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Tres poemas de Francisca Aguirre

Francisca Aguirre

infoLibre publica tres poemas de Francisca Aguirre (Alicante, 1930-Madrid, 2019) recogidos en la antología Prenda de abrigo, publicada por el sello Olé Libros. La escritora, Premio Nacional de Poesía 2011 y Premio Nacional de las Letras 2018, trabajó con los editores en la selección hasta su muerte el pasado abril, de forma que el libro terminó publicándose de forma póstuma. En él se puede seguir la trayectoria de Aguirre desde Ítaca, su primer poemario, publicado en 1972, hasta Conversaciones con mi animal de compañía, su último libro con obra nueva, publicado en 2012. 

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Nana de los libros viejos

Aquel tenducho,

                               porque verdaderamente

aquello era un cuchitril,

una especie de sotanillo al que se entraba

después de bajar unos cuantos peldaños,

aquel escondrijo al que llamábamos

                                                                  la tienda verde

puesto que su dueño había pintado la fachada de verde,

aquella cueva era, sin embargo,

                                                          la cueva del tesoro.

Allí, democráticamente apilados,

                                                             había montañas de libros viejos,

algunos viejísimos,

tan viejos que se les caían las hojas como a los árboles,

otros, más afortunados, habían sido remendados,

                                                                                           como los calcetines o los zapatos.

Porque un libro, señores, es una prenda de abrigo.

Y el dueño de aquella tienda lo sabía.

Por eso, cuando nosotras entrábamos,

                                                                      con nuestro exiguo caudal

él nos impartía las oportunas instrucciones

para que nos moviésemos con precaución en su establecimiento:

nada de manoseos con los libros,

                                                            los libros se desgastan, se estropean,

se les rompen las hojas o se les caen

y ya no abrigan, ya no sirven.

Muchísimo cuidado con los libros,

sobre todo con los que están encuadernados:

                                                                                   un libro encuadernado es algo serio,

las pastas son como las paredes de una casa,

y dentro de esa casa podemos encontrar de todo.

                                                                                         Por eso el dueño de la tienda nos decía:

un libro encuadernado es un tesoro

                                                                 y los tesoros, ya se sabe, cuestan caro.

Nosotras mirábamos con avidez los libros,

sobre todo los viejecitos,

                                              los que tenían aire de perro apaleado;

y eran como de la familia

                                               y además tenían la ventaja de ser muy baratos.

Claro que, como decía el dueño,

                                                           aquellos pobretones debían abrigar muy poco.

Pero nos daba igual, ya los arreglaríamos en casa.

Así que hacíamos tres montones

                                                            y el dueño nos cobraba una peseta

por aquella montaña de desperdicios,

                                                                     aunque antes de marcharnos

nos decía muy claro:

                                      me los tenéis que devolver el lunes.

Y no creáis que no sé yo las hojas que tiene cada uno.

Y el sábado empezaba la aventura

                                                               porque lo que el librero no sabía

era que en cada libro había una mina

                                                                    y a veces, cuanto más viejo el libro

mejor era la mina.

                                  Y aquellas páginas marchitas

                                                                                        calentaban como una gran hoguera.

Y así, durante muchos sábados y domingos,

rodeadas de desperdicios ilustrados,

                                                                   vivimos el milagro de abrigarnos

con las maravillosas páginas de Tolstoi en Resurrección,

o con las aventuras de Marck Twain,

con las desdichas de las Pobres gentes, de Dostoievsky,

con los Viajes de Gulliver.

Pasamos hambre con Knut Hamsun y comimos su Pan.

Viajamos al espacio y al fondo de los mares con Julio Verne.

Aquellos desperdicios de papel, desencuadernados y rotos,

fueron para nosotras

                                       la deslumbrante Biblioteca de Alejandría.

Nadie ha tenido una universidad más mágica que aquella.

Frontera

Yo, que llegué a la vida demasiado pronto,

que fui —que soy— la que se anticipó,

la que acudió a la cita antes de tiempo

y tuvo que esperar en la consigna

viendo pasar el equipaje de la vida

desde el banco neutral de la deshora.

Yo, que nací en el treinta, cuando es cierto

—como todos sabéis— que nunca debí hacerlo,

que hubiera yo debido meditarlo antes,

tener un poco de paciencia y tino

y no ingresar en ese tiempo loco

que cobra su alquiler en monedas de espanto.

Yo, que vengo pagando mi imprudencia,

que le debo a mi prisa mi miseria,

que hube de trocear mi corazón en mil pedazos

para pagar mi puesto en el desierto,

yo, sabedlo, llegué tarde una vez a la frontera.

Yo, que tanto me había anticipado,

no supe anticiparme un poco más

(al fin y al cabo para pagar

en monedas de sangre y de desdicha

qué pueden importar algunos años).

