Un libro puede contribuir a cambiar la vida personal, a romper la soledad de las cosas soportadas y soterradas, a pensarse de manera distinta. Hacer que lo indecible salga a la luz es un asunto político
Leer es una vocación que me creció menos en el cerebro que en las tripas. Así encaro los libros que se amontonan en casa desde hace mucho tiempo. Antes de ese tiempo no hubo nada. Y mucho menos, libros. En las casas de la derrota, sobre todo en los pueblos pequeños como el mío, los alimentos básicos eran el miedo y el silencio. Tanta obsesión ahora con lo de tergiversar la historia. La historia es la que es. Y en este país, la dictadura franquista nos dejó con el hambre en la boca: unas pocas lentejas y la mudez, como en las películas de Buster Keaton y Charlot. Poco a poco fueron creciendo los libros en la casa desde donde escribo, y también habían ido creciendo en las que viví antes de regresar a Gestalgar, mi pequeño pueblo del monte, hace casi veinte años. Aquí vivo, lejos de todo. Leo como escribo. A solas. Sin más consejo que el de los amigos. Leer, lo mismo que escribir, es un oficio solitario, como el corazón que contaba Carson McCullers. Como solitaria me imaginé siempre a una mujer que se llamaba de verdad Christa Päffgen, pero a la que conocíamos con el nombre de Nico.
Nico. La mujer rubia y un caballo blanco. Un anuncio de coñac: "Terry me va". Éramos jóvenes. Luego, esa mujer sería una cantante famosa. Con el mítico grupo The Velvet Underground en la Factoría de Andy Warhol. Ya volando por su cuenta, me dejó en el sitio su escalofriante versión de The End, el éxito de los Doors. Una noche de hace siglos la vi en un local de València cuyo nombre no recuerdo. Se cansó pronto y se fue del escenario al poco rato. Vivía en Ibiza, un día de verano se cayó de la bicicleta y murió en un hospital. Era 1988 y tenía 49 años. Leí la biografía del 95 que publicó Richard Witts. Ahora sale otra. Con muchos testimonios. Como toca cuando hablamos de testimonios: se contradicen unos a otros. Normal. Cada cual recuerda a su manera. La ha escrito una periodista, Jennifer Otter Bickerdike. Con You are beautiful & You are alone intenta salirse del mito. No sé por qué. Los mitos son los mitos. Y Nico lo seguirá siendo, a pesar de sus derrotas. O precisamente por eso mismo. "Terry me va": hasta Vázquez Montalbán le dedicó un poema. Siempre junté en mis adicciones a Nico y Marianne Faithfull. Este libro me ha recordado sus vidas tantas veces parecidas. Mujeres solas, aunque estuvieran siempre rodeadas de gente. Pero hay más músicas además de la de Nico y la Velvet. La de los tiros por las calles de Málaga en enero de 1918. Las mujeres que protestan porque los alimentos básicos como el pan se suben a la parra de lo imposible para la gente trabajadora. En estas páginas de infoLibre, David Gallardo hablaba de ellas hace unas semanas: una crónica espléndida para conocerlas de cerca. Una lucha que se extiende por toda España. Mujeres asesinadas, una multitud de heridos. La Guardia Civil se pone las botas. Un pequeño libro que el malagueño Ateneo Libertario el Acebuche ha puesto en circulación para que no se nos seque la memoria: Mujeres en lucha. La revuelta de las faeneras. Málaga, 1918. Pequeña joya literaria e histórica que ha escrito Raquel Zugasti Villar. Al final, las ilustraciones de Manolito Rastamán añaden más vida a la que ya se vive intensamente en estas páginas. Dicen que la clase obrera ya no existe, que empezaron a acabar con ella el seiscientos y los bikinis suecos. Pues yo veo a todas horas gentes que son pura y dura clase obrera. Pero igual me turbaron tanto las novelas de Concha Alós que perdí el sentido de la orientación y veo clase obrera por todas partes menos por una, la de siempre, la que explota precisamente a la clase obrera. Soy un fan insobornable de esa mujer y de lo que escribe. De lo que escribió antes de morirse en 2011. No hace mucho salió El caballo rojo. Las huidas provocadas por la guerra civil española. Vivir en la miseria y con el miedo. Escritora imprescindible en los años sesenta del pasado siglo, desapareció cuando el canon (siempre tan de hombres) negó la escritura de las mujeres de esa generación. Y por mucho que lo siga negando ese canon, la escritura de Concha Alós sigue siendo eso: imprescindible. Terrible. Oscura. Tan personal y turbadora (aunque se parezcan poco) como la que encabeza el párrafo siguiente.
