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Zúñiga: en la muerte de un maestro del cuento

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Juan Eduardo Zúñiga ha muerto a la edad de 101 años, de manera discreta, como transcurrió su existencia, al margen casi siempre de la vida social y literaria, junto a su mujer, Felicia, como él la llamaba, nombre familar de Felicidad Orquín, con la que se casó en 1956, y unos pocos y escogidos amigos. Del amor compartido nos ha dejado en sus memorias una hermosa imagen, como si hubiera vivido su relación de la manera como se representa en aquellos cuadros que Chagall dedicó a Bella: "La desposada", "Paseo", "Enamorados sobre el cielo" o "Los enamorados de Venecia".

Si nos atenemos a su edad y a la publicación de su primer libro, su obra formaría parte de la generación del mediosiglo, pues la novela corta Inútiles totales data de 1951, y su novela El coral y las aguas, que publicó Seix Barral, de 1962. Pero no es hasta 1980, con la publicación de un libro de cuentos excelente, Largo noviembre de Madrid, cuando empieza a ser valorada y reconocida su obra, por la que obtuvo, entre otros, dos importantes galardones, el Premio de la Crítica, por Capital de la gloria (2003), y el de las Letras Españolas, en el 2016, por el conjunto de su literatura.

No debe olvidarse tampoco su labor como traductor y ensayista, pues consiguió, junto a José Antonio Llardent, el Premio Nacional de Traducción por su versión de la prosa de Antero de Quental, mostrando siempre un gran interés por las literaturas eslavas, debido sobre todo a su fascinación por la cultura rusa y sus grandes escritores, en especial por Pushkin, Turguéniev y Chéjov, cuyos Cuentos completos prologó en 1953 para Aguilar. De todo ello nos ha dejado un testimonio elocuente en su libro Desde los bosques nevados. Memoria de escritores rusos (2010). De la misma forma que entre sus admiraciones españolas se encuentran Larra, de quien en 1967 antologó sus Artículos sociales, y Baroja.

Durante las primeras décadas de la postguerra, sus amigos fueron gentes alejadas del régimen, como aquellos que acudían a la tertulia del café de Lisboa, junto a la Puerta del Sol, entre mediados de los años cuarenta y cincuenta: el escritor y editor Arturo del Hoyo, su mujer Isabel Gil de Ramales, los narradores Vicente Soto, pronto exiliado a Inglaterra, Francisco García Pavón y José Corrales Egea, el crítico de arte José Ares Montes y el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, entre otros. Hace unos años, Zúñiga me proporcionó datos y fotos de aquellas reuniones para que un día escribiera su historia, una deuda que tengo contraída.

Los relatos de Juan Eduardo Zúñiga, que tienen mucho de fábulas, ocupan ya un lugar importante en la historia del cuento español de las últimas décadas ("los relatos son como el ritmo de mi respiración", declaraba en una entrevista del 2013), y tampoco puede entenderse la visión literaria que tenemos de la guerra civil sin sus cuentos, pues, para él, la Guerra Civil española había sido el acontecimiento más importante del siglo XX. Tres de sus libros, tras aparecer de forma independiente, han acabando ordenándose de forma distinta y definitiva en la denominada La trilogía de la guerra civil (1980-2003), compuesta por Largo noviembre de Madrid, La tierra será un paraíso (1989) y Capital de la gloria (2003), que ya habían sido recogidos en el 2007 en Cátedra, en una cuidada edición de Israel Prados. Si algo caracteriza a estas narraciones es que la guerra aparece humanizada.

También ocupa Zúñiga un capítulo significativo en la historia de la eslavística hispánica, además de ser autor de ciclos de cuentos y de microrrelatos memorables. El resto de sus libros narrativos, como Misterios de las noches y los días (1992), Flores de plomo (1999) y Fábulas irónicas (2018), aunque en distinto grado, son igualmente excelentes. Si tuviera que destacar algunas narraciones, me decantaría —cito unos pocos— por "La rosa", "El ángel", "La tarde: lunes de carnaval", "Los deseos, la noche" y "Has de cruzar la ciudad".

Su último libro, gestado a lo largo de varios años, se compone de unos Recuerdos de vida (2019). Allí se preguntaba –y ahora que ya no está la duda adquiere pleno sentido— dónde irá "este patrimonio de fantasía e ilusiones construido a lo largo de tantos años". O mucho me equivoco o permanecerá en la memoria de los lectores, que podrán volver a él siempre que lo deseen.

Zúñiga cultivó el realismo, pero no a la manera naturalista, sino que tendió siempre al simbolismo, al expresionismo, incluso valiéndose a veces de ribetes grotescos. A mí me gusta afirmar que su estilo alusivo, su realismo, aparece enriquecido y que debió haber sido la lengua de los cultivadores del realismo social de los cincuenta y sesenta, llegando a superar el chato y pobre realismo de aquellos otros escritores bienintencionados, pero literariamente anacrónicos.

Los que hemos tenido la fortuna de tratarlo y hemos disfrutado de su sensibilidad y bonhomía, más allá de su excelente obra, apreciamos sobre todo su generosidad, lo afable que se mostró siempre. Lo echaremos de menos, pero ahora, cuando ha concluido su camino, podemos afirmar ya que su aspiración principal como escritor se ha cumplido, pues, en efecto, sus narraciones nos proporcionan no solo el espíritu de toda una época, sino también los diversos matices de la frondosidad del alma humana. 

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P.S. Por cierto, la entrada que le dedica la Wikipedia contiene varios errores que habría que corregir.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

Juan Eduardo Zúñiga ha muerto a la edad de 101 años, de manera discreta, como transcurrió su existencia, al margen casi siempre de la vida social y literaria, junto a su mujer, Felicia, como él la llamaba, nombre familar de Felicidad Orquín, con la que se casó en 1956, y unos pocos y escogidos amigos. Del amor compartido nos ha dejado en sus memorias una hermosa imagen, como si hubiera vivido su relación de la manera como se representa en aquellos cuadros que Chagall dedicó a Bella: "La desposada", "Paseo", "Enamorados sobre el cielo" o "Los enamorados de Venecia".

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