infoLibre publica un extracto de Nacionalpopulismo, un ensayo editado por Península en el que los politólogos Roger Eatwell y Matthew Goodwin se preguntan el porqué del auge de partidos de extrema derecha de distinto corte en América y Europa, y cómo puede afectar realmente a la democracia. En este fragmento de la introducción, los autores resumen los cuatro principales motivos por los que consideran que estas formaciones están ganando peso entre los votantes.
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Las cuatro palabras clave
Nacionalpopulismo
No podemos dar sentido a estas revueltas sin comprender cómo estas tendencias a largo plazo han estado remodelando la política en Occidente durante decenios. El nacionalpopulismo gira en torno a un conjunto de cuatro transformaciones sociales profundas que son la causa de la creciente preocupación entre millones de personas en Occidente. Nos referimos a estos cuatro cambios históricos como las «cuatro palabras clave». Suelen basarse en reivindicaciones legítimas, y es poco probable que desaparezcan a corto plazo.
La primera es el modo en que la naturaleza elitista de la democracia liberal ha fomentado la desconfianza hacia los políticos y las instituciones y ha alimentado la sensación entre numerosos ciudadanos de que ya no tienen voz en el debate nacional. La democracia liberal siempre ha tratado de minimizar la participación de las masas. Pero, en los últimos años, la distancia cada vez mayor que existe entre los políticos y los ciudadanos de a pie ha llevado a una ola creciente de desconfianza, no solo hacia los partidos mayoritarios, sino también hacia instituciones como el Congreso de Estados Unidos y la Unión Europea, una tendencia claramente indicada por los sondeos y otros datos. Nunca hubo una época dorada en que los sistemas políticos representaran a todos en la sociedad, y en los últimos años se han dado pasos importantes para garantizar que los grupos históricamente marginados, como las mujeres y las minorías étnicas, desempeñen un papel más importante en los órganos legislativos. Pero, al mismo tiempo, muchos sistemas políticos han pasado a ser cada vez menos representativos de los grupos principales, lo que ha llevado a muchos a concluir que carecen de representación, y ha impulsado el cambio hacia el nacionalpopulismo.
La segunda es cómo la inmigración y el hipercambio étnico están ayudando a la aparición de grandes temores sobre la posible destrucción de las comunidades y la identidad histórica de los grupos nacionales y de los modos de vida establecidos. Estos temores están envueltos en la creencia de que los políticos culturalmente liberales, las organizaciones transnacionales y la financiación mundial están mermando el país al alentar una mayor inmigración en masa, mientras que los programas «políticamente correctos» pretenden acallar cualquier oposición. Estas inquietudes no siempre se basan en una realidad objetiva, como refleja el hecho de que se ponen de manifiesto no solo en las democracias que han experimentado cambios étnicos rápidos y profundos, como en el Reino Unido, sino también en aquellas con niveles de inmigración mucho más bajos, como Hungría y Polonia. Son, no obstante, potentes, y lo serán aún más a medida que el cambio étnico y cultural siga afectando a Occidente en los próximos años.
La tercera es el modo en que la globalización de la economía neoliberal ha avivado unos fuertes sentimientos de lo que los psicólogos denominan privación relativa como resultado del aumento de las desigualdades en los ingresos y en la riqueza en Occidente y la pérdida de confianza en un futuro mejor. A pesar de que muchos partidarios del nacionalpopulismo tienen un puesto de trabajo y cuentan con unos ingresos medios o por encima de la media (incluso aunque muchos de estos empleos sean inseguros), la transformación económica de Occidente ha alimentado un intenso sentido de privación «relativa», la creencia entre determinados grupos de que salen perdiendo en comparación con los demás. Esto supone que sienten un gran temor sobre el futuro y lo que les espera para ellos y sus hijos. Este profundo sentido de pérdida está íntimamente ligado al modo en que el pueblo piensa sobre cuestiones como la inmigración y la identidad.
