Con mono azul de mahón o falda pantalón, con las cartucheras por encima de la bata o vestidas con falda y blusa de mezclilla, decenas de mujeres llegaron al frente durante los primeros meses de la Guerra Civil. Su paso por el campo de batalla fue breve –lo que tardó el Gobierno republicano en desmovilizar a sus milicias para convertirlas en un ejército popular profesional-, pero la imagen y el arrojo de aquellas muchachas hicieron correr ríos de tinta en medios nacionales e internacionales. Pese al aura de romanticismo y la mística revolucionaria que las envolvió en un principio, aquellas mujeres que irrumpieron en la actividad masculina por excelencia, la guerra, sufrieron una campaña de descrédito que comenzó en las propias filas republicanas y remató la represión del régimen franquista.
Lo cuenta Ana Martínez Rus, profesora titular de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, en Milicianas. Mujeres republicanas combatientes, un divulgativo ensayo publicado por Catarata que resume las claves de esta experiencia. ¿Qué llevó a estas mujeres a empuñar un arma?, ¿qué tareas asumieron en el frente?, ¿sufrieron el acoso y el desprecio de sus compañeros de filas?, ¿por qué no se opusieron con contundencia cuando se ordenó su retirada de la primera línea de batalla? son algunas de las preguntas que Martínez Rus se plantea en este trabajo.
Películas como Tierra y libertad (Ken Loach, 1995) o Libertarias (Vicente Aranda, 1996) ya imprimieron en el imaginario colectivo dos ideas fundamentales sobre la historia de aquellas mujeres: no accedieron de buen ánimo a cambiar la lucha en el frente por la retaguardia y tampoco comulgaban con la continua asignación de tareas domésticas y asistenciales. Lo completa la historiadora con una anécdota recogida en Milicianas sobre Mika Etchebéhère, que llegó al cargo de capitana y fue la única oficial superior mujer del Ejército. Etchebéhère recordaba cómo dos milicianas llegaron para unirse a su columna, considerada como una de las más igualitarias, arguyendo que no querían tener un segundo plano en la guerra. “Yo no me he venido al frente para diñarla con un trapo de limpieza en la mano ¡ya he fregado bastantes ollas para la revolución!”, le espetó la miliciana Manolita, apodada la Fea, para tratar de convencerla.
“Si hubieran permanecido más tiempo en el frente, incluso si hubiera ganado la República, se habrían convertido en lo que [la propaganda] planteó al principio, un nuevo modelo de mujer que rompe los roles sociales que existían hasta entonces, pero no las dejaron”, explica la historiadora. El Gobierno republicano esgrimió razones sanitarias para relegarlas de las zonas bélicas, las consideraban “un foco de enfermedades venéreas” y creían que fomentaban la prostitución. “Pero eso escondía la motivación real de querer sacarlas, apelando a cuestión de eficacia y disciplina, por lo chocante que resultaba [su imagen] y porque como mano de obra resultaban muy necesarias en la retaguardia”, argumenta Martínez Rus. Incluso una vez en la retaguardia, la historiadora subraya que muchas también sufrieron la incomprensión de sus compañeros, recelosos de enseñarles cierto tipo de trabajos, especialmente los cualificados, por miedo a ser desplazados una vez terminase la guerra.
Aguantar el chaparrón
En ese entonces, el año 1937, empezó también una feroz campaña de descrédito, alentada por las propias fuerzas republicanas. Del mensaje del cartel Les milicies, us necessiten, de Cristóbal Arteche, se pasó a una imagen de madre y esposa que entrega a sus hijos y marido a la causa republicana. Apunta Martínez Rus que ni la Asociación de Mujeres Antifascistas (AMA), que llegó a contar con más de 60.000 afiliadas, ni Mujeres Libres, con 20.000 militantes, “hicieron nada por poner freno a este movimiento de descalificación generalizado”. Pero, ¿cómo se explica que dos de las organizaciones feministas más importantes de la Historia contemporánea española, con un encendido discurso contra la desigualdad, se quedasen calladas?
