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'Quienes viven': La lucha contra la muerte

María Macchia

Quienes vivenAnnie Dillard Quienes viven

Sabina EditorialBarcelona2017

 

Portada de Quienes viven, de Annie Dillard.

Por los caminos salvajes de una naturaleza hermosamente desbordante se adentran carros repletos de enseres tirados por animales. Hombres, mujeres, niños y vacas y caballos se enfrentan a las inclemencias del tiempo y del espacio. Al final del viaje, el recuento de lo perdido. El recuerdo de los entierros improvisados a la sombra de un árbol centenario. No hay tiempo para llorar al niño que al caerse del carro es aplastado por las ruedas de la vida que ha de seguir su viaje hacia una tierra mejor. Así, desde las primeras páginas de Quienes viven, se asoma inclemente la muerte, que no sabe sino llevarse a quienes viven.

Una saga coral que se desarrolla a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX en el extremo noroeste de Estados Unidos donde se dirigen las olas migratorias en busca de una tierra prometida. En esa tierra indómita, se entreteje el destino de cuatro familias pioneras junto con los pueblos indígenas, los lummi, skagit y noocksack, en la lucha por la supervivencia. Se forjan los destinos de los protagonistas: John, Ada, Clare, Minta, y demás personajes cuya consistencia es tan precisa que no podemos sino creer que sean personas de carne y hueso. En ese entorno hostil y hermoso a la vez, se unen para hacer frente a la dureza de la vida, forman una comunidad en la que, al principio, no existe el trabajo como lo entendemos hoy, sino la entrega total a las actividades propias de una tribu que procura abastecerse, cubrir las necesidades primarias de sus miembros. Nadie puede ser una mera sombra dentro de una comunidad, los personajes se vuelven tan reales que siguen ahí, incluso después de que aparezca la palabra fin. Sus deseos, sus pensamientos, sus errores, sus dudas y esperanzas, sus cuerpos fuertes, dejan un rastro tras su paso aunque sus vidas no hayan sido otra cosa que un estar dentro de la historia, ocupando un lugar en la comunidad.

Caprichosa, arbitraria y terriblemente humana, ahí está la muerte: se lleva a niños que enferman, a adultos sanos que trabajan para domesticar la tierra, para talar árboles y dejar pasar el sol, para construir pozos, railes, abrir vías de comunicación, a mujeres jóvenes agotadas por el peso de la carga, a blancos e indígenas, a todos quienes viven. Solo la omnipresencia de la muerte hace posible la comunidad de vivos.

Y es que tras la trama superficial que narra la épica de un tiempo y un lugar, las aventuras de unas familias insertas dentro de los reveses de la historia y de la naturaleza, aparece la transformación que acarrean los cambios introducidos por el progreso (agua corriente, ferrocarril, electricidad). De repente la crisis del valor oro/plata/dinero (da lo mismo) arrastra la crisis de los ideales de solidaridad y hermandad nunca declarados como tales sino vividos como lo más sencillo dentro de un grupo de seres cuya supervivencia está supeditada a la supervivencia de los demás. En la medida en la que avanza el “bienestar” en el pueblo, en ese momento, el dinero empieza a adquirir la importancia vital que lo convertirá en única religión de nuestro no-tiempo. A lo largo de la epopeya que incluye las distintas historias personales dentro de la comunidad que las reúne (en cuanto hijos de, hermanos de, abuelos de) y en la que interactúan cada uno con su singularidad, pero todos acomunados por la inexorabilidad de la vida y de la muerte, poco a poco el dinero abre su brecha. Así surge la necesidad del poder sobre la existencia del otro, la aparición de personajes siniestros que solo asoman ahí donde surge la posibilidad de enriquecerse a costa de los demás, el desengaño de los ideales, la transformación de las pasiones, el aparecer de las instituciones. Y, sin embargo, la Historia aún no ha terminado, ya que hacia el final aparece un gesto extremadamente humano, el gesto de la única venganza posible, la que no se delega a un Estado/institución sino que recae en la responsabilidad de cada uno.

Annie Dillard lleva al lector a infiltrarse en esa comunidad, a formar parte de esa familia cuyos miembros llega a conocer tan bien como para saber el color del vestido que llevan, como para saber cómo suenan sus risas, o cuán profunda es la angustia de sus pesares. Una apasionante historia, contada con lujo de detalles, con descripciones pormenorizadas que, sin embargo, en ningún momento se vuelven pesadas. No sobran páginas, todo lo contrario, entran ganas de seguir leyendo. Y es que la autora maneja brillantemente la narración: despertando la curiosidad del lector, creando pausas naturales, cambiando de escenas en el momento en el que sabemos que va a ocurrir algo, aunque al fin y al cabo lo único que ocurre es la vida.

Son muchos los estímulos y las reflexiones que despierta la lectura de Quienes viven, desde la relación del hombre con la naturaleza a la aparición del Estado, del dinero y por tanto del poder, al avance del progreso que obliga a la explotación y luego búsqueda de otra tierra a conquistar, a la disolución de la comunidad, etc. Sin embargo, todo ello contado sin nostalgia por ningún tiempo perdido sino mirado con una gran com-pasión con quienes vivimos.

Rezuma la vida en la belleza de la muerte.

*María Macchia es librera y editora en Enclave de Libros. María Macchia es librera

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