En la actualidad existen millones de votantes convencidos de que el pasado fue mejor que el presente y que este último, a pesar de ser sombrío, es aún mejor que el futuro. No forman parte de la clase marginal blanca y sin trabajo ni de quienes reciben ayuda social. Si el nacionalpopulismo dependiera del apoyo de los desempleados, entonces resultaría más fácil afrontarlo; se trataría de crear puestos de trabajo, sobre todo aquellos que ofrezcan una seguridad a largo plazo y unos salarios dignos. Sin embargo, la mayoría de las personas en esta categoría no se encuentran en el nivel más bajo de la escala; ahora bien, comparten la firme convicción de que el acuerdo actual ya no les sirve y que se está dando prioridad a otras personas.
Los líderes nacionalpopulistas se nutren de este profundo descontento, pero su camino en la corriente principal también se ha despejado por medio de una cuarta tendencia: el debilitamiento de los lazos entre los partidos mayoritarios tradicionales y el pueblo, o lo que denominamos como desalineamiento. La época clásica de la democracia liberal se caracterizó por una política relativamente estable, unos partidos mayoritarios fuertes y unos votantes leales; hemos sido testigos de cómo ha llegado a su fin. Numerosos ciudadanos ya no coinciden en gran medida con la corriente dominante. Los vínculos se están rompiendo. Este desalineamiento está haciendo que los sistemas políticos en Occidente sean mucho más inestables, fragmentarios e imprevisibles que nunca antes en la historia de la democracia de masas. En la actualidad, la política parece más caótica y menos predecible que en el pasado porque así es. Esta tendencia también se veía venir desde hace tiempo... y aún le queda mucho camino por delante.
Juntas, las «cuatro palabras clave» han creado un espacio considerable para los nacionalpopulistas, o lo que denominamos el «grupo de posibles», esto es, numerosos ciudadanos que sienten que ya no tienen voz en la política; que el aumento de la inmigración y el rápido cambio étnico amenazan a su grupo nacional, su cultura y sus modos de vida; que el sistema económico neoliberal los abandona en comparación con otras personas en la sociedad, y que ya no se sienten identificados con los dirigentes políticos.
Es preciso analizar estas tendencias en conjunto, y no presentarlas como enfoques antagónicos. ¿Por qué decimos esto? Lamentablemente, existe en Occidente un debate poco útil sobre el populismo que enfrenta a los factores entre sí, como si fueran mutuamente excluyentes. ¿Se trata de economía o de cultura? ¿Se trata de empleo o de inmigrantes? ¿Se trata de austeridad o de nacionalismo?
La realidad, claro está, es que ningún factor puede explicar el aumento de movimientos tan extremadamente complejos como estos. Aun así, algunos, como el periodista John Judis, sostienen que todo este cambio tiene que ver con «la economía, y no con la cultura», mientras otros, como los expertos Ronald Inglehart y Pippa Norris, afirman que es «la cultura, y no la economía». El primer enfoque afirma que las preocupaciones del pueblo sobre cuestiones como la inmigración son en realidad únicamente el resultado de dificultades económicas. El segundo considera que las inquietudes de las personas sobre cuestiones como la identidad actúan con independencia de su entorno económico, como se desprende del hecho de que muchos ciudadanos a quienes les preocupa la inmigración no son pobres, y muchos de los que votaron a los nacionalpopulistas tienen trabajo y suelen estar cualificados.
Pero este debate binario no ayuda en nada: la vida real nunca funciona así. Es demasiado simple y pasa por alto el modo en que pueden interactuar, y a menudo lo hacen, las inquietudes sobre la cultura y la economía. El enfoque a largo plazo que adoptamos es asimismo muy distinto de los argumentos populares que trazan una línea recta desde la agitación política a la crisis financiera, la Gran Recesión y la crisis de la deuda soberana en Europa. A muchos de la izquierda liberal les gusta ese argumento porque pone a la economía en primer plano, presenta a Trump como una consecuencia de la desigualdad provocada por la crisis o a los populistas en Europa como una reacción a la severa austeridad que se impuso a las democracias a raíz de la presión ejercida por las instituciones transnacionales no electas, como el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional (FMI).
