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Cultura

La obra de teatro que desentierra a Lorca con Orgullo y sin una palada de rencor

Juan Diego Botto como Federico García Lorca en 'Una noche sin luna'.
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En 1930, durante su estancia en Cuba, Federico García Lorca escribió una obra “atrevidísima”, con una técnica “totalmente nueva”, “lo mejor” que había escrito para teatro. Hablaba de El público, una obra metateatral que critica duramente el “teatro al aire libre”, el teatro burgués que abrazaba la moralidad convencional para no escandalizar, y reivindicaba el “teatro bajo la arena”, el que muestra “la verdad de las sepulturas”. En Una noche sin luna, escrita e interpretada por Juan Diego Botto y dirigida por Sergio Peris-Mencheta, los creadores le dan la vuelta a este ideal lorquiano y ponen en escena la arena bajo el teatro. Y en su sentido más literal: bajo las tablas del Teatro Español, donde recala hasta el 11 de julio, está la tierra de las fosas comunes, la tierra del barranco donde espera todavía el cuerpo del poeta, asesinado en agosto de 1936. Sobre esa literalidad se construye una gran fantasía, aplaudida cada noche desde su estreno por el público en pie que ya ha agotado las entradas: ¿y si Lorca se levantara, se sacudiera el polvo de la camisa y se subiera a escena, como hombre de teatro que fue, para contar su vida? ¿Y si fuera él el encargado de responder a la pregunta de por qué le mataron?

La fantasía, desde luego, casi parece verdad: pese a la barba que luce Juan Diego Botto, pese al nulo parecido físico, el actor parece transmutarse en el poeta. La transformación viene de un sitio más profundo: del estudio que durante tres años ha hecho Botto de la vida y la obra del granadino. Cuando empezó a escribir, creía que se trataría de un recital, con poemas y fragmentos de obras. Luego la idea fue creciendo hasta imaginar a varios actores, acompañados de una banda de música. Pero Sergio Peris-Mencheta, con quien ya había trabajado en la muy celebrada Un trozo invisible de este mundo, le insistió: aquello que estaba escribiendo, aunque él no lo supiera, era un monólogo. El resultado final nace de las conferencias impartidas por el granadino, de las muchas entrevistas que concedió, de algunas de sus cartas, de las descripciones que de él hicieron sus amigos y de un poquito, muy poquito, de su obra. Todo está tejido por Botto, que dibuja a un Lorca carismático, atrevido, polémico, vanidoso, sensible, comprometido, homosexual. O, como decían sus enemigos, “rojo” y “maricón”.

“Tengo la sensación de que muchas veces hay un proceso de lavado, de filtrado, para conseguir hacer de Lorca una figura folclórica, casi superflua, que conecta con lo arquetípico de la cultura pero sin llegar a grandes profundidades”, aventura Juan Diego Botto. “Y Lorca fue mucho más, fue un tipo que como cualquier gran artista supo conectar con las inquietudes sociales de su tiempo, que siempre tuvo una vinculación con los más frágiles, con 'los que no tienen nada y hasta la tranquilidad de la nada se les niega', como escribió él”. Los fragmentos de las conferencias y entrevistas elegidos no dibujan al Lorca que han querido crear algunos, tibio políticamente e incluso cercano al falangismo, sino al escritor que apoyó la candidatura del Frente Popular en 1936 siendo muy consciente de las consecuencias que tal cosa traería para él.

Este Lorca dice: “Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio del Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social”. Y dice: “El día que el hambre desaparezca, va a producirse en el mundo la explosión espiritual más grande que jamás conoció la Humanidad. Nunca jamás se podrán figurar los hombres la alegría que estallará el día de la Gran Revolución”. Y dice: “Yo soy español integral, y me sería imposible vivir fuera de mis límites geográficos; odio al que es español por ser español nada más. Yo soy hermano de todos y execro al hombre que se sacrifica por una idea nacionalista abstracta por el solo hecho de que ama a su patria con una venda en los ojos. El chino bueno está más cerca de mí que el español malo”. Y este Lorca hace: coordina la experiencia de cultura popular de La Barraca; firma manifiestos en contra de la dictadura de Primo de Rivera, en defensa del catalán, en contra del imperialismo estadounidense en Latinoamérica, en contra de Salazar; escribe poemas críticos con el papa por su cercanía al fascismo de Mussolini, con el capitalismo salvaje que percibe en Nueva York, con la represión de la Guardia Civil.