De puertas abiertas
Otra mujer que en un momento de su vida (de sus vidas) opta por la soledad. Tengo aquí las mil páginas (exactamente 1.251: imposible de leer en la cama) que llena Patricia Highsmith con Diarios y Cuadernos. 1941-1995. Cómo crecen y cambian ella misma y su escritura con el paso de los años. No se enrolla, es escueta. Me gusta seguramente por eso. Es muy joven, casi una adolescente, cuando se patea los bares del Village neoyorquino. Come, folla sin parar siempre con mujeres, duerme poco, a veces se enamora locamente, siempre de mujeres, se compra una casa para el retiro que parece un bunker antinuclear. Al final, se vuelve racista y antisemita. La vida da muchas vueltas. Muere en 1995 y nos deja una de las obras más turbadoras que he leído nunca. Más o menos como la de un pequeño libro titulado Bienvenidos a América. Otra filigrana de apenas 86 páginas (adoro estos libros) a cargo de una escritora sueca a la que no conocía de nada: Linda Boström Knausgard (a ver quién es capaz de pronunciar y recordar luego ese nombre). Un comienzo memorable: "Hace ya tiempo que dejé de hablar… Tal vez yo llevaba dentro el silencio desde siempre". Nunca tan escasas páginas tuvieron tanto dentro. La familia, ay, la familia… Que se lo pregunten a la protagonista de esta novela y a ver por dónde huyen al conocer la respuesta.
De donde no tienen que huir, sino aceptar la invitación a visitarla, es de A Casa, el sitio donde vivieron Pilar del Río y José Saramago en Lanzarote. Un espacio abierto a los mejores valores que se encarnan en lo humano. Lo he dicho muchas veces. Y lo he escrito otras tantas. Donde esté José Saramago que se apaguen las luces como en los teatros. No saldrá a saludar, como hacen tan dignamente, tan noblemente, los artistas al final de la representación. Era poco de salir si no era para participar en eso que hoy ha pasado a la historia, como cantaban con motivos distintos mis amigos del grupo valenciano Els 5 Xics: estar con la gente que necesitaba agarrarse a algo que no la avergonzara, que luchaba por un mundo que no fuera una trampa, que buscaba y sigue buscando un lugar donde poder vivir con esa dignidad que el capitalismo cada vez más feroz niega a quienes menos tienen. Nos invita Pilar del Río a visitar A Casa en La intuición de la isla y, si no han pasado aún por sus páginas, vale la pena que lo hagan. No necesitan llave para entrar. Las puertas están siempre abiertas. Que es lo contrario que pasa en la última novela de Susana Fortes. Las puertas cerradas que esconden secretos familiares, silencios de un vecindario que lo mira todo de reojo, y más si se trata de escudriñar a alguien que regresa con el ánimo de escarbar en los secretos de un pasado que había quedado encogido en los pliegues del olvido. En Nada que perder se adentra la escritora en el complejo territorio de lo que no existe si renunciamos a nombrarlo. Por eso rompe los códigos de lo innombrable y surge esa voz que se desgañita para que lo de antes, la muerte y la infancia siniestrada, no permanezca en una impunidad que aterra.
