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Selva Almada: la novela como reloj de agua

Una voz sugestiva y un ritmo pausado que evocan el rodar de un río o el lento goteo del tiempo en la clepsidra. Eso es lo primero que nos atrapa al entrar en No es un río (Literatura Random House), la última novela de Selva Almada (Entre Ríos, Argentina, 1973), en cuya primera escena tres hombres —Enero, el Negro y el joven Tilo— permanecen en una barca, concentrados en la pesca de una raya que finalmente logran atrapar. Ese momento inicial podría tal vez evocarnos ciertos clásicos de Hemingway o de Jerome K. Jerome, pero nada que ver con el rumbo que toma el libro a partir de ese momento. La cotidianidad que se desliza por sus páginas va a construir una escalada de tensión de consecuencias inesperadas: el río que navegan esos amigos, la isla donde acampan o la enorme raya de cien kilos capturada se van convirtiendo en otra cosa, en inquietantes entidades simbólicas sugeridas por la parquedad, los silencios, la inteligencia y el aliento poético con que la autora articula toda la obra.

Selva Almada dio sus primeros pasos en la poesía y el cuento, y después se ha dedicado a la novela: esta es la tercera que publica, tras las celebradas El viento que arrasa (2012) y Ladrilleros (2013). En sus páginas domina una ausencia de artificio que se hace seña de identidad, y que se suma al don de mostrar la realidad como algo vívido y casi tangible. Así, por ejemplo, en la escena inicial de Chicas muertas (2014) —una non-fiction sobre la violencia contra las mujeres— donde la narradora despierta en su cama tocando con los pies unos bultos viscosos que resultan ser las crías paridas por su gata esa misma noche.

En el caso de No es un río, la historia relatada va alzando el vuelo desde una realidad concreta hacia otra que roza lo fantástico, envuelta en una neblina que anuda y desanuda los hilos de la lógica. Tilo es el hijo de Eusebio, que es también el Ahogado, el amigo cuya muerte soñó Enero muchas veces como una profecía, sin imaginar que sería él el protagonista de ese sueño. La iniciativa de esa excursión con el muchacho es una manera de recordar los tiempos en que iban de pesca con su padre, un modo de regresar al pasado y a esa larga amistad que se remonta a la infancia, aunque el río y la isla parecen poco hospitalarios con los intrusos.

Al avanzar el relato iremos conociendo nuevos personajes, siempre de esa manera fenoménica, sin caracterizaciones ni detallismos descriptivos. Sabremos por ejemplo que Enero es hijo de Delia —“vieja zorra” y “vieja chota”–, y que el Negro es huérfano y vive con sus hermanas, y también que Eusebio tuvo una relación tormentosa con la madre de Tilo, Diana, la amiga de Marisa. Sabremos además que en la isla hay un rancherío con calles de arena y misérrimas casas de zinc, donde viven los pescadores y también la incendiaria Siomara, su amiga Marita y sus hijas Mariela y Lucy, que tienen melenas negras como plumas de tordo y cuerpos que huelen a pasto recién cortado. Y en ambos espacios, el alcohol y la humedad van dando a todo una apariencia de reverbero de agua, de espejismo, de fantasmagoría.

Casi sin darnos cuenta, nos vemos inmersos en una realidad hecha de río y sombra, de frío y muerte, donde van emergiendo, silenciosas y elocuentes, figuraciones antiguas que rondan al trasmundo, como la luna (Diana y Delia la representan inevitables desde una larga tradición) o el agua (Mariela, Siomara, Marisa y Marita contienen el mar en sus sílabas). Y qué decir de ese río sin nombre —tal vez el Paraná— por el que una barca nos lleva a la isla: basta una conocida imagen de Arnold Böcklin para recordarnos desde ahí las aguas estigias. Y está ese pez gigante colgado de un árbol, como en un ritual de la memoria. Como si pudiera atrapar el tiempo pasado, y recuperar el cuerpo del amigo perdido en esas aguas. Pero su olor a barro y a muerte obsede tanto a su captor que decide deshacerse de él, devolviéndolo al río, y atentando así contra las leyes de ese mundo sagrado, de esa armonía donde todo importa, desde los árboles hasta el último insecto.