Yo, que no supe nacer en el cuarenta y cinco,

cometí el desafuero, oídlo,

de llegar tarde a la frontera.

Llegué con los ojos cegados de la infancia

y el corazón en blanco, sin historia.

Llegué (Señor, qué imperdonable)

con nueve años solamente.

Llegué tal vez al mismo tiempo que él

pero en distinto tiempo.

                                            No lo supe.

(Oh tiempo miserable e injusto).

Estuve allí —quizá lo vi—

pero era tarde.

                            Yo era pequeña

y tenía sueño.

                            Don Antonio era viejo

y también tenía sueño.

(Señor, qué imperdonable:

haber nacido demasiado pronto

y haber llegado demasiado tarde).

Los trescientos escalones

Estaba todo quieto en la casa apagada.

Hasta el día siguiente, hasta sabe Dios cuándo

el silencio reinaba como un ídolo antiguo.

No funcionaban las leyes de tráfico,

esas imprescindibles ordenanzas

que hay que acatar para transitar el pasillo.

Es como si la noche propusiera una tregua,

como si al apagar la luz se apagara el peligro.

Escucho. Nada. Todos callan unánimes.

Mirar la oscuridad es profesar de muerto:

los ojos van de lo negro que nos habita

a lo negro que nos envuelve.

Somos los apagados, los ausentes,

los que gavillan tiempo en sus muñecas,

somos los auditores del silencio

y ese silencio es como un túnel por el que solo avanza el tiempo.

No ver, no estando ciegos, es hundirse en el tiempo.

El armario, con su puerta entreabierta, da a las costas de Francia.

Oigo los barcos que salen o entran por el puerto del Havre.

Veo tres niñas muy contentas, en Barcelona,

porque se iban de viaje:

se acababan los bombardeos,

ya no tendrían que esconderse debajo de aquella escalerita

que conducía a las habitaciones superiores

mientras oían, espantadas, el agudo silbido de las bombas.

Nos íbamos, nos íbamos a Francia.

Y así llegamos a Bañolas:

nosotras contentísimas de ver el lago,

papá, mamá y la abuela

arrastrando su corazón, empujándolo a la frontera.

París fue para mí, durante mucho tiempo, un gato.

Había un gato en aquella pobre pensión en que vivimos,

un gato que dormía al lado de una estufa.

Yo nunca vi París: tan solo vi ese gato.

Y nos fuimos al Havre para tomar un barco.

Nosotras con dos muñecos y un monito,

papá con su caja de pinturas y un sueño acorralado,

un sueño convertido en pesadilla,

un sueño multitudinario

arrastrado como único equipaje

por una inmensa procesión de solos.

Pero aquel barco no llegó a su puerto:

esperamos, mientras mamá, para alumbrarnos,

cantaba algunos días El niño judío: «De España vengo, soy española».

No llegó el barco. Llegaron aviones alemanes.

Hubo que caminar a gatas por las habitaciones del hotel,

que estaba frente al puerto.

Aquel hotel tenía un nombre,

se llamaba «La Rotonde de la Gare».

Papá pintaba. Y como Modigliani,

iba a ofrecer sus cuadros a las gentes. Tampoco a él le compraban.

Nosotras aprendimos francés en dos semanas.

El reloj de La Gare ha dado un cuarto,

papá me dice que levante la cara un poco más,

dos o tres pinceladas y termina el retrato.

Mi padre, no sé bien por qué, me pintó de japonesa.

Para siempre quedé con mi abanico,

con los ojos ligeramente oblicuos y asombrados,

en una edad más bien indefinida

y con una diadema de pensamientos sobre el pelo.

Papá, vamos al puerto, vamos al puerto ahora que hay tiempo

y luego vámonos corriendo a ver el Bois des Hallates,

vamos, que se perdió tu cuadro y ya solo podré verlo contigo y para siempre.

Papá, perdimos tantas cosas

además de la infancia y los trescientos escalones que tú pintaste

nunca he sabido si para decirnos que había que subirlos o bajarlos.

Y ahora pienso, desde tu mano que me ayudaba a recorrerlos,

que tal vez me dijiste entonces

que había que subirlos y bajarlos

y para eso los pintaste

y para esos pasaste días enteros

pintando una escalera interminable,

una hermosa escalera rodeada de árboles y árboles,

llena de luz y amor,

una escalera para mí,

una escalera para que pudiera subir,

vivir,

y una escalera para descender,

callar,

y sentarme a tu lado como entonces.

Me he levantado para cerrar la puerta del armario.

Está mi casa sosegada,

apenas en el aire zumba tenue la remota sirena de un barco.

Los que más amo duermen:

mi hija arropada en sus nueve años

y Félix indefenso ante sus treinta y ocho.

Una generación llena de sueños

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Al fin se extingue el eco de los barcos.

Vuelvo a la cama.

—Buenas noches, papá. Hasta mañana si Dios quiere. Que descanses.

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