No hay duda, como ya veremos, de que los acontecimientos trascendentales de la crisis y las ulteriores repercusiones exacerbaron las profundas diferencias culturales y económicas que respaldan el nacionalpopulismo en Occidente. Pero estas diferencias comenzaron mucho antes de la quiebra de Lehman Brothers. Los analistas financieros harían bien en observar el ciclo vital del nacionalpopulismo, como haremos en el próximo capítulo. Como dirán los austríacos, británicos, búlgaros, daneses, holandeses, franceses, húngaros, italianos, noruegos, polacos y suizos, el nacionalpopulismo era una fuerza importante mucho antes de la Gran Recesión; e incluso si no se hubiese producido, tendríamos que seguir lidiando con los nacionalpopulistas.
La llegada de una revuelta importante
Nuestro segundo argumento general es que el nacionalpopulismo tiene un potencial importante a largo plazo.
Una interesante macrocuestión es si las sacudidas políticas como el brexit y Trump son indicadores de que Occidente se aproxima al fin de un periodo de inestabilidad política o, por el contrario, está cerca de iniciar una nueva etapa de gran cambio. La primera opción se basa en la idea de que, a medida que los países dejan atrás la crisis financiera y vuelven a crecer, el pueblo regresa en tropel a los partidos tradicionales. También se rige por las actitudes sobre el cambio generacional.
Un argumento muy popular es que el nacionalpopulismo representa un «último alarido de cólera» de los hombres mayores blancos, que pronto serán sustituidos por los millennials tolerantes —nacidos entre los años ochenta y principios del siglo xxi—, que, según se nos cuenta, se sienten mucho más cómodos con la inmigración, los refugiados, el cambio étnico y la apertura de fronteras.
Los liberales progresistas aprecian este argumento porque concuerda con su propia identificación no como nacionalistas, sino como internacionalistas o «ciudadanos del mundo», y con su firme convicción de que Occidente está sobre una cinta transportadora que lo conduce hacia un futuro mucho más liberal. Señalan cómo solo uno de cada cuatro millennials dieron su aprobado al primer año de Trump en el cargo, en comparación con uno de cada dos de la «generación silenciosa», mucho más mayor, cuyos miembros nacieron entre los años veinte y cuarenta del siglo anterior. Señalan la aplastante victoria de Emmanuel Macron, un joven centrista liberal, en Francia en 2017. Y señalan el hecho de que el brexit fuera refrendado por dos de cada tres jubilados, aunque solo uno de cada cuatro tuviera entre dieciocho y veinticuatro años.
Dichas conclusiones reflejan asimismo las distintas prioridades de generaciones diferentes. Aunque en muchas economías establecidas los millennials son la primera generación moderna en estar peor a nivel financiero que sus padres, incluso después de tener en cuenta su mayor diversidad étnica, siguen siendo mucho más liberales que las generaciones de más edad. En las grandes democracias como Estados Unidos, el Reino Unido y Alemania, los millennials aceptan mucho más la homosexualidad y los matrimonios del mismo sexo, les preocupa menos la inmigración y tienen una actitud más positiva hacia ella, son más favorables que las generaciones de más edad a las relaciones y matrimonios entre personas de distintos grupos raciales y se oponen más a la pena de muerte, que es la piedra angular para definir que tienen valores liberales.
Con la llegada del presidente Trump se han agudizado aún más estas diferencias generacionales. Los millennials en Estados Unidos son más propensos que las generaciones de más edad a oponerse a la construcción de un muro en la frontera con México, que ocupó un lugar destacado en su campaña (incluida la promesa de que Estados Unidos no lo pagaría); a rechazar la idea de que el islam fomenta la violencia más que otras religiones, y a acoger favorablemente la inmigración, que coincide con la idea de que «la apertura de Estados Unidos a personas de todo el mundo es básica para definir quiénes somos como nación». En cada uno de estos puntos existen diferencias importantes entre los jóvenes y los mayores, como las hay en muchas otras democracias occidentales. Los nacionalpopulistas ganaron batallas por medio del brexit y Trump, según este razonamiento, pero a la larga perderán la guerra.
Este es, sin lugar a dudas, un argumento atractivo, sobre todo si ya se tiene una perspectiva liberal. Pero existe una visión opuesta, es decir, que en lugar de estar cerca del final, estamos más cerca del principio de una nueva era de fragmentación, inestabilidad y perturbación política. Visto así, el nacionalpopulismo está dando tan solo sus primeros pasos mientras los lazos entre el pueblo y los partidos tradicionales se rompen, y un cambio étnico sin igual y el aumento de la desigualdad siguen acelerando el ritmo.
