El dramaturgo y director Juan Mayorga y los actores Blanca Portillo y José Luis García Pérez han ensayado El cartógrafo —que se ha estrenado en el Calderón de Valladolid esta semana y llegará a las Naves de Matadero, en Madrid, el 26 de enero— en una sala de Carabanchel. La calle que conduce al local está casi desierta en este mediodía luminoso de noviembre. A un lado y a otro se suceden casitas de una sola planta, más propias de un pueblo manchuego que de la capital, y edificios con la marca estética del desarrollismo. Pero no muy lejos de allí se levantaba hasta 2003 la cárcel por la que pasaron miles de antifranquistas y disidentes de la sexualidad y el género. Y por allí debió de pasar la "abuela Vicenta" (así la llama Mayorga), huyendo del frente de la Guerra Civil y cruzando el puente hacia Madrid con todo lo que pudo llevar con ella. De esto, de las huellas físicas que deja el pasado, de la memoria como ejercicio, va El cartógrafo.
Aunque esa evidencia, la de que uno camina siempre sobre los pasos de otro, le asaltó al dramaturgo no en su ciudad natal, sino en Varsovia. Descubrió, en el interior de una sinagoga, una exposición de fotografías tomadas en 1940 en el gueto judío. Las imágenes iban acompañadas de una cartela en la que se leía el nombre de la calle donde se creía que fueron hechas. Mayorga fue anotando en su mapa de turista los nombres de aquellas callejas desconocidas y decidió acercarse a la equis más cercana. Nada. A la segunda. Nada. Dedicó el día entero a buscar en las calles un rastro de aquellas fotografías llenas, pese a todo, de vida. "No solo habían desaparecido las personas, sino todo un mundo de experiencias. Un mundo que había sido erradicado", recuerda. Tuvo la urgencia de ponerse a escribir. Trasladó su vivencia al personaje de una mujer llamada Blanca, por Blanca Portillo. La misma que está ahora sentada a su lado atendiendo a la prensa.
"¿Qué quiero hacer visible?"
El cartógrafo tiene un pie en 2016 y otro en 1940. En Blanca, mujer de un diplomático destinado en Varsovia, y en una niña que sobrevive bajo el régimen nazi, contemplando cómo se lleva a cabo cada día el plan de destrucción de su familia, de sus vecinos y de su cultura. La pequeña ayuda a su abuelo, un viejo cartógrafo, en la loca empresa de elaborar un mapa del gueto, uno que refleje el horror, sus víctimas, sus culpables y también las pequeñas resistencias cotidianas. Blanca, arrasada por su propio pasado traumático, se aferra a la leyenda del cartógrafo del gueto y se vuelca en encontrar aquel mapa que, supuestamente, dibujó una niña en 1940. No nos adentraremos en si hay una verdad detrás de la ficción de Mayorga. Como dice un personaje: "No tengo nada contra los cuentos si sirven para recordar. Qué importa que la niña existiera o no. Pudo existir".
No es la primera vez que Mayorga utiliza el mapa como motivo en su teatro, sobre el que tiene "una visión cartográfica" que se corresponde con las indicaciones que el abuelo da a la niña en la obra para elaborar un buen plano: "Mirar, escoger, representar". La forma de representación es clara y apuesta por lo esencial. Dos actores, dos muy reconocidos, se reparten la tarea de dar cuerpo a lo que originalmente eran 16 personajes. La escenografía y la utilería son mínimas, y todo de un vivo color rojo. El texto está acompañado de una música siempre discreta y una iluminación poco efectista. Solo falta una cosa: "¿Qué quiero hacer visible?", se pregunta el dramaturgo. ¿Qué parte de la realidad va a meter en el mapa?
El mapa de nuestra vida
Responde Blanca Portillo: "El olvido es imposible, aunque creamos que es necesario. Queremos olvidar nuestro pasado, el de nuestra familia, el de nuestra ciudad, el de nuestro mundo. Esta es la gran pregunta: el olvido y la memoria". La ciudad de Varsovia tiene sus heridas, aun ocultas, así como las tienen los que vivieron (y sobrevivieron) en ese tiempo oscuro. La obsesión de Blanca, una española extranjera a todo aquello, demuestra que las heridas se expanden y heredan. Y luego están las internas: esas que no están provocadas por los grandes movimientos de la historia universal, sino por los pequeños sucesos de la historia íntima. Las que atormentan a Blanca y a su marido, que ya casi no hablan de aquello que pasó.
