Aunque el calendario diga lo contrario, el cambio de década de los ochenta a los noventa se produjo el 11 de enero de 1992, cuando Nirvana expulsó a Michael Jackson del número 1 en Estados Unidos. Ese fue el rubicón que quedó para la posteridad como el momento exacto en el que el mundo dejó de hacer el moonwalk y empezó a girar a una nueva velocidad impuesta por la rabia y la furia. Menos pasos de baile imposibles y más guitarrazos iracundos.
El sorpasso se produjo a lomos del segundo disco de la banda, Nevermind, lanzado en septiembre de 1991. Kurt Cobain se suicidaba treinta meses después en su casa de Seattle a los 27 años. Acababa así la última gran revolución del rock y casi diríase que los años noventa, la década más corta de la historia de la música de nuestro tiempo. Tal es el peso del legado del icónico músico norteamericano. Muy a su pesar, pues semejante condición fue la que en última instancia terminó llevándole al funesto desenlace tras una concatenación de señales que nadie pareció ver.
Porque Nirvana dio su último concierto el 1 de marzo de 1994 en el Terminal Eins de Múnich (Alemania). A su término, el cantante y guitarrista fue diagnosticado con bronquitis y laringitis severa, por lo que el espectáculo de la noche siguiente fue cancelado. Un par de días después, en la mañana del 4 de marzo Cobain fue encontrado inconsciente por su esposa, Courtney Love -conocida como la viuda negra del grunge-, mientras estaban en Roma y fue llevado a un hospital. Un médico declaró en una rueda de prensa que el músico reaccionó a una combinación de Rohypnol y alcohol. El resto de la gira fue cancelada.
En las semanas posteriores, la adicción a la heroína del líder de Nirvana reapareció. Después de que el músico se encerrara en una habitación con una pistola, familiares y amigos consiguieron convencerle de entrar en rehabilitación en Los Ángeles. Menos de una semana después escapaba y volaba hacia Seattle (en un avión en el que coincidió con el bajista de Guns n' Roses, Duff McKagan, quien siempre se ha preguntado públicamente si hubiera podido hacer algo en caso de darse cuenta de la situación). Una semana más tarde, el viernes 8 de abril de 1994, el cuerpo sin vida de Kurt Cobain fue descubierto por un electricista en su casa de Seattle. Se había quitado la vida tres días antes, el día 5 de abril de 1994. El día que Nirvana terminó y la música de los noventa murió. Moría el icono y nacía el mito.
Pero rebobinemos hasta el principio. Tampoco mucho, no es preciso, pues lo acontecido resultó tan fulgurante que solo hay que retroceder hasta 1987, cuando Cobain fundaba Nirvana con su colega de instituto y bajista Kirst Novoselic. Tras los típicos años de ensayo y error, lanzaban un año después su primer canción original, Big Cheese, en la que ya se reconocen todos los ingredientes de lo que terminaría dando el (inesperado) éxito al grupo.
En 1989 llegaba el LP de debut de Nirvana: Bleach. Una vertiginosa amalgama colérica de rock, punk y pop que en si misma no resultaba especialmente original. Canciones sin pulir como Negative creep o Blew, con alguna joya potencial que terminó convirtiéndose en clásico en su versión acústica del póstumo y superventas Unplugged in New York, grabado en noviembre de 1993 y lanzado como epitafio a todo el universo en noviembre de 1994. Es, claro, About a girl.
La MTV, entonces un canal muy influyente, estalló en trillones de añicos tras emitir por primera vez aquel inquietante vídeo con cheerleaders danzando en un ambiente hostil al fiero ritmo de unos rockeros desaliñados y enojados (ya con el bateristas Dave Grohl en sus filas golpeando los tambores). Ya no había vuelta atrás, Nirvana era la banda más arrebatadoramente guay del momento. Nadie sabía en realidad por qué, pero estaba pasando así. Nevermind ha vendido 30 millones de copias hasta hoy (y subiendo) gracias a composiciones como Lithium, Come As You Are o, por supuesto, Smells Like Teen Spirit. El improbable himno de una generación que derrocó al Rey del Pop.
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En ese contexto publicaba Nirvana su tercer disco, In utero (que iba a titularse I hate myself and I want to die, esto es, Me odio a mí mismo y quiero morir). Era septiembre de 1993. Habían pasado tantas cosas en dos años. El peso de la fama ya hacía estragos y aparecía en las letras de unas canciones ásperas y crudas. Crudísimas, a punto de explotar, como Scentless apprentice o Tourette's. Más de 15 millones de unidades acabaron en otros tantos hogares mientras el grupos giraba y giraba dando conciertos por todo el mundo, acaparando portadas y titulares de prensa. La caja registradora a pleno rendimiento tintineando y deglutiendo. Y Kurt Cobain, tan airado como endeble, responsable e imagen de todo el movimiento, devorándose a sí mismo ante nuestros ojos en el mismísimo epicentro. Heart-shaped box (Caja con forma de corazón) se titulaba originalmente Heart-shaped coffin (Ataúd con forma de corazón).
La maquinaria terminó engulléndole apenas unas pocas semanas después, poniendo fin a una trágica historia de autodestrucción que, para más inri, acababa con Cobain ingresando en el maldito Club de los 27 junto a otras leyendas fallecidas a esa edad como Jimi Hendrix, Janis Joplin o Jim Morrison. Medio año después de su suicidio veía la luz el mencionado Unplugged in New York, un reposado canto del cisne que revisaba el impetuoso repertorio del grupo dándole una ambientación prácticamente fúnebre. Toda una premonición y la última broma final del destino contra un Kurt que incluso después de muerto volvió a reinar en todo el planeta con ese acústico de tono lúgubre que bien podría interpretarse como su propio funeral televisado. Una taciturna despedida prematura, casi profética. La disculpa definitiva.
Como si de un concierto se tratase, la vida del líder de Nirvana tiene (por lo menos) un bis. Porque, como suele ser habitual tras el impactante fallecimiento (y el de Cobain lo fue como el que más) de una estrella, todo lo que hizo en vida se revaloriza a la fuerza. Así comienza una labor de arqueología musical que busca rentabilizar el fatal desenlace al tiempo que se mantiene de alguna manera vivo al icono de turno. Ya había aparecido antes algún descarte inédito de Nirvana con motivo de la reedición de sus discos, pero en 2015, con motivo de un profuso documental sobre su vida, directamente veía la luz un 'disco en solitario' de Kurt Cobain con maquetas, fragmentos de grabaciones y experimentos musicales. No tiene pinta de que él hubiera querido que escucháramos todo ese material que no publicó en vida, pero tampoco vamos a sorprendernos ahora de la impertinente voracidad, herederos mediante, de la industria musical. Vivo o muerto, el caso es no dejarlo en paz y mantenerlo prisionero.
Aunque el calendario diga lo contrario, el cambio de década de los ochenta a los noventa se produjo el 11 de enero de 1992, cuando Nirvana expulsó a Michael Jackson del número 1 en Estados Unidos. Ese fue el rubicón que quedó para la posteridad como el momento exacto en el que el mundo dejó de hacer el moonwalk y empezó a girar a una nueva velocidad impuesta por la rabia y la furia. Menos pasos de baile imposibles y más guitarrazos iracundos.