Juan Diego Botto, Premio Nacional de Teatro 2021

Juan Diego Botto, Premio Nacional de Teatro 2021

Este Federico García Lorca también ama a otros hombres (concretamente, aquí, a Rafael Rodríguez Rapún, miembro de La Barraca y su último amor). Este Federico García Lorca habla de la homofobia que sufría, y de su miedo, y de su valentía kamikaze contra ella. Este Federico García Lorca tiene pluma, una pluma orgullosa que es una declaración política. “Pensamos que podría ser polémico, porque todo es susceptible de ser polémico, pero me pareció, y estábamos ambos de acuerdo, que era el más bonito de los homenajes”, dice Juan Diego Botto. También habla el actor y dramaturgo de algo más sutil: “el heroísmo de la gente que no es aparentemente heroica”, el heroísmo del “hombre sensible, vulnerable, frágil, con sus maneras, que no es valiente ni se piensa valiente, y sin embargo es capaz de asumir actos de enorme valentía que otra gente aparentemente heroica, con una virilidad muy exterior, de grandes gestos y de dar un golpe en la mesa, nunca sería capaz de hacer”. La valentía de los débiles a los que Lorca siempre defendió, de los que le alejaba su buena cuna pero a los que le acercaba el temor lógico a la violencia del fuerte. La violencia que finalmente fue letal. “Reivindicar su homosexualidad es lo mínimo”, sigue Botto. “Si por mí fuera, el Orgullo de todos los años se tendría que abrir con una carroza dedicada a Lorca”.

“No es que su compromiso político y su homosexualidad sean polémicos, es que son discutidos todavía”, apunta con cierto enfado Sergio Peris-Mencheta. Recuerda un programa de La clave de 1980, en el que participaban varios miembros de La Barraca o Luis Rosales, en cuya casa fue detenido aquel día de agosto. “En ningún momento reconocen su homosexualidad”, dice Peris-Mencheta, “la pasan por encima, como quieren hacer muchos todavía”. Y lo mismo sucede, dice, con su compromiso político. ¿Por qué? “Por la misma razón por la que hay una parte de España que dice que hay que seguir tirando hacia adelante y dejar enterrado lo que está enterrado. Por la misma razón por la que una parte de España piensa que las mujeres tienen un papel en la sociedad que no les corresponde, que tienen que dedicarse a la crianza de los niños y a la casa”, responde el director. La obra deja bien claro que quienes vilipendiaron a Lorca en los años treinta por la representación que hacía de la mujer en Yerma o La casa de Bernarda Alba —una mujer deseante asfixiada por la sociedad machista—, por su ideología o por su orientación sexual siguen existiendo hoy bajo otra forma, y siguen poniendo el grito en el cielo contra quien critica al “español por ser español nada más”, o contra quien habla del “día de la Gran Revolución”. “Una de las razones por las que Juan [Diego Botto] decide que esto no es un recital, sino una obra de teatro, es porque hay un lazo entre la España de Lorca y la nuestra”, dice su compañero.

La Transición democrática —“entre comillas”—, continúa Peris-Mencheta, citando el texto de la obra, “cambió la verdad por la victoria”. “Creo que hay algo que está ahí”, continúa, “y que va a hacer muy difícil que nos reconciliemos, como ha sucedido en otros países, o que nos reconciliemos incluso con nosotros mismos. Es imposible porque hay un afán por no desenterrar lo que todavía no está limpio, lo que no está aclarado”. “Lo que todavía no está limpio” es lo que, en esta obra, espera bajo las tablas del teatro a que el público lo descubra. Peris-Mencheta habla de la escenografía, un escenario levantado que se va destruyendo poco a poco hasta mostrar el subsuelo, como “camposanto”, o como “desván” donde se guardan los cachivaches con los que uno no sabe qué hacer. Con los que una sociedad no sabe qué hacer.

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