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Testamento literario del exilio republicano

María Bueno Martínez

Viajes de ida (Novela histórica)Carlos Blanco AguinagaEdición de Joseba Buj Corrale y Mario Martín GijónRenacimientoSevilla2018Viajes de ida (Novela histórica)

 

Alda Blanca, en las palabras preliminares a esta novela inédita de su padre, comenta cómo no ha podido leer sus novelas y  relatos, porque leyendo algunas páginas de la primera novela que escribió: “en ellas me encontré con una niña que hacía travesuras con su amiga Bronwei en una casa un tanto dilapidada en Columbus, Ohio. Al verme ahí descrita con el amor de padre y, más, con la nostalgia de la que había sido nuestra vida en la calle Duncan, me entró una extraña pero poderosa tristeza y le devolví el manuscrito. Nunca volví a leer sus relatos aunque siempre me los daba diciendo que ya  sabía que no los iba a leer pero quería que los tuviera” (pp. 7-8).

Algo parecido le escuché a Raúl Fernández Espinosa, hijo de Raúl Guerra Garrido, sobre las novelas de su padre. La asociación de estos dos escritores no es casual. Carlos  Blanco Aguinaga (Irún, Guipúzcoa, 1926- La Jolla, San Diego, California, 2013), en el mundo cultural español, es más conocido como hispanista y casi desconocido como novelista y poeta. Más allá de sus aportaciones sobre Unamuno, la juventud del 98, Pérez Galdós o Juan Rulfo y, en los últimos años, sus reflexiones sobre el exilio, sobre todo, su nombre está asociado, como coautor, a la Historia social de la literatura española (en lengua castellana), cuya primera edición se publicó en 1978. Y, aunque tuvo críticas muy duras tanto en los medios periodísticos como en los académicos, fue un éxito de ventas y pronto se preparó una segunda edición revisada y ampliada, para lo cual,  durante la primavera y el verano de 1979, consiguió un permiso de su Universidad para trasladarse a Madrid y dedicarse a esta labor, que en su caso, estaba centrada en la narrativa más reciente. Y entre estas novelas estaría el Premio Nadal de 1976, Lectura insólita de “El Capital”, de Raúl Guerra, que se publicaría en 1977, siendo el escritor irundarra uno de los primeros en ocuparse de la misma. Ninguno de los dos textos que yo conozco sobre la narrativa de Raúl Guerra Garrido están recogidos en la bibliografía.

Además del entrañable recuerdo, en el prólogo, a Iñaki Beti, que fue el primer estudioso en acercarse a la labor literaria de Blanco Aguinaga, podría decirse que hay un homenaje involuntario en el apartado de la bibliografía: aparece desdoblado en dos entradas. La primera de ella muy académica (apellido seguido de nombre) y la segunda un poco surrealista (nombre y primer apellido y el segundo apellido como nombre). Y, como sus amigos conocíamos su facilidad para cambiar los nombres en los textos,  estoy segura que le hubiera producido una gran sonrisa.

Para terminar en lo relativo a la edición, aunque en la nota a la misma, los editores expresan: “Hemos considerado conveniente explicar, en nota a pie de página, algunas referencias a personas y acontecimientos históricos del periodo en el que se desarrolla la novela, especialmente las alusiones a escritores del exilio republicano español, aunque hemos renunciado a una anotación exhaustiva para no entorpecer la lectura de la novela. Más aún cuando, en sus novelas editadas en vida, Carlos Blanco Aguinaga prefirió dejar a la pericia del lector dilucidar los referentes reales” (p. 43), echo en falta una, especialmente, y es que hay como un leitmotiv de su exilio en los fragmentos donde aparece Ramón Altares, es decir, el historiador Ramón Iglesia: “De lo que Altares no hablaba, de lo que solo hablaba con su mujer era del disgusto y la decepción que se había llevado al saber que el libro sobre Bernal que tenía casi terminado al empezar la Guerra, su libro, lo había publicado en España un sinvergüenza con el beneplácito de quien había sido su maestro, aquel hombre tan sabio y, al parecer, ecuánime y justo, que se había entregado a Franco y a los suyos. Casi lo de menos era el sinvergüenza; lo grave era el delito de su maestro, Menéndez Pidal, fea traición a todos los tan predicados valores de la honestidad intelectual” (p. 256). Incluso una de sus discípulas recordará este hecho (p. 382).