Y es eso, con todas las diferencias que podamos encontrar, lo que leí en uno de los libros que más me han impresionado en los últimos meses: Memorial Drive. Recuerdos de una hija, de Natasha Trethewey. El trauma familiar inasumible hasta que la mujer que ahora es se decide a escribirlo. De nuevo la necesidad de la escritura para que lo que pasó no sea sólo recuerdo aislado sino memoria que permanezca junto a otras memorias, personajes que sean presencia viva en vez de fantasmas perdidos en los armarios de la ocultación. Necesito -y ustedes, si han llegado hasta aquí- un pequeño respiro antes de seguir con algunos de los libros que he leído en estos meses y son como una invitación a la complicidad lectora que tanto me gusta y agradezco.
Un hilo de vidas y memorias
Otro libro de gordura peso mosca. Duro como la poesía que no flirtea con las palabras tontas. Algo de poema largo tiene La cuerda. Una escritura que demuestra –porque demasiadas veces hay que repetirlo– que las emociones o son políticas o son una engañifa. Si acaso: llorar de rabia por lo que ha escrito Paqui Maqueda en este libro hermoso, si es que la rabia y el miedo y la muerte pueden ser hermosos. Personajes que serán arrojados como perros muertos a las fosas comunes de la desmemoria. Este país roto. Que sigue roto. Que no sé si tiene remedio a la hora de sentar a los asesinos en el banco de los acusados. Creo que no. Las fosas de la vergüenza. Ahí siguen: al dejar encima de la tierra removida la cuerda de presos en una madrugada negra como el silencio y el olvido. Qué bien lo dice Isaac Rosa en el prólogo: "La cuerda no termina en el último cautivo: se estira a lo largo del tiempo, hacia el futuro, llega hasta nosotros, nos anuda también, se convierte en ese hilo de vidas y memorias que desde aquellos asesinados cruza varias generaciones hasta alcanzarnos. Ahí estamos, atados".
Otras eran las madrugadas en una novela que me sedujo por lo que sobre todo ha de seducir una novela: la escritura. Qué poco caso hacemos a ese detalle. Una historia es un desastre si está mal escrita. No hablo de esa pulcritud que maquilla las raspaduras del conflicto, sino de contar bien una historia. Pienso en Roberto Arlt, por ejemplo. O en Baroja. Las madrugadas que les digo están en La memoria del alambre, una novela que me crecía no saben cómo a medida que avanzaba en la lectura. Las huidas. Cuántas huidas salen en esta lista inacabable de libros que me gustan. También en éste de mi paisana Bárbara Blasco lleno de música y verbenas, de miradas atrás para que el presente nos engañe lo menos posible. Puede que sea la Ruta del Bakalao que hizo furor en mi tierra. Pero va más allá de esa ruta. Y no se escacharra, para nada se escacharra, cuando la huida se sale de la pista de baile. Como no se escacharran las dos novelas de Isabel Alba que con poca diferencia han salido a las librerías: La verdadera historia de Matías Bran. El recinto Weiser y La ventana. Podría enlazar la primera con las faeneras rebeldes que les contaba hace un rato. Las mujeres que no se callan, que luchan, que no se cansan de reivindicar una dignidad que tantas veces les ha negado la historia de las revoluciones. La segunda es la novela de la pandemia, la tragedia que llegó arrasando y no se va ni a la de tres. La cantinela de que ese daño nos haría mejores. ¿Mejores para qué? Miremos lo que está pasando aquí y ahora, y también en la novela, y a ver dónde demonios está la tan cacareada nueva normalidad. En fin. Pasemos a una narración que a pesar de su dureza, como en muchas otras de Natalia Carrero, siempre me saca una sonrisa. Hablo de Otra, una historia que te deja con el tembleque en las manos, que te emborracha como se emborracha la protagonista porque la vida es un sinvivir y al final has de agarrarte a algo para no desvanecerte y pegarte un porrazo y romperte una vértebra como me pasó a mí hace tres meses. No fue por una borrachera de cerveza, como suele hacer la protagonista, sino por la lluvia que tanta gracia le hacía a Borges para escribir una frase sobre la lluvia y el pasado que se ha hecho famosa. Patinazo y a ese túnel de la bruja que son las resonancias. Pero brujas y patinazos poéticos aparte, hay algo en este libro y, como digo, en otros de su autora, que siempre me saca una sonrisa con un humor que amortigua una miaja la mala leche que provocan sus historias. Otro minuto de relax y paso a contarles una película, ¿vale?