Quienes mantienen este punto de vista apuntan a una lista de grandes cambios en Occidente que podrían darle la vuelta radicalmente a la situación actual: el aumento del interés público por la inmigración y el rápido cambio étnico, ninguno de los cuales disminuirá en los próximos años debido a la continua migración y a unas tasas de natalidad relativamente bajas en Occidente; las diferencias fundamentales en Europa y Occidente sobre la crisis de los refugiados y cómo abordarla; la aparición del terrorismo islamista y el hecho bien conocido de que los servicios de inteligencia están vigilando a cientos de miles de musulmanes radicalizados sospechosos en Occidente; el desmoronamiento del apoyo público a los partidos socialdemócratas de centroizquierda en Europa; una desigualdad extremadamente persistente y que va en aumento; las consecuencias continuas y muy impredecibles de la automatización; un nuevo conflicto cultural centrado en un conjunto de valores que compiten entre sí entre distintos grupos de votantes; el modo en que los nacionalpopulistas están empujando a algunos «no votantes» de nuevo a la política, y la escasa probabilidad de que muchos millennials y otros electores jóvenes hoy sientan una lealtad firme y tribal a los partidos mayoritarios, a diferencia de las generaciones de más edad. Los defensores de este punto de vista indican que, si bien en Occidente existen importantes diferencias generacionales y de valores, están determinadas en parte por la experiencia de la enseñanza universitaria, que todavía está fuera del alcance para muchos.
Mientras muchos en Europa vieron en la elección de Emmanuel Macron en 2017 el inicio del fin para el populismo, en unos meses los nacionalpopulistas habían hecho su primer gran avance en Alemania, habían regresado al Gobierno en Austria, fueron reelegidos en Hungría y, en 2018, se unieron a un Gobierno de coalición en Italia, donde se hicieron cargo del Ministerio de Interior. A finales de ese año, en España, que se consideraba inmune a la ultraderecha debido a los amargos recuerdos de la cruenta Guerra Civil (1936-1939) y a la posterior dictadura del general Franco (1939-1975), el partido nacionalpopulista Vox, fundado en 2013, se abrió paso en las elecciones de Andalucía, la región más poblada del país.
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Y al observar la edad de los simpatizantes nacionalpopulistas, como veremos en el próximo capítulo, queda patente que el argumento sobre el cambio generacional no es tan convincente como parece a primera vista. En términos muy generales, los jóvenes son más tolerantes que sus padres y abuelos, pero los nacionalpopulistas, no obstante, están forjando lazos con un número importante de gente joven que hoy se siente abandonada a su manera.
Como dijo en una ocasión Lao-Tse, el antiguo filósofo chino, quienes tienen conocimiento no predicen y quienes predicen no tienen conocimiento. En política, sobre todo, muchos pensarán que intentar predecir qué ocurrirá en el futuro es un juego de locos. Por eso deberíamos ser escépticos en cuanto a la afirmación de moda de que «el populismo ha alcanzado su punto máximo», que estas revueltas están a punto de desaparecer y no apenas comenzando. No compartimos este punto de vista: las pruebas que tenemos apuntan en otra dirección. El nacionalpopulismo no es una protesta relámpago. Después de leer este libro, puede que le resulte difícil no llegar a la conclusión de que parece abocado a que se le siga prestando la debida atención durante los próximos años. Tomar distancia y adoptar una perspectiva más amplia nos permite ver que, a diferencia de la opinión popular, los movimientos nacionalpopulistas han ganado un apoyo bastante leal de los ciudadanos que comparten inquietudes coherentes y muy sentidas —y en algunos casos legítimas— sobre el modo en que sus países y, de forma más general, Occidente están cambiando.
infoLibre publica un extracto de Nacionalpopulismo, un ensayo editado por Península en el que los politólogos Roger Eatwell y Matthew Goodwin se preguntan el porqué del auge de partidos de extrema derecha de distinto corte en América y Europa, y cómo puede afectar realmente a la democracia. En este fragmento de la introducción, los autores resumen los cuatro principales motivos por los que consideran que estas formaciones están ganando peso entre los votantes.