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"Las potencias democráticas fueron aliadas más importantes para Franco que el Eje"

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Almudena Grandes (Madrid, 1960) encontró, en una de sus compras casi compulsivas de libros sobre la Guerra Civil, uno cuya portada le llamó la atención. En ella, un hombre "muy apuesto" con una cicatriz que le surcaba la cara hacía el saludo fascista. Era La guarida del lobo, de Javier Juárez, y el fotografiado era Otto Skorzeny, dirigente de las Waffen-SS y responsable en gran medida de la operación de evacuación de nazis hacia Argentina y España tras la II Guerra Mundial. Entre sus páginas, un tiempo más tarde, encontró una dirección: calle Galileo, 14, Madrid. No solo era un portal por el que pasaba casi a diario, de camino al cine o a un concierto. Allí había vivido durante décadas la dirigente nazi y falangista Clara Stauffer, y allí había dado refugio a centenares de criminales de guerra alemanes. 

"Me impresionó mucho que hubiera habido una red de estas dimensiones en un edificio por cuyo portal he pasado tantas veces", recuerda. De esa doble fascinación —Galileo, Stauffer— nació Los pacientes del doctor García, cuarta entrega de la saga Episodios de una guerra interminable tras Inés y la alegría, El lector de Julio Verne y Las tres bodas de Manolita. Ahora, en la serie que sigue el camino de los Episodios nacionales de Benito Pérez Galdós, se abren paso nazis, espías y diplomáticos internacionales. Un triple salto mortal que ha mantenido a la novelista atada al escritorio durante cuatro años —entre las anteriores transcurrieron dos— y que incluye por primera vez capítulos de no ficción entretejidos con la historia de Guillermo García, el doctor García, y el diplomático Manuel Arroyo. Dos hombres que no existieron de pura casualidad. 

Pregunta. La presencia de Clara Stauffer, personaje real, empapa todo el libro. 

Respuesta. Clara es el motor de la historia. Es un personaje fascinante, poliédrico, lleno de matices. Destacó como deportista y destacó también como política, porque fue una de las fundadoras de la Sección Femenina y ocupó el tercer peldaño del organigrama durante décadas. Porque, de alguna forma, era una mujer republicana, había gozado de la libertad y del estímulo de las mujeres republicanas. Cuando ganan la guerra y llegan al poder, lo primero que hacen ella y su amiga Pilar [Primo de Rivera] es privar a todas las mujeres españolas de las condiciones que a ellas las habían convertido en lo que eran. Y luego la cuestión de la doble militancia en todos los sentidos, porque era alemana y española. Ella viaja a Alemania con Mercedes Sanz-Bachiller [fundadora del Auxilio Social], pero también con las misiones de [el falangista Juan Luis] Beigbeder y otros militares que iban a hablar con Himmler de armamento. Me impresiona mucho y me resulta casi conmovedora su abnegación. Ella, después de la II Guerra Mundial, monta una red para salvar a los malvados, pero aunque apoyara la causa del mal fue una mujer entregada en cuerpo y alma a su causa. Se convirtió en una especie de gran madre de los nazis alemanes en cualquier parte de Europa. Eso acaba dibujando un personaje fascinante. No necesariamente positivo, pero sí fascinante.

P. En Santiago de Chile es habitual ver placas que recuerdan los centros de detención y tortura de la dictadura, en París las hay que homenajean a los deportados judíos bajo Vichy… ¿Sueña con una placa en Galileo 14?

Yo preferiría que Norman Bethune tuviera una calle en Madrid, en Príncipe de Vergara 36, que dijera: “Aquí estuvo el Instituto Canadiense de Transfusiones”. Prefiero reclamar en positivo que en negativo, aunque si pudiera contribuir a cualquiera de las dos cosas estaría orgullosa. Lo he dicho desde que empecé la serie: la democracia española tiene una serie de deudas inmensas con mucha gente. España nunca le ha agradecido a los exiliados españoles que no dejaran de ser españoles en el exilio. Nosotros no nos damos cuenta de lo que significa que consideremos a Alberti español, que consideremos a Cernuda español, a Buñuel… cuando tantos exiliados contemporáneos lo primero que han hecho ha sido nacionalizarse en el país al que llegaban. Esa tozudez de seguir siendo españoles hasta el final para que nosotros podamos ahora contarlos entre nuestros mayores… creo que el Estado español no es consciente de eso. Yo escribo esta serie porque los militantes antifranquistas molestan en el relato oficial de cómo llegó la democracia. Parece que eran unos pesados que se estaban jugando la vida cuando lo único que había que hacer era esperar a que se muriera Franco y a que se reunieran unos señores para arreglar esto.

 

P. Aunque toda la serie está muy cerca de la verdad histórica, en esta parece que se hace más presente. ¿Cómo ha influido eso en el trabajo de escritura?

