se le da la posibilidad de protestar, la gente protesta, ya sea contra las privatizaciones y los recortes del Gobierno, ya sea contra el marido imbécil de la gran Marisa. ¿Y qué culpa tengo yo?, se preguntó Rosa antes de saltar a su correo electrónico. No fue un reencuentro sencillo con la intimidad. Allí esperaba un mensaje raro, tan raro como la nieve que seguía cayendo sobre la la calle y sobre el Edificio Redondo: Hola, sé que te llamas Rosa, te he visto abrir la ventana y sacar la cabeza hace un momento. Yo trabajo en el edificio de enfrente. Soy aficionado a las novelas con historias raras y a los prismáticos.
(Sigue Piedad Bonnett)Piedad Bonnett
Ahora, mientras espera el autobús sintiendo sobre su cara las ráfagas de un viento implacable, Rosa ha vuelto a pensar en aquel mensaje. ¿Quién sería el bromista? Porque sólo un bromista puede haberle escrito esa tontería. Alguien de su misma oficina, sin duda. Repasa mentalmente los puestos de sus compañeros de trabajo. No cree que haya sido Antonio, que después de tener aquel gesto galante de la caja de bombones no ha intercambiado con ella ni dos palabras. Es un buen chico, y hasta guapo a pesar de sus lentes de miope, pero tan serio y reservado que no lo cree capaz de esa audacia. Aunque con la gente uno siempre puede engañarse. Lo sabe muy bien ella, que después de una relación cibernética de tres meses con un chico residenciado en Canadá, fue descubriendo en él un montón de rasgos psicopáticos. Era tan guapo y tan dulce, y médico, según decía. Pero tanta belleza escondía un alma asquerosa. Ufff, un golpe duro, porque ya empezaba a enamorarse, y hasta una selfie un poquito comprometedora le había enviado. ¿Y si el del mensaje fuera Manolo, el gordo de Autorizaciones? La verdad es que se ve un poco libidinoso y que lo ha pillado mirándole las piernas a Julia, que por cierto usa unas faldas bastante descaradas, pero el mensaje es demasiado sugestivo y fino para venir de alguien que parece tan elemental… Soy aficionado a las novelas con historias raras y a los prismáticos. Allí, al borde de la calle donde la nieve empieza a derretirse y a volverse fango, Rosa sonríe como quien recuerda una picardía. A su mente ha venido la escena de una película de Hitchcok que vio alguna vez en la tele, pero cuyo nombre no recuerda, donde un hombre con una pierna enyesada espía a su vecino con unos binóculos. Pero la sonrisa de repente se le convierte en un gesto contrariado. ¿Y si fuera un mal chiste de una de las chicas, o de todas, y ahora están riéndose de ella en algún bar cercano? ¿O tal vez la dulce venganza de la horrible Marisa, que parece tan mansa y sin duda es una atropelladora como su marido, ese tal Salvatierra? Este pensamiento la perturba de tal modo que siente una ligera náusea. Pero ya está ahí el autobús y Rosa sube y se acomoda en una ventanilla. Desde donde está, puede ver, ya alejándose, la mole iluminada que queda frente al Edificio Redondo, sus innumerables ventanas iluminadas.
Su madre la ha criticado muchas veces por lo que llama "su negativismo". En sus llamadas siempre le aconseja que se cuide de los peligros de la ciudad, que dé gracias a Dios por su nuevo trabajo, y le pregunta invariablemente si se está alimentando bien. Y luego, como si nada, desliza su taimado "¿Ya tienes amigos?". Sabe bien Rosa lo que quiere indagar su madre, que habría querido verla casada y llena de niños y viviendo en aquel pueblo donde nunca pasa nada. Pero a lo mejor su madre tiene razón, y tal vez ese mensaje no sea una burla sino un guiño de ojos de alguien que la encuentra atractiva y que por eso la ha estado espiando en estas tres semanas. Alguien que ha averiguado su nombre discretamente con un compañero de trabajo, y que se ha decidido a dar un primer paso después de verla asomar por la ventana, mientras la nieve caía sobre su cabeza como en una postal navideña. Cediendo a un impulso, con el corazón acelerado, Rosa llama a su amiga Celia, que a esta hora debe estar ya en casa. En efecto, allá está ya Celia, que contesta con ese tono siempre alegre que tan odioso le resulta a Rosa cuando está en sus días grises. Pero como ahora está felizmente excitada, procede a contarle a su amiga, palabra por palabra, lo que ha leído en el mensaje. Al otro lado de la línea se hace un extraño silencio. Luego la voz de Celia se escucha, pero no ya en el mismo tono eufórico, sino como la de alguien ligeramente asmático:
— Madre mía.
— ¿Madre mía qué?—, replica Rosa, impaciente. —¿Qué te extraña?
— Pues que eso suena a una amenaza, Rosa, ¿no te das cuenta? No es que quiera asustarte, pero eso de un tipo con prismáticos al que le gustan las novelas donde pasan cosas extrañas me suena a asesino en serie. Creo que tendrías que avisar a la policía.
Aquello le ha caído a Rosa como un baldado de agua fría. Sin duda su amiga ha visto muchas series policiacas, o ha estado leyendo literatura de pacotilla donde tipos siniestros persiguen prostitutas para matarlas. Pero el autobús se acerca ya a su parada, de modo que Rosa le dice que la llama más tarde, cuando llegue a su casa, para que hablen de esto con tranquilidad. Ya en la acera, no resiste volver a mirar su correo en el móvil. Lo abre con el corazón acelerado, como si de pronto la vida le hubiera cambiado por completo, como si ya ella nunca pudiera volver a ser la chica tranquila y un poco resignada a la soledad que era antes de entrar al Edificio Redondo.
(Cerrará el relato Jorge Galán)
Jorge Galán
(Comienza Sara Mesa)Sara Mesa