Donde la poesía de verdad, no la otra
La película que les anunciaba se titula (¿por qué solemos decir "se llama"?) La noche más oscura. No va de San Juan de la Cruz, no va de En esa noche oscura / con ansias en amores inflamada. Es una película que dirigió en 2012 Kathryn Bigelow. El asesinato de Bin Laden. La gloria de la guerra del terror que impuso el presidente Bush después de los atentados del 11S. Un libro que cuenta esa historia para reflexionar sobre ella con las manos puestas en los derechos humanos. Lo ha escrito Consuelo Ramón Chornet y se titula La 'guerra contra el terrorismo' veinte años después. No es tan fácil llegar al fondo del asunto cuando anda el terrorismo por medio. En este caso el yihadista. Pero hay más. Lo que podríamos considerar terrorismos de Estado, por ejemplo. Veinte años después de aquellos atentados y diez desde que las fuerzas especiales del ejército USA asesinaran a Bin Laden, las cosas siguen como siguen: igual o peor. O sea: mal rollo, ¿no les parece? No hay tan mal rollo, pero algo sí, en una novela que habla de los regresos imposibles a la búsqueda de la verdad. De qué verdad. Otra vez tres mujeres: la hija, la madre, la abuela. Tres mundos. Tres compartimentos estancos. Las aguas de la memoria que dejan al descubierto los huesos de esa memoria cuando se retiran de las piedras. Leí La bajamar, de Aroa Moreno Durán, y la saco ahora porque disfruté con su lectura y para constatar una vez más que si los regresos no son imposibles (que yo creo que sí), la vida te los pone muy difíciles. Y como parece que estas navidades literarias suenan a música familiar –como toca, según la tradición– que no se me olvide sacar aquí dos libros. Uno: La familia, la última novela de Sara Mesa. Una escritora que indaga siempre desde ángulos imposibles, de esos que aparecen como fuera de foco, que has de ir iluminándolos según transcurre la lectura. No es esta novela una excepción. La impostura. Los secretos. El silencio que cuenta más que las palabras. El tiempo a la deriva. La casa suspendida en el vacío y la gente que la habita. Cada cual en su isla. Las voces… El otro libro que va de familias es un gozo grande. La reaparición de Elena Quiroga. Ganó el Nadal en 1950 con Viento del Norte. Siguió escribiendo mucho. Fue la segunda mujer en entrar en la RAE. Pero ya nadie se acordaba de ella. Ahora regresa con Tristura, una novela de 1960. Una escritura arriesgada. Nada convencional. Un detalle: nos trajo a Faulkner antes que Benet y Martín-Santos. Bueno, eso creo. Espero no ofender a los benetianos. Ojalá que no. Aunque si se ofenden…
Lo difícil este año ha sido leer más poesía. Suelo leer mucha. Incluso cuando me pongo eufórico, hasta creo que la leo bien. Pero esta vez he estado gandul para los versos. Golpes de pecho. Lo siento. Gente amiga me dice que hay más poetas que nunca. Hace tiempo, un tipo al que no conocía se me acercó para contarme que había reunido en un grupo de internet a cuatro mil poetas. Seguro que ese tipo sigue en libertad, haciendo estragos en el mundo de la poesía. No sé si saben que Borges se contentaba con cuatro: Quevedo, Browning, Unamuno y Whitman. También me dicen que hay quienes venden por internet miles de ejemplares y que hay poetas última generación que llenan auditorios con sus lecturas. Una vez leí los dos primeros versos de una de esas poetas millonarias y tuve que dejar el libro porque me entraba un sofoco parecido a una crisis de ansiedad. De lo malos que eran, claro. Qué lee la gente para escuchar en plan fan desvanecida esa poesía. No me lo explico. Bueno, sí. Me lo explico, pero prefiero