R. Aquí parece que se hace más presente porque la no ficción está picada. Me di cuenta de que esta novela era difícil de contar porque es muy poliédrica: hay muchos escenarios, conflictos y realidades políticas distintas. La novela se va a Estonia, se va a Berlín, se va a Buenos Aires, hay implicaciones diplomáticas que a lo mejor a primera vista no se ven. En Las tres bodas de Manolita contaba la historia de mujeres anónimas, y yo me podía inventar las vidas de las presas de Porlier incluso si tenía muchos elementos de personas reales, como Juana Doña. No siento que haya más ambición en esta novela, he sido igual de ambiciosa en todas, pero es verdad que aquí ha habido personajes históricos, [el presidente de la República Juan] Negrín y [el diplomático Pablo de] Azcárate sobre todo, que he tenido que absorberlos y convertirlos en personajes de ficción.

Para escribir novelas como estas hay que llegar a un compromiso entre la libertad y la lealtad. La libertad es fundamental para cualquier autor y sin ella no escribes libro bueno, pero hay que ser también leal a la historia. Fiel no, porque me da igual que llueva o no llueva un día determinado; pero sí leal. Negrín es un personaje que yo he estudiado mucho, antes de este libro: me he leído sus biografías, he escuchado sus discursos, he visto mucho sus fotos… Yo hablé mucho con [el escritor] Paco Ayala de Negrín. Él fue un hombre de Negrín y fue a Checoslovaquia a intentar gestionar una venta de armas a la República, bajo su encargo. Le tiré de la lengua y él me contó un poco de cómo era.

P. ¿Cómo ha ido afinando esa negociación entre la libertad de la ficción, la verdad histórica y el compromiso a lo largo de la serie?

R. En Inés y la alegría tuve un primer choque cuando me apoderé de La Pasionaria como personaje de ficción. Ahí dije: “Si he sido capaz de esto, ya puedo hacer cualquier cosa”. Pero con el tiempo he ido corrigiendo errores. Aquí como es una novela con muchas falsas identidades, con muchas coberturas, he intentado que el lector no se pierda. La consecuencia más importante de este aprendizaje ha sido, digamos, impedirme a mí misma estar tan segura como lo podría estar, para no distanciarme de la posición del lector. Para eso me sirven mucho las lecturas de los amigos.

P. La presencia de los nazis en una novela tiene siempre un peso enorme, son casi un género en sí mismos. Sabiendo esto, ¿en qué momento decide que tenía que tratar la política internacional y la diplomacia de la época con una trama de espías de por medio?

R. Todas las novelas de la serie —hasta ahora, porque las dos próximas no— relatan el intento desesperado de los republicanos para llamar la atención de los Aliados para que les apoyen y saquen a Franco del poder. Primero, la invasión de Arán. Luego, la lucha armada. ¿Por qué siguió habiendo lucha armada en España? Porque se esperaba que los Aliados intervinieran al final de la guerra y, si aquí no había ningún movimiento, ellos no iban a tener nada que apoyar, y por eso hubo guerrilleros en España. Y ahora las iniciativas diplomáticas, que son muy desconocidas pero duraron décadas. Los republicanos nunca dieron su brazo a torcer. En esta época, Pablo Azcárate se desvivió por intentar condenas, e incluso después del fiasco de diciembre del 46, se intentó mantener la presión como se pudiera… hasta que Eisenhower vino a Madrid. Porque en el 47 ya se acaba todo. Y a pesar de eso, hay que decir en favor de nuestros compatriotas, no dejaron de luchar.

Realmente, los malos de la película, y en esta novela se ve clarísimo, fueron los Aliados. Las potencias democráticas fueron aliadas más importantes para Franco que el Eje. El Comité de Londres [el Comité de No Intervención] —y por eso lord Windsor-Clive aparece en el libro, y por eso Manolo Arroyo tiene pesadillas con él— cerró las puertas a la República y dejó abiertas las puertas por las que el Eje aprovisionaba a Franco. A partir de ahí, la verdad que hoy nos resulta fácil ver pero que en los años cuarenta era invisible era que a las democracias europeas, empezando por Churchill, le gustaba muchísimo más Franco que los demócratas españoles. Cada vez que veo películas de Churchill, o lo veo en un cartel [este verano se estrenó un biopic sobre el primer ministro], me pongo mala. Churchill fue para España lo peor. Y aquí tenemos malos por un lado y malos por otro. Esta novela a mí me ha obligado a tomar decisiones con una ambigüedad moral como nunca la había vivido. Los nazis fueron muy malos pero fueron también muy leales con Franco, y Franco fue leal con ellos. Los Aliados fueron traidores a los suyos. Los nazis y los fascistas italianos actuaron con una coherencia y un respeto a su propia ideología que los Aliados no tuvieron nunca. A la postre, para los republicanos el verdadero enemigo fueron Reino Unido y los Estados Unidos de América. Esa es la verdad.

P. Antes decía que había deudas por saldar, pero si hablamos de responsabilidades internacionales…

R. Si miras lo que pasó en Europa después de la II Guerra Mundial, la verdad de la buena es lo que dice Rita en un momento de la obra, que a los republicanos españoles les fue peor que a los nazis. A finales de los cuarenta, en Alemania occidental había elecciones, había Plan Marshall, había dinero. En el 49, los aliados hicieron la pirueta inconcebible de considerar a Austria país ocupado, entonces exoneraron a todos los austriacos de cualquier responsabilidad y Austria se liberó de todas sus culpas. En Italia, a finales de los años cuarenta había elecciones, derechos humanos, libertades. En España no. España se quedó ahí como secuestrada por la historia, en una especie de hoyo.

