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‘Napoleón’ no sabe si reírse del conquistador o proclamar su grandeza

Fotograma de la nueva película de Rydley Scott.

Hace pocos días Christopher Nolan revivía un trauma de su carrera: cuando no pudo hacer una película sobre Howard Hughes porque Martin Scorsese se le había adelantado (con El aviador), y tuvo que tirar el guion que había escrito a la basura. El esfuerzo invertido en plantear como película toda una existencia ilustre, sin embargo, terminó siendo de utilidad para hacer Oppenheimer: “Fue la culminación de 20 años de reflexión, cuando ya había aprendido cómo destilar la vida de una persona, como verla de manera temática, para que la película fuera más que la suma de sus partes”. Nolan añadía entonces que el biopic, tal y como normalmente se produce en Hollywood, “nunca le ha parecido un género útil”.

Nolan es muy listo, y aquí daba con la clave según la cual los biopics —más allá de una admiración académica que suele darse por supuesta gracias a las metamorfosis de los intérpretes— podrían trascender su género para decir algo interesante. Algo que vaya más allá del regodeo en la relevancia de las gestas recopiladas por la biografía, que se comunique con el presente o al menos funcione como ficción pura. Los mejores biopics tienen una perspectiva, un énfasis particular en un aspecto de la criatura, y han de saber comunicar por qué esta debería importarnos. Un posible problema del Napoleón de Ridley Scott es que, claro, cómo no vamos a considerar a Napoleón Bonaparte alguien importante. 

La vida del militar corso es tan inabarcable y conocida, tan llamada a la leyenda y la mitología, que parece no existir metraje que le pueda hacer justicia. La versión original de Scott —esa que algún día llegará al mercado doméstico para seguramente convertirse en título de culto— duraba dos horas más que la que tenemos en cines, pero puede que ni tan siquiera cinco o seis sean suficientes: Abel Gance, en su clásico mudo de los años 20 también titulado Napoleón, pudo disfrutar de todo ese tiempo y apenas llegó a las primeras disputas matrimoniales del protagonista. Es mucho, demasiado, para cualquier película. Sobre todo si no tienes más intención que seguir ordenadamente las conquistas bélicas.

Centrándonos en el perfil de Scott como cineasta tenemos por suerte otro matiz, y es su habitual escepticismo hacia las grandezas individuales. Con la excepción de Gladiator —hoy muy recordada por la nueva colaboración con Joaquin Phoenix y la inminencia de Gladiator 2— las películas históricas de Scott atienden a las miserias humanas y las bajas pasiones. Scott está convencido de que la historia se compone de acontecimientos propulsados normalmente por gente mediocre, desbordada por sus propios actos, de ahí que quizá fuera el indicado para refutar la épica hagiografía que firmara Gance hace casi un siglo.

No por casualidad, las partes más estimulantes de Napoleón corresponden a la observación del personaje en las distancias cortas, extrayendo todo lo que de cómico ha tenido siempre su figura. Ese tipejo bajito y acomplejado, que solo se siente cómodo en el campo de batalla, y cuya ambición autodestructiva le convierte en candidato idóneo para meterse en una relación deliciosamente tóxica con Vanessa Kirby, Josefina Bonaparte. El humor socarrón fluye en escenas palaciegas donde el destino del mundo es dirimido por dos seres totalmente disfuncionales y Napoleón acapara entereza, vislumbra la ansiada perspectiva.

Lo que convierte a Napoleón en una película tan desigual es que el romance (o lo que sea) de Napoleón y Josefina solo es una parte de tantas en un entramado muy disperso. David Scarpa, que ya escribiera para Scott la también limitadita Todo el dinero del mundo, no logra dar con un foco, una narrativa que encapsule los necesarios checkpoints históricos, de ahí que la arbitrariedad que ya podía darse por sentada en un montaje que ha dejado atrás horas de metraje sea aún más ruidosa. Hay un temprano ejemplo nada más empezar la película, cuando asistimos a la decapitación de María Antonieta durante la Revolución Francesa.

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Una escena estupenda, que ya da cuenta de la ominosa retranca del conjunto, pero cuya inclusión solo parece obedecer a presumir en los tráilers y a la incapacidad de resistirse a incluir cierto episodio histórico en tanto a su fama mediática, sin importar si eso apoya a la visión del personaje o no. Y es que Napoleón no sabe qué visión del personaje dar. Ambas pueden rendir bien por separado —los piques con Josefina son divertidos, las batallas adecuadamente espectaculares—, pero su unión carece de rigor alguno y de una visión de conjunto. Algo a lo que por último no ayuda en nada la particular forma de rodar de Scott.

El director de El último duelo rueda muy rápido, y con muchas cámaras a la vez. Junto a su fallecido hermano Tony viene diseñando desde los años 70/80 una acción fragmentada, que en sus mejores momentos causa vértigo y en sus peores una sensación de desaliño, de alguien al que tampoco le quita el sueño componer planos y narrar desde dentro del encuadre. La actitud de Scott en los últimos años —mandando a hacer puñetas a cada historiador que le afea algún detalle de sus películas— se ajusta al modus operandi de “me importa todo un bledo”, y por divertida que sea halla su peor expresión en las imágenes.

Napoleón es capaz de devaluar su mismo diseño de producción a través del montaje histérico y la planísima fotografía de Dariusz Wolski. Y como, insistimos, tampoco hay realmente una forma meditada de mirar a Napoleón, solo se puede disfrutar de la interpretación histriónica de Phoenix, del gore de las batallas o de los ocasionales loles. Todo envuelto en una caótica acumulación de planos sin capacidad de ser algo más que esa “suma de las partes” contra la que alertaba Nolan, y que arrastran todos los biopics destinados al olvido inmediato. 

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