(Comienza Beatriz Rodríguez.)Beatriz Rodríguez
Cuando era niña su madre la llamaba reina, por eso Purita nunca se ha dirigido a Martín como "príncipe", sino como "rey", y cuando se separó del padre de Martín pasó al posesivo "mi rey". Martín mi rey duerme con mamá, se ducha con mamá, juega con mamá y ve la tele con mamá. Para su octavo cumpleaños mamá le está preparando una fiesta con dos tartas y una piñata que imita a las auténticas mejicanas y a la que van a venir sus mejores amigos, algunos de sus primos, sus tíos y abuelos y el nuevo novio de Mamá, Leo.
Martín mi rey piensa que Leo es simpático y que, aunque no es tan fuerte como su padre, juega muy bien al fútbol y siempre le dice que sí a todo.
El día de su cumpleaños Purita le explica que esa noche Leo va a dormir en casa, pero este no se lo toma demasiado bien. Tal vez deberían haber elegido otro día, comentan Purita y Leo, pero como ya se lo han dicho al niño, es mejor no desdecirse, así entiende que las decisiones de los mayores están por encima de las de los pequeños. Sin embargo, Leo no cree que esto haya sido una decisión de los mayores, sino algo que ha hecho Purita cuando ha creído conveniente.
Después del cumpleaños los tres están agotados. Como siempre ocurre, muchos padres han tomado la fiesta como una tarde de recreo para ellos, y han abandonado allí a sus hijos como si Purita fuese la canguro del fin de semana, pero gratis. No logra entender cómo algunos padres son tan desprendidos, ella daría lo que fuera por estar cada segundo del día con Martín mi rey.
Leo ha pasado el suficiente tiempo con Purita y con Martín como para saber la relación tan fuerte que tienen madre e hijo, y a veces se pregunta si el niño no será ya algo mayor para seguir durmiendo con su madre. Él tuvo un padre autoritario y una madre pusilánime, así que nunca le dejaron meterse en la cama con ellos. Leo piensa en el otro tema que le preocupa mientras desde una esquina del sofá observa cómo Martín mi rey, se desparrama sobre el cuerpo de Purita. A veces a esta le queda una mano libre, y con un poco de lástima, extiende los dedos para acariciar a Leo, que desde la periferia afectiva los roza con el mismo deseo con el que le gustaría estar tocando sus senos o su trasero.
La noche pasa más o menos tranquila. Leo le ha contado un cuento a Martín mi rey y a este le ha parecido muy divertido cómo el novio de mamá imitaba la voz ronca del lobo, sin embargo para dormir la necesita a ella, más esa noche en la que ya le han explicado que no va a poder irse a su habitación si tiene miedo, como hace habitualmente. Esto le produce un poco de ansiedad, así que Purita se mete en su cama con su hijo hasta que se queda dormido, mientras su novio la espera en el cuarto de al lado.
Leo piensa en el pobre Martín, siente que le está quitando su espacio, y probablemente el pequeño opina lo mismo de él. Los dos están algo tristes por la situación, pero desean tanto estar con Purita que siempre se muestran contentos y divertidos delante de ella.
Su novia entra en la habitación y se mete en la cama. El camisón tiene una pequeña lazada en el escote y cuando se lo desabrocha, Leo se excita y le hace el amor sin pensar que tal vez Martín no está todavía dormido. Purita sabe que no hay peligro, por eso se deja hacer y disfruta de tenerlos por fin a los dos bajo el mismo techo.
Los tres duermen bien, pero por la mañana Leo se despierta con los pucheros de Martín mi rey, que a veces se entrelazan con una risita nerviosa, y no sabe si el niño está triste o está alegre. El ruido proviene del cuarto de baño, la puerta está abierta, así que solo tiene que asomarse para ver a Purita recién salida de la ducha. Está desnuda y tiene la cabeza boca abajo, con una toalla pequeña se seca el pelo mientras Martín mi rey hace pipí sentado y extiende la mano para tocarle a su madre la teta izquierda.
