"En el momento que el pueblo está enormemente contento, nosotros estamos enormemente tristes", se lamentaba Simón Sánchez Montero, dirigente comunista, en 1982. España iba a ser gobernada por primera vez desde el golpe de Estado por un partido de izquierdas, pero no solo era el PSOE quien conseguía tal hazaña, sino que el Partido Comunista Español se desplomaba hasta el 4,1% de los votos y cuatro diputados, por detrás incluso de la despeñada Unión de Centro Democrático. Si en 1979, Santiago Carrillo había obtenido 1,9 millones de votos y 23 escaños, situando al partido como tercera fuerza, tres años después le abandonaron más de un millón de votantes. Carrillo dimitió días más tarde y los comunistas no volvieron a recuperarse hasta que IU obtuvo 21 escaños en 1996.
Los historiadores Carme Molinero y Pere Ysàs, profesores en la Universidad Autónoma de Barcelona, han estudiado en su libro De la hegemonía a la autodestrucción. El Partido Comunista de España (1956-1982) (Crítica) cómo la organización pasó de ser la primera fuerza del antifranquismo a una entidad sin apenas peso político con la instauración de la democracia. Aunque el análisis abarca tres décadas y diversos motivos, los autores insisten en una idea: "Contrariamente a lo explicado a menudo, no fue el hundimiento electoral la causa del colapso del PCE, sino que su crisis interna fue la que le llevó al derrumbe electoral". Según el relato de los autores, el partido había estado sometido a tales sacudidas, tanto internas como externas, desde la muerte de Franco y el inicio de la Transición, que el fracaso en las elecciones fue tanto la consecuencia lógica de las acciones anteriores como la puntilla que acabó con lo que había sido la organización hasta entonces.
Y había sido mucho. Molinero e Ysàs señalan la "eficacia" de la estrategia adoptada por los comunistas en los años sesenta, basada en la presencia entre los trabajadores y los estudiantes, que cristalizaría en el auge de Comisiones Obreras —cuyo nacimiento como "movimiento sociopolítico" sitúan en 1962— y los Sindicatos Democráticos de Estudiantes. Aunque ambas estructuras sufrieron la represión del régimen, el partido optó por no volver a la lucha subterránea y apostó por "salir a la supercicie" y crear "zonas de libertad". "Actuaban abiertamente como activistas en distintos ámbitos sociales y procuraban crear, frente a la legalidad franquista, espacios de libertad", explican los autores.
En los setenta, la presencia de los comunistas en las universidades y en los centros de trabajo, e incluso en las asociaciones vecinales creadas por el franquismo, era notable. "Se trataba", defienden, "de aprovechar el campo de posibilidades que la práctica —aunque no las leyes— había normalizado". A lo largo de la década, y gracias también al distanciamiento de una URSS que, con su actitud en Checoslovaquia, estaba lejos de seducir a las nuevas generaciones, el PCE redobló sus fuerzas. La mayoría de los miembros del Comité Central elegido en 1972 habían nacido después de la Guerra Civil, y el partido, cuyos principales dirigentes estaban en el exilio, tenía apoyos amplios en los movimientos sociales, entre los estudiantes, en los centros de trabajo y entre los intelectuales.
Irónicamente, el entendimiento entre todos estos sectores, y entre estos y los líderes en el exilio, estaba lejos de resultar sencillo. De hecho, Santiago Carrillo llamó en 1979 a la "homogeneización" de la organización. Un proceso que, aseguraba, servía para "habituar a trabajar juntos a camaradas de formación y orígenes diferentes" en un momento en que unos acusaban a otros de inmovilistas y los otros a los unos de indisciplinados. Pero los autores advierten de que aquel buen propósito quedó cuestionado "en la práctica" y "al concepto de homogeneización se le acabó dando un significado notablemente diferente". A la cúpula del partido le sería muy difícil soportar la insumisión tímida aunque progresiva de la militancia, y esta comprendía difícilmente "la aceptación, sin apenas debate, de las decisiones y directrices de la dirección del partido".
Molinero e Ysàs hacen un análisis amplio del papel de Carrillo, que, en defensa de la "verticalidad" y la disciplina de partido cargó contra los intentos de federalismo en Euskadi y Cataluña, una crisis que tuvo eco también en Madrid. "La situación interna del partido no paró de deteriorarse", cuentan, entre críticas a los órganos, expulsiones y abandonos. Cristina Almeida, entonces concejala madrileña, decía: "No hemos cambiado nuestra mentalidad y eso hace que no seamos atractivos. (...) Sabemos luchar en clandestinidad, pero no estamos demostrando que sabemos luchar en la legalidad".
Pero los autores no responsabilizan solo a las decisiones internas del partido de su declive. Hubo también causas que estaban "lejos del alcance del partido". Por ejemplo, era difícil evitar que, con el salto a las instituciones, los movimientos sociales que habían construido durante décadas se quedaran sin líderes y perdieran fuerza. Los historiadores defienden que, en contra de lo que se ha defendido, la documentación interna consultada demuestra que el PCE ni abandonó a las bases ni "desactivó" la protesta —Carrillo viajó a España para tratar de promover una huelga general en 1976, sin éxito—. Con todo, el partido "constató pronto que [su] legalización y la celebración de las primeras elecciones habían comportado una cierta paralización de la acción en algunos de los principales movimientos asociativos".
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Y, aunque De la hegemonía a la autodestrucción no se centra demasiado en la acción de otros partidos, el PCE no estaba solo. Su apuesta por la unidad con las demás fuerzas democráticas, defienden los autores, tuvo un alto coste. Aunque la Constitución "tuvo una valoración netamente positiva en todo el partido", los Pactos de la Moncloa fueron presentados "con valoraciones positivas muy exageradas" por algunos dirigentes, que "encubrían sus limitaciones". El proceso de concentración democrática que proponía el PCE —y que le hubiera permitido obtener más poder que el que le garantizaba su representación parlamentaria— fue "rechazado frontalmente" por PSOE y UCD. A eso se añadía la presión de la prensa, muy pendiente de las batallas internas del partido durante esos meses. "Si se hubiera dado una movilización general o si se hubiera dado una unidad decidida contra la dictadura, en la que no hubieran quedado sectores significativos fuera, el proceso de Transición hubiera podido tener otras características", valoran los historiadores. Pero no pasó.
El PCE "no supo convertirse en un partido de lucha y de gobierno", resumen. La euforia de la victoria socialista —matizada por la crisis económica— eclipsaría la tristeza comunista que expresaba Sánchez Montero. La caída del PCE presagiaba, además, la caída del eurocomunismo. PeroMolinero e Ysàs encuentran otros motivos para el duelo: "Con la relevancia del PCE desaparecía también un inédito proyecto político, la vía al socialismo mediante la revolución de la mayoría y un no menos inédito modelo de socialismo en libertad".
"En el momento que el pueblo está enormemente contento, nosotros estamos enormemente tristes", se lamentaba Simón Sánchez Montero, dirigente comunista, en 1982. España iba a ser gobernada por primera vez desde el golpe de Estado por un partido de izquierdas, pero no solo era el PSOE quien conseguía tal hazaña, sino que el Partido Comunista Español se desplomaba hasta el 4,1% de los votos y cuatro diputados, por detrás incluso de la despeñada Unión de Centro Democrático. Si en 1979, Santiago Carrillo había obtenido 1,9 millones de votos y 23 escaños, situando al partido como tercera fuerza, tres años después le abandonaron más de un millón de votantes. Carrillo dimitió días más tarde y los comunistas no volvieron a recuperarse hasta que IU obtuvo 21 escaños en 1996.