hablar de los poemas buenísimos de Resurrección: los últimos que ha publicado Julia Otxoa. Es como si hubiera seguido leyendo su libro en prosa Tos de perro. La memoria que no desaparece, que no entiende de huidas, que no sabe de cansancios ni derrotas: "Nacimos de sus cuerpos sobrevivientes, / de sus llagas, / de su terca labranza de la luz. / Nacimos de su memoria herida / cubierta de sal". Pienso en la poesía de los auditorios y me entran ganas de lanzar un cóctel molotov con los poemas de Ana Ajmátova, Olvido García Valdés, Carmen Castellote, Blanca Andreu, Francisca Aguirre, Ángela Figuera Aymerich y Forugh Farrojzad. Y a ver qué pasa. Seguro que no pasa nada. Iba a poner aquí esos dos versos que les digo, pero me ha dado mucha vergüenza y prefiero no amargarles más de lo que a lo mejor les está amargando esta larga nómina de libros y de los nombres de quienes los han escrito. Para compensar levemente esa amargura, les invito a visitar un convento: disfruten de la paz espiritual que se respira en sus claustros porticados y sus celdas…
… Porque en esas celdas se gestaron grandes escrituras. Eran como la habitación propia de Virginia Woolf. Lo pone en un libro que me ha sorprendido felizmente porque nunca me hubiera imaginado la cantidad de textos que han salido de sitios tan dispares como los conventos, los campos de exterminio, las casas con matrimonio dentro, la propia literatura o los sanatorios siquiátricos. Todo eso se cuenta en Encerradas. Mujer, escritura y reclusión, el libro que han coordinado Purificación Mascarell y Verònica Zaragoza. Y en esa misma línea, aunque con enfoque diferente, encontramos la muy reciente (en esta lista no hay jerarquías basadas en la fecha de publicación) Lo que yo iba escribiendo. Las mujeres de la Generación del 98, cuyo esfuerzo recopilatorio nos ofrece Carmen Estirado. Un prólogo enorme de Layla Martínez: "Este libro llena un vacío terrible en nuestra genealogía, en esa búsqueda ya un poco menos huérfana y un poco menos bastarda que es la historia de las mujeres". Otra vez la necesidad de que salgan a la luz nombres de mujeres escritoras. No sólo por ser mujeres (eso es lo que algunos cretinos estarán deseando que diga), sino porque fueron también grandes escritoras. Lo decía antes, cuando hablaba de Concha Alós. Y lo diré hacia el final, cuando hable de Vivian Gornick y los destrozos que tantas veces ha provocado el amor romántico. Algunas de ellas escribieron obras que luego firmaban sus maridos. Una vergüenza. Mujeres que fueron vanguardistas y sin embargo vivieron a la sombra de sus compañeros de generación. Eso fue más claro todavía cuando hablamos de la literatura del exilio. Como pasó, por ejemplo, con Cecilia G. de Guilarte. Periodista nacida en Tolosa, de familia anarquista, fue corresponsal de guerra en el frente Norte. Después de la victoria fascista (la presidenta del Congreso, Meritxell Batet, no me hubiera dejado escribir esa palabra), salió al exilio francés y luego a México. Regresó a España en 1964 y siguió ejerciendo el periodismo, sobre todo el cultural. En 1969 ganó el Premio Águilas de novela, el segundo en importancia después del Planeta, con Cualquiera que os dé muerte. Imposible de encontrar durante muchos años, acaba de llegar a las librerías en una magnífica edición. Es como varias novelas en una. Incluso si a ustedes les gustaban o les siguen gustando (es mi caso) aquellas viejas novelitas del Oeste, podrán disfrutar un buen tramo de esta novela que como les digo tenemos la oportunidad de encontrar ahora en la librería de la esquina (si no ha cerrado por las puñeteras crisis). Y después de una pausa de hidratación, que no va a disfrutar la vergonzosa selección española de fútbol en Catar, seguimos…
