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Virginia Woolf, más allá del lector común

Álvaro Guillén

Cuando Virginia Woolf murió en el año 41 del siglo pasado, su producción ensayística pareció quedar limitada, con satisfactoria simetría, a cuatro volúmenes: por un lado, sus celebérrimos ensayos feministas Una habitación propia y Tres guineas; y por otro lado, los dos volúmenes de El lector común, publicados respectivamente en 1925 y 1932. Los dos primeros son hoy en día considerados clásicos de la teoría feminista, y, probablemente, el público general los identifique sin mayor problema. Los tomos de El lector común, sin embargo, son otro cantar: las múltiples facetas de la vida y obra de Virginia Woolf han terminado por eclipsar sus esfuerzos en el ámbito periodístico que, en su día, fueron apreciados por la crítica y bien recibidos por el público. Su renovación estética de las letras inglesas o su beligerancia ante la sociedad patriarcal han sido, desde que resurgiese el interés por su obra, los dos aspectos en los que con más intensidad se ha incidido, obviándose su contribución a la crítica literaria y cultural.

En la introducción que Miguel Martínez-Lage escribe para su antología Horas en una biblioteca, publicada por primera vez en 2005 y reeditada ahora por Seix Barral, se nos recuerda muy acertadamente que la obra crítica de Woolf no se limita a los dos volúmenes de El lector común, sino que existe todo un corpus crítico que la autora amasó a lo largo de toda su vida profesional y que, salvo para los especialistas, ha caído prácticamente en el olvido. Conviene recordar que Woolf comenzó su carrera literaria con una reseña anónima para The Guardian, a la que siguieron numerosas contribuciones en el Times Literary Supplement o la revista Athenaeum, y que la crítica literaria fue, durante muchos años, su principal fuente de ingresos: Virginia Woolf ejerció la crítica de forma fructífera mucho antes de saltar al ruedo de la creación.

Durante años, como digo, Woolf escribió reseñas, artículos culturales y bosquejos literarios que, a su muerte, quedaron desparramados en infinitas hojas manuscritas y recortes de periódico: fue Leonard Woolf quien, a lo largo de los veintiocho años que sobrevivió a su esposa, se encargó de recopilar, editar y publicar de forma póstuma todo aquel material que esta había dejado terminado o casi terminado. Tal fue el caso de su última novela, Entre actos, que a falta de correcciones mínimas estaba lista para su publicación; fue también el caso de sus diarios, que se dieron a conocer al público en una versión expurgada bajo el título de Diario de una escritora; y, por último, fue el caso de su crítica literaria, que iría publicándose en diversos volúmenes hasta que, entre 1966 y 1967, se reuniera en los cuatro volúmenes que conformaron sus Ensayos reunidos. Como bien apunta Martínez-Lage, este no fue el final: en años subsiguientes, más ensayos siguieron apareciendo y, por tanto, nuevos volúmenes que complementaron a los Ensayos reunidos. El motivo de tal desbarajuste fue, sobre todo, la dificultad de rastrear una producción ingente que, para mayor dificultad, se había publicado con frecuencia de manera anónima.

La historia de la producción crítica de Virginia Woolf ha sido, por tanto, caótica. No es de extrañar que a día de hoy resulte difícil encontrar en una librería inglesa algo más allá de El lector común. Los Ensayos reunidos, descatalogados, solo se encuentran en librerías de segunda mano, y lo mismo sucede con la mayoría de las colecciones publicadas por Leonard. Ante este panorama, no resulta extraño que gran parte del legado crítico de la inglesa haya caído en un limbo, tanto en su propio país como en el extranjero. Es por eso que Horas en una biblioteca resulta una colección muy necesaria que viene a llenar un agujero inmenso en el conocimiento de su obra, ofreciéndole al lector una recopilación de piezas que, es de agradecer, van mucho más allá de El lector común. Picoteando de los diversos volúmenes publicados en inglés, Martínez-Lage le ofrece a los lectores numerosos ensayos previamente inéditos en español. El criterio de selección es acertado y loable: por un lado se pretende presentar una panorámica de la obra periodístico-crítica de Woolf que abarque desde sus bosquejos juveniles hasta sus últimos escritos de madurez; por otro lado, reivindicar una faceta de la autora que a lo largo de los años no ha recibido toda la atención que merecía.