“No es un río, es este río”, leemos. Y del mismo modo: “No era una raya. Era esa raya. Una bicha hermosa toda desplegada en el barro del fondo, habrá brillado blanca como una novia en la profundidad sin luz. Echada en el limo o planeando con sus tules, magnolia del agua, buscando comida, persiguiendo la transparencia de las larvas, las esqueléticas raíces”. Y ahora la raya está muerta, para nada, porque sí. El altar natural, profanado ante la mirada del otro. De una otredad integrada por gente humilde de raíces primigenias, de pueblos originarios para los que la naturaleza sigue siendo una madre a la que pertenecemos, y no un bien que nos pertenece. Un mundo donde es un crimen destruir la vida inútilmente. Porque cada yarará es la yarará, cada cuis es este cuis, como el río es este río y tiene la fuerza secreta de los dioses antiguos —imposible no recordar aquí Los ríos profundos de José María Arguedas—. Todo importa, todo es esencial. Los hombres de la isla saben el nombre de cada pájaro, de cada árbol. Saben dónde pisar para no molestar a las culebras. Y defienden ese sagrario, que es infierno y trampa también. “Váyanse ustedes que pueden”, dice Mariela a los visitantes.

La novela nos habla de una historia concreta y local, pero la sabia construcción de Almada le otorga universalidad. Su condición ambigua la acerca a la poesía, y también a una modalidad del gótico que con sutiles vueltas de tuerca atenta contra las leyes de la lógica. Como lo hizo por ejemplo, en su imposible continuidad de los parques, Julio Cortázar, un autor evocado además en esas “babas del diablo” que se nombran aquí más de una vez —porque “el diablo no vive en la isla, viene cruzando el río”—. O como lo hace Borges con su poética de la perplejidad, que a veces nos ofrece un final, y acto seguido, otro que también pudo suceder. O como Elena Garro en ese momento climático de Los recuerdos del porvenir donde se burlan las leyes del tiempo y el espacio. Todos ellos incurren en las estrategias de lo fantástico, un género que impugna la razón y explora allí donde la ciencia no llega. Y que, más allá de la célebre condena a muerte de Todorov, parece cargarse de motivos en un tiempo como el nuestro, donde lo siniestro necesita un idioma propio para ser nombrado, y puede anidar en las elipsis: “Tiene miedo. Le parece que algo los sigue y por más que gira la cabeza sobre su hombro no puede ver más que monte”.

Los personajes de No es un río intercambian escasas palabras que quedan suspendidas en el aire, vibrando por un instante, mínimas, austeras y exactas. Esas palabras están rodeadas de silencios que hablan del vacío y también de la ausencia, y por sus rendijas se cuela la amenaza de lo desconocido, mientras el agua y el monte respiran, vigilantes. El estilo terso y desnudo de Almada, libre de preciosismos y retóricas, y también del abuso de lo vulgar, recoge el habla popular —sencilla, breve y despojada—, e incluye destellos poéticos en un mundo donde el aire tiembla lleno de avispas y los peces se remueven como mariposas.

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Nos hallamos de nuevo ante un gran libro de Selva Almada, al que cabe hacerle una crítica que no tiene que ver con el texto, sino con esa imagen peregrina que la editorial ha elegido para la cubierta, y que aparta el foco de las palabras enigmáticas del título: No es un río. Una novela que nos envuelve y nos atrapa con su red de voces y momentos, espejeante como el reverbero del río, con sus destellos, fragmentos, ecos y visiones. Un río que es ruta hacia lo ignoto, y que avanza sobre otra ruta, que es una carretera ciega y subterránea. Un río de agua turbia, oscura como la brea y la tinta, densa y repugnante, que guarece los cráneos babosos y los rostros carcomidos de sus ahogados. Un libro que habla de la amistad, las relaciones filiales y la traición. Y también del destino y el paso del tiempo, y de lo siniestro y el horror a la muerte. También de la ausencia y la nostalgia, y de la verdad de los sueños. “A veces los sueños son ecos del futuro”, dice el curandero, a quien la videncia no le basta para llegar a tiempo de intervenir en los acontecimientos. Una historia donde alguien sueña con un ahogado y alguien sueña con un accidente. La realidad y los sueños se confunden. Pero la violencia es real, mientras los recuerdos la rodean vibrando como los insectos de la isla.

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Selena Millares es escritora.

Una voz sugestiva y un ritmo pausado que evocan el rodar de un río o el lento goteo del tiempo en la clepsidra. Eso es lo primero que nos atrapa al entrar en No es un río (Literatura Random House), la última novela de Selva Almada (Entre Ríos, Argentina, 1973), en cuya primera escena tres hombres —Enero, el Negro y el joven Tilo— permanecen en una barca, concentrados en la pesca de una raya que finalmente logran atrapar. Ese momento inicial podría tal vez evocarnos ciertos clásicos de Hemingway o de Jerome K. Jerome, pero nada que ver con el rumbo que toma el libro a partir de ese momento. La cotidianidad que se desliza por sus páginas va a construir una escalada de tensión de consecuencias inesperadas: el río que navegan esos amigos, la isla donde acampan o la enorme raya de cien kilos capturada se van convirtiendo en otra cosa, en inquietantes entidades simbólicas sugeridas por la parquedad, los silencios, la inteligencia y el aliento poético con que la autora articula toda la obra.

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