… En el exilio. Tiene ahora noventa años Carmen Castellote. Fue una de las niñas de Rusia en 1937. Vivió en Siberia, en Polonia y finalmente se exilió en México. Tardó mucho en escribir sus poemas, unos poemas que aparecieron, todos de una vez, en Kilómetros de tiempo. Poesía completa. "Su doble condición de mujer y exiliada, sin duda, ha contribuido a que haya sido condenada al olvido", escribe en la presentación el actor Carlos Olalla, que, por suerte para nosotros, la descubrió casi por casualidad hace casi nada. Y luego se metió en la prosa de Cartas a mí misma. El prodigio de escribirse y escribir para quienes asistimos a su relato en el lado oscuro del espejo, de repetir sin lugar al cansancio que con el olvido no vamos a ninguna parte, que la memoria nos hace falta porque sin ella, sin esa memoria tantas veces machacada, seguirá triunfando la memoria de los vencedores de la guerra. ¡Pobre Segunda República en la memoria y la historia siniestra y falsa de esos vencedores!
Casas con matrimonio dentro
Si sigo hablando de la memoria me voy a enfadar mucho. Por eso voy a ir acabando con algunos pocos libros casi de ahora mismo. Esto, ya lo ven, es una lista de sugerencias lectoras, una especie de modesta enciclopedia literaria para que ustedes puedan meter en la cesta de los turrones unos cuantos ejemplares, siempre en el caso, claro está, de que la precariedad que tanto les gusta al PP y Vox se lo permita. Ya no meto aquí a Ciudadanos porque seguramente, cuando salgan estas líneas, ese partido habrá desaparecido. Pero lo que sí es una enciclopedia de verdad es lo último que leí de Marta Sanz: Enciclopedia secreta. Lecturas en el espejo feminista. Textos que la autora había publicado en otros sitios y que leídos juntos adquieren una dimensión de absoluta totalidad. Aquí, sí, nombres de escritoras que han gozado y gozan de un gran y merecido reconocimiento. Un trabajo de rastreo en su propia y voluminosa obra crítica. Una invitación a seguir progresando (como en las notas de las escuelas de antes, no sé si de ahora) en el conocimiento –o descubrimiento en algún caso– de escrituras imprescindibles. Creo que escribí sobre Huaco retrato en estas páginas de infoLibre. Un libro de Gabriela Wiener que habla de un regreso al corazón de la familia. O sea: como a las tinieblas congoleñas de Joseph Conrad, más o menos. Regresa ella misma a Perú, su tierra natal (qué follón, ahora, Gabriela, en estos días, ¿no?). Allí se encuentra con un tiempo que ya no le pertenece porque se lo ha comido el miedo, porque no es fácil enfrentarte a los fantasmas de un pasado en el que apenas te reconoces. Porque tampoco lo que has dejado atrás, en ese Madrid de ahora mismo, es para echar cohetes. Lo que sí es para celebrar –con cohetes o con lo que ustedes quieran– es que una excelente novela de hace tres años titulada El hijo zurdo, de Rosario Izquierdo, va a ser serie televisiva muy pronto. No soy de series. Para nada. Soy de películas como las de siempre. De las que duraban hora y media o un poco menos. Ahora duran casi el doble y encima apenas entiendo lo que dicen sus protagonistas porque hablan con más rapidez que disparan sus revólveres los pistoleros de Silver Kane. Si la serie–-dirigida por Rafael Cobos, coguionista con el director Alberto Rodríguez, entre otras, de La isla mínima y Modelo 77– es tan buena como la novela que habla de esa madre a la que le ha salido sin comerlo ni beberlo un hijo nazi, igual me envicio con las series.