Los ensayos seleccionados son muy variados y dan buena cuenta de los intereses de la autora. Destacan por ejemplo sus “retratos” biográficos, pequeños textos en los que la autora aspira a capturar el carácter de su objeto de estudio: escritores, figuras históricas o personas corrientes desfilan ante nuestros ojos, vívidas, nítidas; Dostoievsky, Christina Rossetti, Thoreau, Shelley, la reina Isabel I o Lady Strachey, la madre de su amigo Lytton, ente otras, forman parte de un interés profundo por la identidad y lo que define a una vida que compartió con el ya mencionado Lytton Strachey, renovador del arte de la biografía. La cuestión de la biografía y de sus posibilidades artísticas ocupa una posición central dentro de Horas en una biblioteca y de la obra woolfiana en general. No es sorprendente que, aparte de los ya mencionados retratos biográficos, se incluyan ensayos como “El arte de la biografía” o “La nueva biografía”, en los que se urge a renovar la forma en que explicamos a las personas y a abandonar la visión materialista de la vida para así llegar a una biografía basada en lo privado, en los momentos decisivos que marcan a las personas y forjan su personalidad.

Woolf concluye esta exploración con una vuelta de tuerca metabiográfica, dedicándole por ejemplo un ensayo a James Boswell, el afamado biógrafo del Dr. Johnson, o analizando los escritos autobiográficos de Sarah Bernhardt. Quizás, lo más interesante del juego literario y metaliterario establecido a lo largo de sus ensayos sea ver cómo, en última instancia, sus apuntes respecto a las vidas de los demás iluminan su propia personalidad, cumpliendo con creces lo que Oscar Wilde afirmó con su rotundidad característica: “Tanto la más elevada como la más ordinaria de las críticas es una forma de autobiografía”.

Pero, tal y como decía antes, se trata de una selección variada y no todo son biografías y autobiografías: destacan también sus agudos comentarios sobre cuestiones literarias. Por ejemplo, en “El arte de la ficción” se entabla un debate con E. M. Forster y su ensayo homónimo, y se pone énfasis en el concepto de “vida” que este maneja, en su arbitrariedad. Las novelas han de reflejar la vida, pero, ¿qué es la vida? ¿Por qué la vida en una novela de Henry James es menos válida que la vida en una novela de Trollope? ¿Y qué hay del lenguaje, de su potencial formal, artístico? Woolf achaca a Forster una cierta falta de visión y de inquietud estética, llegando a afirmar que la falta de originalidad y ambición formal perdonada a un novelista sería criticada en un pintor o un músico; Inglaterra, dice Woolf, no se toma en serio a la ficción.

Esta convicción de que la ficción es arte y no solo entretenimiento vertebra y articula todos los ensayos de Woolf, de modo que cuando comenta el carácter de un determinado autor, los méritos de determinado libro o los aspectos que le disgustan de determinada concepción de la literatura lo hace siguiendo su propia visión, que es la de un arte entregado a la exploración de la intimidad, de la personalidad profunda. Aparte de los ensayos ya mencionados, el tomo lo completan comentarios sobre cine, ópera o costumbres sociales que indagan siempre en lo mismo: la dimensión estética de la vida y la importancia del individuo y su historia personal. Esa es la idea motora que resurge constantemente y que dota a Horas en una biblioteca y a la obra crítica de Woolf de una homogeneidad que resulta sorprendente si se tiene en cuenta que se trata de un legado construido a lo largo de varias décadas.

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Volver a visitar la ficción de Virginia Woolf de la mano de estos ensayos es, por tanto, una experiencia enriquecedora. Sirve ante todo para iluminar las múltiples facetas de una escritora que sabía que ni la vida ni las personas son simples, y que una personalidad no se explica ni en una biografía de dos tomos; una escritora que sabía que una vida es un cúmulo de momentos de iluminación y de éxtasis, breves destellos evanescentes de los que solo el arte puede aspirar a dar cuenta. Leer y pensar los ensayos de Virginia Woolf es asomarse a una mente para la cual una vida sin literatura y sin arte no es vida, sino vacío y tinieblas.

*Álvaro Guillén es estudiante de Doctorado en Estudios Literarios en la Universidad Complutense de Madrid. Álvaro Guillén

Cuando Virginia Woolf murió en el año 41 del siglo pasado, su producción ensayística pareció quedar limitada, con satisfactoria simetría, a cuatro volúmenes: por un lado, sus celebérrimos ensayos feministas Una habitación propia y Tres guineas; y por otro lado, los dos volúmenes de El lector común, publicados respectivamente en 1925 y 1932. Los dos primeros son hoy en día considerados clásicos de la teoría feminista, y, probablemente, el público general los identifique sin mayor problema. Los tomos de El lector común, sin embargo, son otro cantar: las múltiples facetas de la vida y obra de Virginia Woolf han terminado por eclipsar sus esfuerzos en el ámbito periodístico que, en su día, fueron apreciados por la crítica y bien recibidos por el público. Su renovación estética de las letras inglesas o su beligerancia ante la sociedad patriarcal han sido, desde que resurgiese el interés por su obra, los dos aspectos en los que con más intensidad se ha incidido, obviándose su contribución a la crítica literaria y cultural.

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