(Sigue Michelle Roche Rodríguez.)Michelle Roche Rodríguez
La imagen perturba a Leo. Algo como un conato de celos arde en su pecho. ¿No podía el pequeño sátiro esperar a que él saliera de casa para toquetear a su madre? Vuelve al cuarto y se sienta sobre la cama. Lleva los pantalones de la pijama, pero no la camisa. No es un hombre alto y los ruedos le cubren la mitad de los pies. Se fija en esta pequeña imperfección suya mientras se pregunta si Martín mi rey lo hizo a propósito. Es probable que hubiera notado su presencia mirando por el rabillo del ojo hacia la puerta y que hubiera decidido marcar su territorio frente al intruso. Pero no puede estar seguro y le parece una exageración reaccionar de alguna manera ante un gesto de familiaridad como ese. Un rictus de desaprobación se instala en su boca.
—¿Qué te pasa? —pregunta Purita.
Acaba de salir del cuarto de baño envuelta en un paño y con un turbante, de paño también, sobre la cabeza.
Leo no tiene tiempo de responderle alguna evasiva porque de inmediato aparece Martín mi rey corriendo por toda la habitación con las manos extendidas en cruz y haciendo el escándalo de un Boeing 747 cuando acaba de despegar y remonta el vuelo. El niño es fanático de los aviones, al punto de tener flotas enteras de las aerolíneas comerciales, y de reconocer de oído la diferencia entre las aeronaves ligeras, de carga o de pasajeros. Pero no sabe llegar al cielo y se estrella de cabeza contra la almohada que está al lado de Leo. Martín mi rey se ríe a carcajadas y mira la seriedad del novio de su madre con el ojo izquierdo, pues el derecho permanece sepultado en la almohada. Se pregunta por qué le ha quedado esa cara amarrada y le da una pequeña patadita para llamar su atención.
El gesto le ha hecho menos gracia a Leo que la imagen de la pequeña mano sobre la teta izquierda de su novia. Pero improvisa una sonrisa. Sabe muy bien que no tiene caso reñir al niño en frente de Purita porque ella tiene la costumbre de minimizar las acciones del hijo y desautorizar a Leo. Si antes sintió lástima por Martín porque podía pensar que le estaba quitando su espacio, ahora lo mira con cautela. Es el niño quien le quita el suyo.
Purita da palmadas en el aire para celebrar la ocurrencia de Martín mi rey y va sentarse entre sus dos amores. La piernita con que el pequeño ha tocado a Leo queda ahora sobre su regazo y ella recuesta la cabeza sobre el hombro de su novio. Leo mira cómo las manos de ella acarician la pierna del otro y siente que hay algo avieso en esa imagen. Una mujer entre dos hombres, aunque uno de ellos sea su hijo. No puede dejar de pensar en que Purita no lleva ropa debajo del paño y que cualquier movimiento brusco con esa pierna inquieta puede dejarla desnuda.
Leo se levanta como un resorte de la cama. Dice que va a preparar el desayuno. De camino a la cocina piensa en que fue precipitado que pasara la noche allí. Quizá la semana que viene hubiera sido mejor. Es puente del día del padre y Martín mi rey lo pasará con el exesposo de Purita. Se pregunta a quién se le ocurrió celebrar a los padres el día de san José. El pobre anciano no era más que parte del decorado en la historia donde los protagonistas eran el Niño Jesús y su madre. Cuando quiebra el primer huevo contra el sartén sonríe para sus adentros pensando en que Purita es unos meses mayor que él: por lo menos no es un anciano.
Arriba, la pareja ha terminado de vestirse. Purita peina a Martín mi rey que planea con uno de sus avioncitos de juguete. Como es domingo irán al parque de atracciones. Le han prometido al niño que puede montarse en Las Sillas Voladoras, un carrusel que se eleva mientras hace girar por el aire, en desorden, un montón de sillas. Le asusta un poco la atracción, pero en cuanto Leo la propuso el niño no hizo más que celebrarla. Luego le propondrá a su hijo que monte en un simulador o algo donde no necesite supervisión adulta y ella aprovechará para hablar con Leo. No se le escapa su cambio de humor y cree que lo mejor es que lo conversen.