Martínez Rus enumera varias razones: la brevedad de su paso por el frente –a partir de 1937 son excepcionales los casos de mujeres en el Ejército republicano- y lo sobrepasadas que se sintieron por la emergencia y necesidad bélicas. Y un tercer factor: un supuesto beneficio futuro. “Acataron a regañadientes salir del frente, pero pensaban que si la República ganaba, les recompensaría su compromiso tanto en el frente o en la retaguardia, ampliando y mejorando sus derechos”, explica. “Ellas tenían claro que su lucha merecía la pena, aparte de por simpatizar con la República, por los beneficios que significaba para sus propios intereses y derechos”.
Todo apuntaba a que la igualdad entre hombres y mujeres que inició la República seguiría tras su hipotética victoria. De hecho, durante la guerra, la anarquista Federica Montseny se convirtió en la primera mujer ministra de España y en Europa Occidental y ella misma presentó un proyecto legislativo para legalizar el aborto, que sólo cabaría aprobándose en Cataluña, en diciembre de 1936.
"La República abrió el camino"
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La historiadora se queja de lo complejo que resulta estudiar este periodo de la Historia "por la peculiaridad del fenómeno miliciano", y especialmente sobre las mujeres, ya que es difícil rastrear su trayectoria. Y advierte de la poca fiabilidad de los archivos militares del régimen franquista, ya que “calificaban de miliciana a cualquier mujer que hubiera apoyado la causa republicana, aunque nunca hubiese empuñado un arma”. Por eso, la autora de este ensayo no se atreve a dar una cifra de las mujeres que combatieron para defender la República.
Sí lo hace la periodista Ingrid Strobl en su libro Partisanas(Virus, 2015), lanzando una cifra aproximada de 20.000 milicianas. Strobl también denunció la propia opacidad de los partidos y organizaciones antifranquistas que se empecinaban en destacar el papel de las mujeres en la retaguardia. “Las funcionarias actuales del PCE se empeñaban en afirmar que las verdaderas heroínas de la Guerra Civil habían luchado durante aquella etapa en el frente político, en las cocinas de campaña y en las enfermerías”, escribía.
Ambas autoras concluyen que el trabajo de las mujeres resultó, en todos los campos, decisivo para mantener el esfuerzo bélico durante los tres años que duró la Guerra Civil; y su paso al frente (en un sentido literal), una muestra de la toma conciencia y agitada actividad política de las mujeres españolas a mediados de los años treinta. Rosario Sánchez Mora, la célebre Dinamitera, explica así el fenómeno: “Fue una cosa tan inesperada que la mujer se echara al frente (…) que cogió a todo el mundo por sorpresa. La República abrió el camino, nos costó mucho por ser las pioneras”. “Hubo muchas cosas malas en la zona del Frente Popular -resume por su parte Rosa Vega, directora de una escuela en Madrid y trabajadora en la retaguardia, en un fragmento recogido en Milicianas-, pero el hecho de los dos sexos fueran humanamente iguales constituyó uno de los avances más notables de la época”.
Con mono azul de mahón o falda pantalón, con las cartucheras por encima de la bata o vestidas con falda y blusa de mezclilla, decenas de mujeres llegaron al frente durante los primeros meses de la Guerra Civil. Su paso por el campo de batalla fue breve –lo que tardó el Gobierno republicano en desmovilizar a sus milicias para convertirlas en un ejército popular profesional-, pero la imagen y el arrojo de aquellas muchachas hicieron correr ríos de tinta en medios nacionales e internacionales. Pese al aura de romanticismo y la mística revolucionaria que las envolvió en un principio, aquellas mujeres que irrumpieron en la actividad masculina por excelencia, la guerra, sufrieron una campaña de descrédito que comenzó en las propias filas republicanas y remató la represión del régimen franquista.