En 1999, su hija, María-Fernanda Iglesia Lesteiro, nos aclaraba de manera contundente la situación: “Por lo que se refiere a la España de Franco, el Instituto Fernández de Oviedo, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, que se atribuyó la herencia de la Sección Hispanoamericana del Centro de Estudios Históricos, editó en 1940 el primer volumen de la edición crítica de la obra, que aparece dirigida por Carlos Pereyra, bajo la dependencia de Ciriaco Pérez Bustamante, quienes utilizaron los trabajos realizados hasta entonces por mi padre. Esta edición salió sin que en ella –siguiendo la política de silenciar la labor de los intelectuales transterrados— se mencionase el nombre de Ramón Iglesia (un republicano, al fin y al cabo, y comunista además, a quienes no se reconocía el derecho a la propiedad intelectual) lo que disgustó a éste profundamente, y le afectó durante toda su vida”. En la edición del segundo volumen, que por diversas causas no se publicó hasta 1982, se utilizó también su trabajo, pero se hizo constar en la portada.

Pero, la estancia madrileña de Blanco Aguinaga será importante también para su futuro como escritor, porque leyendo estas novelas tomará la decisión de escribir la suya, como nos relató en la segunda parte de sus memorias, De mal asiento (2010) y recuerda Alba Blanco en sus palabras preliminares. Aunque la ficción no era algo ajeno a su vida, ya que en su juventud publicó algunos relatos y poemas en la revista Presencia, una de las revistas de la llamada segunda generación del exilio –los que llegaron siendo adolescentes y niños—, de la que formó parte Carlos Blanco.

La novela está dividida en tres partes: la primera lleva como título “Los viajes (Mayo-junio de 1939)”; la segunda, “Tiempo de espera (Verano/otoño de 1939-Otoño/invierno de 1945)” y la tercera, “Últimas noticias”. Las dos primeras están contadas por un narrador masculino, que no se nos revela en ningún momento, y la última, por Paloma Alsúa, la más pequeña del grupo de exiliados que habitan la novela, pasado bastante tiempo del narrado en las otras partes, y cuyo papel es “intentar escribir de manera sencilla algunas cosas que sé o he oído de lo que fue el Futuro de algunos de los personajes cuyas historias se cuentan hasta un final tan abierto por el optimismo en el manuscrito que llegó hace algún tiempo en mis manos. Quiero decir hasta ese final en el que se dice que todos los refugiados creían que su venida a México no había sido sino la parte primera de un viaje de ida y vuelta” (p. 367). Y esta reflexión de Paloma Alsúa me lleva directamente al título. La primera parte del mismo “Viajes de ida”, nos define perfectamente este exilio tan duradero que imposibilitó en la mayoría de los casos el regreso. Pero, en el fondo, como expresaba el filósofo andaluz Adolfo Sánchez Vázquez, “el exiliado descubre con estupor primero, con dolor después, con cierta ironía más tarde, en el momento mismo en que objetivamente ha terminado su exilio, que el tiempo no ha pasado impunemente, y que tanto si vuelve como si no vuelve, jamás dejará de ser un exiliado”. En 1999, Blanco Aguinaga participó en el Congreso Sesenta años después. Las literaturas del exilio republicano de 1939, organizado por GEXEL, en Barcelona, con una intervención titulada “La cuestión de la vuelta en los poetas del exilio mexicano”, donde reflexiona: “Uno sigue dándole vueltas a la misma noria: las cuestiones generales que uno se sabe (o cree saberse) de memoria, las dos, tres cosas que a uno le importan (…) Y como de mis obsesiones vengo, no puedo sino ir a una de ellas, que es la de la cuestión de la 'vuelta'

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*María Bueno es crítica literaria.María Bueno

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