(Continúa Pilar Adón.)Pilar Adón
También Leo cree que ha llegado el momento de tener una conversación con ella. Esa dependencia, esa manera de actuar, esa tolerancia extrema… Entenderá que el niño está muy sensible por la separación de los padres. Entenderá cualquier explicación propia de un alumno de primero de psicología, aderezada con algún tecnicismo, en la que se le haga ver que los cambios de residencia, la posible sensación de culpabilidad y, lo más grave de todo, la introducción de una nueva pareja en la esfera del padre o de la madre, son situaciones que pueden alterar la conducta del menor, y más con la edad de mi rey. Leo lo entenderá todo y por eso, para evitar aquel dolor, para evitar cualquier riesgo futuro, propondrá un cambio en la educación de Martín, y que mi rey entre en un centro bilingüe del que ha oído maravillas y que está situado en las afueras. Allí vivirá en un entorno estable, con magníficos profesores, y podrá salir en Semana Santa, en verano y Navidad. Además, ella podrá visitarle cuando quiera. Naturalmente, la entrada no será durante este curso, al fin y al cabo estaban en marzo, sino a partir de septiembre.
En cualquier caso, tendrían que hacer la matrícula con cierta urgencia porque un lugar tan perfecto como ese se queda enseguida sin plazas. Y estaba seguro de que al padre le parecería bien.
De todo esto quería hablar con Purita en cuanto pudieran sentarse un rato con calma, sin la presencia avasalladora del niño que, en el coche, de camino al parque de atracciones, se había mostrado especialmente insoportable con sus sonidos de avioncitos que despegan, aterrizan, despegan, y que ya en el parking, después de haberse puesto el abrigo, le había dado otra de sus patadas, con la excusa, esta vez, de ir a atrapar el avión que parecía habérsele escapado de las manos, antes de que cayera al suelo.
Purita sonrió. Qué maravilla que sus chicos se llevaran tan bien. Podían seguir jugando mientras ella se encargaba de ir a comprar las entradas, y así hablaban de sus cosas. "De sus secretos", fue la expresión exacta. De modo que iban a quedarse solos.
Martín elevó la mirada para dejarla fija en Leo, mientras Purita se dirigía a las taquillas. Aunque los otros padres y los otros hijos, las parejas que llegaban y descendían de los coches, como acababan de hacer ellos, pensaran que su realidad era la misma, que compartían una idéntica vocación de familia y que había amor y confianza en aquella mirada de niño que se clavaba en los ojos de un adulto, lo cierto era que no existía ni una pizca de cariño, ni siquiera de simpatía, en la expresión de mi rey. Había inteligencia, incluso descaro, pero no afecto.
Leo se sintió forzado a decir algo:
—Yo quiero a tu madre —fue lo que se le ocurrió. Y al instante, como si cayera en la cuenta de que estaba hablando con un niño, le guiño un ojo, momento en que se sintió más estúpido aún.
—Yo la quería antes que tú.
—Pero yo la quiero de otra manera. Los adultos se quieren de forma diferente a como quieren los niños. Y tu madre necesita que la quieran como yo. Deberías pensar un poco en ella.
—Yo la puedo querer de todas las maneras. También como tú.
—Eso es imposible. —Nunca resulta cómodo sostener la mirada de alguien a quien se sabe que, de una manera u otra, se va a traicionar. Y menos si ese alguien es un niño. Pero Martín no dejaba de mirarle, así que Leo siguió hablando—: No me entiendes.
—Claro que sí —dijo Martín—. Yo lo entiendo todo.
Leo tuvo que volver a pensar que era sólo un niño. Mi rey era un crío y él podría reírse en su cara y decirle que se dejara de memeces. Estaba con un niño pequeño que tendría que obedecerle. Pero ahí venía Purita, mostrando las entradas como si acabara de ganar un trofeo, y se giraron los dos hacia ella para observarla. Cada uno a su manera. En posición de ataque.
(Cierra Almudena Grandes.)
En el último momento, le dio una entrada a cada uno y se apartó a un lado.
—Pero… —Leo miró el papelito que tenía en la mano, luego a Purita—. ¿Tú no vas a subir a la noria con nosotros?
Ella negó despacio con la cabeza sin dejar de sonreír.