Lo que sí es para enviciarse, como al juego Jeanne Moreau en La bahía de los ángeles, es lo que escribe Vivian Gornick. Cuando leí hace tiempo Apegos feroces, casi me caigo del susto. Otra vez la familia haciendo de las suyas. Madre e hija. Cada cual a su bola. Difícil encontrarse en un punto común. Los reproches en un lado y en el otro. Lo que fue el amor para la madre. Lo que es el amor para la hija. Ahora es como si El fin de la novela de amor arrancara de ahí, de ese (des)encuentro. Se mete en las casas con matrimonio dentro (hablaba de eso un rato más arriba) y abre en canal la vieja seguridad de que el amor –el amor romántico de la madre en Apegos feroces– sea una fuente de felicidad y mutuo entendimiento entre los miembros de la pareja. El tiempo va poniendo cada cosa en su sitio, y en la biografía personal y literaria de escritores y escritoras importantes descubre la autora la negación de aquella felicidad y aquel entendimiento. Salen Jean Rhys, Virginia Woolf, Willa Cather, Richard Ford y muchos otros nombres conocidos. Tal vez el mejor ejemplo de lo que va el libro sean Hannah Arendt y Martin Heidegger. Menuda pieza, el tal Heidegger. Dejo aquí el último párrafo de este libro enorme: "Si hoy en día pusiéramos el amor romántico en el centro de una novela, ¿quién iba a creer que en su búsqueda los personajes van a alcanzar algo grande? Que el amor va a zarandearlos contra sí mismos de tal manera que todos aprenderemos algo importante sobre cómo llegamos a ser lo que somos, o cómo el tiempo en que vivimos ha llegado a ser como es. Nadie, me parece a mí. Hoy el amor como metáfora, a mi entender, es un acto de nostalgia, no de revelación". ¿Qué, cómo se les ha quedado el cuerpo? Pienso en esa pobre adolescencia –sobre todo chicas– que está cayendo en las garras de esas novelas erótico-románticas que venden millones de ejemplares –y hasta tienen series televisivas– contando historias que avergüenzan la más mínima dignidad exigible a una obra literaria. Pero acabemos en paz y felizmente esta fiesta navideña de la literatura. Ya sé que esta lista de libros es larga, excesivamente larga, seguro que insoportablemente larga. Aun así, añadan los títulos que quieran de Annie Ernaux, la reciente premio Nobel de Literatura. Nunca les fallará. Pero bueno, si finalmente han llegado hasta aquí, igual algo de lo que he contado les sirve y aprovecha. Ojalá así sea. Y sobre todo: que tengan ustedes unos días felices. Moderadamente felices, claro. Porque aspirar a más, al precio impune que nos imponen los del Ibex 35, es casi una temeridad. Cuídense, ¿vale? Y si entre abrazo y abrazo, o entre soledad y soledad, encontramos un rato para la lectura, pues eso: no lo desaprovechemos. Seguro que nos hace bien. Seguro.
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P. D: Tengo aquí, esperando, Todo va a mejorar, la novela póstuma de Almudena Grandes. Me cuesta abrirla. Como me cuesta después de tanto tiempo escuchar las canciones de Luis Eduardo Aute y Javier Krahe o volver a ver las películas de Juan Diego y Álvaro de Luna, o los añorados Estudio 1 que hay en el archivo de TVE donde tanto salía Nicolás Dueñas. Cosas de querer muchísimo a alguien y de ver cómo te dejan para el arrastre su ausencia y una tristeza gorda que no se acaba nunca.
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Alfons Cervera es escritor. Su último libro es Maquis (Edición 25 aniversario en Piel de Zapa).
Un libro puede contribuir a cambiar la vida personal, a romper la soledad de las cosas soportadas y soterradas, a pensarse de manera distinta. Hacer que lo indecible salga a la luz es un asunto político