¿Hay que hablar? ¿Es ese el mensaje de El cartógrafo? "El autor no pretende dar respuestas", se apresura a aclarar Portillo, que, sin embargo, responde: "Lo que quiere es que el espectador, cuando salga de la sala, vaya a su casa y le pida a quien tenga al lado que le haga el mapa de su vida". De nuevo, hay que ir al texto: "No basta con mirar, hay que recordar". Lo explica Mayorga, hablando de su abuela Vicenta: "Lo que te rodea te impide recordar". Las calles visibles de Carabanchel ocultan la cárcel derruida y los muertos durante la guerra igual que las casas reconstruidas del gueto ocultan la exterminación planificada por los nazis. "Trabajamos desde el conflicto y lo llevamos al patio de butacas. Probablemente va a haber gente que venga a haber la obra que tiene un familiar en una cuneta, o su propia [experiencia traumática]. El proyecto del anciano y la niña está sosteniendo un proyecto de hacer memoria. Recordemos que los regímenes totalitarios son regímenes de olvido".
"El arte de la memoria"
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El teatro es, por su parte "el arte de la memoria, porque se desvenece, es efímero y solo vive en la memoria del espectador". Mayorga ha abordado hechos históricos en varias de sus obras, como Reikiavik, sobre la Guerra Fría, o La lengua en pedazos, sobre Teresa de Ávila, pero no las ve como "obras historicistas que mirer al pasado por el ojo de la cerradura". Su teatro sigue la máxima de "mirar, escoger, representar". Y también esa otra que precisa el abuelo cartógrafo: "Desconfía del que te diga que es neutral (…). Un mapa siempre toma partido". "Todos los hombres de todos los tiempos somos contemporáneos", precisa el dramaturgo, lo que quiere decir que la historia no debería ser algo fijado por el tiempo, la academia y el acuerdo, sino algo vivo.
Tan vivo, a veces, que no se puede contar. Es lo que le pasó a Blanca Portillo cuando trataba de abordar la escena más dura, en la que la niña describe los últimos días del gueto, cuando sus habitantes, los que quedan vivos, son desplazados en la inimaginable cifra de 6.000 al día hacia los campos de concentración y exterminio. Ese día, la actriz fue más consciente que nunca de que no era una niña de Varsovia, de que ese papel era imposible. Y no pudo continuar. "Pensé 'Cualquier cosa que diga o haga será mentira'. Tuve un momento de profunda angustia. Hay cosas que no se pueden ni se deben hacer", cuenta. En ese punto de la obra, se detienen. Y dicen, simplemente: "Ahora hay una página que no se puede representar. Solo la podemos decir".
"Estamos hablando de la ética de la representación", se inflama el filósofo que habita en Mayorga, "El horror de los gases es irrepresentable, el horror de los trenes es irrepresentable. Hay películas que hacen creer al espectador que estuvo allí cuando lo único que ha hecho es ver La lista de Schindler. No solo es una estafa, sino que es moralmente reprobable". La imposibilidad de Portillo de continuar en ese momento con su papel es una prueba más de que el pasado está presente. "Con el pasado nunca se puede establecer una relación armoniosa", zanja el dramaturgo, "Pero lo importante es establecer esa conversación".
El dramaturgo y director Juan Mayorga y los actores Blanca Portillo y José Luis García Pérez han ensayado El cartógrafo —que se ha estrenado en el Calderón de Valladolid esta semana y llegará a las Naves de Matadero, en Madrid, el 26 de enero— en una sala de Carabanchel. La calle que conduce al local está casi desierta en este mediodía luminoso de noviembre. A un lado y a otro se suceden casitas de una sola planta, más propias de un pueblo manchuego que de la capital, y edificios con la marca estética del desarrollismo. Pero no muy lejos de allí se levantaba hasta 2003 la cárcel por la que pasaron miles de antifranquistas y disidentes de la sexualidad y el género. Y por allí debió de pasar la "abuela Vicenta" (así la llama Mayorga), huyendo del frente de la Guerra Civil y cruzando el puente hacia Madrid con todo lo que pudo llevar con ella. De esto, de las huellas físicas que deja el pasado, de la memoria como ejercicio, va El cartógrafo.