—Es que a veces me mareo en estos cacharros, y hoy tengo la sensación…
—Lo prometiste, mamá —Martín la miró con una expresión airada impropia de los ocho años que acababa de cumplir, pero se corrigió enseguida—. ¡Lo prometiste! —y en el tono quejoso de su voz, retrocedió hasta los siete—. ¡Lo prometiste, lo prometiste, lo prometiste! —volvió a tener seis, cinco, cuatro años, mientras el llanto crecía al mismo ritmo que las repeticiones—. Tú me lo prometiste —y al conquistar los tres, se tiró al suelo.
—Pero, mi rey —Purita se arrodilló a su lado, le acunó como a un bebé, le besó en la cabeza muchas veces—, ¿tú quieres que mamá se ponga enferma? ¿Quieres que me maree, y que vomite, y que nos tengamos que ir a casa? —esa perspectiva, toda una amenaza pese a la empalagosa dulzura que empapaba como un almíbar la voz de la que procedía, devolvió la tranquilidad al niño—. Si yo pudiera, me montaría en la noria con vosotros, ya lo sabes, mi rey, mi amor, mi vida, con lo que yo te quiero… ¡Me encantaría, de verdad!
En ese instante, al margen una vez más de cuánto sucede, Leo supo lo que tenía que hacer. Se visualizó perfectamente a sí mismo girando sobre sus talones, contempló su espalda, sus piernas alejándose deprisa de la insoportable escenificación de ese amor malsano que ya había empezado a asfixiarle, a acaparar todo el aire disponible a su alrededor, como si excluirle no fuera bastante. Leo comprendió que lo que tenía que hacer era irse porque, de repente, perder a Purita le pareció un precio razonable a cambio de no volver a ver a su rey en su vida, y sin embargo no se movió del sitio.
Después se preguntaría muchas veces por qué se quedó. Quizás porque Martín era, al fin y al cabo, un niño de ocho años que sonrió mientras le agarraba de la mano con una expresión de candor auténtico. Quizás, porque al mirar a Purita desde arriba, los muslos tensos por el esfuerzo de levantarse, el canalillo a la vista, perfectamente enmarcado por el encaje que bordeaba el sujetador, ya no estuvo tan seguro de que perderla fuera un buen negocio. Seguramente, porque siempre tenía miedo de hacer el ridículo y presintió que la huida se lo garantizaba. Después se lo preguntaría muchas veces, pero en aquel momento, apretó la mano del crío con la suya y se puso en la cola de la noria, simplemente.
Cuando subieron a la cabina, Purita movió enérgicamente la mano en el aire, mientras le pedía a gritos que asegurara bien al rey. Cuando la noria se puso en movimiento volvieron a verla, a escucharla. Cuando llegaron arriba, fueron ellos quienes la saludaron con las manos para que ella les respondiera de la misma manera. Luego dejaron de verla.
—¿Y mamá? —preguntó su rey al completar la primera vuelta—. ¿Dónde está mamá?
—Habrá ido a comprar algo —respondió Leo—. Entradas para otra atracción, o palomitas, o algo de beber.
Pero Purita no volvió. Al bajar de la noria, la buscaron por todas partes y no la encontraron. La llamaron al móvil docenas de veces para escuchar siempre que estaba apagado. Fueron a las oficinas del parque y escucharon en vano su nombre por la megafonía del recinto. Cuando Leo estaba a punto de llamar a la policía, su teléfono vibró.
Hazle una tortilla francesa para cenar, decía el mensaje, y que se acueste pronto. Yo ya no puedo más.
Martín, su rey, lloró un poco en el taxi. Luego, cuando Leo propuso pedir una pizza para cenar en el sofá, viendo una película de Spiderman, llevó su propia bandeja al salón, se comió todo lo que le puso en el plato y se quedó dormido, la cabeza apoyada en el hombro de Leo, sin decir ni mú.
*Beatriz Rodríguez es escritora. Su último libro, Beatriz RodríguezCuando éramos ángeles (Seix Barral, 2016).
*Michelle Roche Rodríguez es escritora. Su último libro, Michelle Roche RodríguezGente decente (Musa a las 9, 2017).
*Pilar Adón es escritora. Su último libro, Pilar AdónLa vida sumergida(Galaxia Gutenberg, 2017).*Almudena Grandes es escritora. Su último libro,
Almudena GrandesLos pacientes del doctor García (Tusquets, 2017).
(Comienza Beatriz Rodríguez.)Beatriz Rodríguez