P. Apuntaba que la novela le había supuesto tomar decisiones moralmente difíciles. ¿Por qué?

R. Una de las mayores dificultades de la novela era Adrián, Adrián Gallardo. Yo pensaba: hay dos amigos y uno se va a Argentina suplantando a un criminal de guerra español. Pero, claro, el criminal de guerra español quién es. Hay que fabricar uno. Y me costó mucho ocuparme de Adrián. Porque es un ejemplo de cómo el siglo XX en general, y las ideologías totalitarias en particular, lograron convertir en monstruos a pobres hombres. Pobres hombres incultos e indefensos que acaban convirtiéndose en asesinos empujados por el clima, por unas ideas que ni siquiera comparten y también por el azar. Estoy convencida de que hubo muchos Adrianes. Desde luego no todos: también hubo muchos nazis convencidos.

Fue muy difícil construir el periplo de Adrián. Sí se sabía que hubo algunos centenares de españoles defendiendo Berlín, pero investigué qué pasó con los divisionarios azules. Descubrí que muchos habían ido a parar a unidades de voluntarios belgas. Luego descubrí que muchos belgas estuvieron en la III Panzerkorps, que estuvo primero en Ucrania y luego en Estonia. Entonces busqué en Google: “Campos de concentración en Estonia”. Ahí me tocó la lotería, y es muy triste porque te da una idea de la dimensión del Holocausto, y encontré este campo en Klooga en el que hubo una matanza de tales proporciones que los estudiosos consideran que solo pudo ser posible con la ayuda de voluntarios militares.

Cuando llegué con él ahí, no tenía más remedio que contarlo desde el punto de vista de Adrián, porque la novela ya tenía la estructura que tenía. Y contar un crimen de guerra desde el punto de vista del criminal de guerra es muy complicado.

P. Cuando acaba la II Guerra Mundial, los nazis se convierten en los villanos oficiales. ¿Qué pasa en un país como España para que cientos de nazis, de criminales de guerra, pasaran por aquí con la complacencia no solo de los gobernantes sino también de la sociedad?

R. Pasa que eran bienvenidos. Eso es lo que pasa. Ellos pudieron llegar aquí e integrarse porque eran bienvenidos por las élites sociales y por el Gobierno. Cuando acabé la novela, algunos amigos me contaron que leían pensando: “Les van a pillar, les van a pillar”. Porque, claro, tenemos la sensación de que si sale un nazi al final le pillan. Y eso no ocurrió ni aquí ni en Argentina.

¿De quién fue la responsabilidad? De nuevo, de los Aliados. Porque esto los Aliados lo sabían. Los Aliados entregaron varias listas de reclamaciones, la última, a la que José María Irujo le dedicó un libro, se conoce como “la lista de los 104”, “la lista de los alemanes odiosos”, “la lista negra”. En ella hay descripciones perfectas, con muchísimos datos, direcciones incluidas, y el franquismo no entregó a ninguno. Los Aliados lo consintieron.

P. Y lo consintió también la alta sociedad…

R. Claro, no tuvo ningún problema. En ese sentido, Clara Stauffer tuvo un gran papel, y otros, como los Víctor de la Serna, padre e hijo. Había muchos filonazis, o nazis directamente, muy bien instalados en la sociedad española, que pertenecían a las capas altas de la burguesía y que hicieron de anfitriones y acomodadores. La oligarquía que había surgido de la victoria franquista se acordaba perfectamente de la Legión Cóndor.

P. Hablemos de la otra burguesía, la republicana. Critica en varias entrevistas el poco reconocimiento…

R. No, no es poco reconocimiento: es exterminio directamente. La burguesía republicana se ha exterminado del relato. Si tú ves las películas de la Guerra Civil, las novelas, te das cuenta de que hay una especie de corrección política encubierta por la que los republicanos solo pueden ser víctimas o verdugos, héroes no hay. En cualquier caso, siendo una cosa u otra, son analfabetos, pobres, rencorosos porque el señorito ha violado a su mujer, son como bestiales, medio simiescos… Como en las películas de Villaronga, que parecen las novelas de Hemingway. Cuando realmente la República es fruto de una clase social que es la burguesía republicana. Es la que fundó la Institución Libre de Enseñanza, la que redactó la Constitución del 31… Si en España no hubiera habido juristas, profesores, intelectuales republicanos, el Estado del 31 no habría existido.

P. Sí que se habla sin embargo de escritores, de políticos…

R. Sí, como prohombres, pero no como clase social, que lo fue, y muchas veces se les pinta como... turistas.

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P. ¿Qué queda, después del franquismo, de esa clase acomodada pero con un compromiso firme de izquierdas?

R. Franco se cebó mucho con ella: los consideraba traidores a su clase. Y luego la sociedad española ha cambiado muchísimo. No es que todo sea burguesía, pero el proletariado desde luego no es igual. En esta sociedad en la que vivimos hay muchísima más información y conocimiento pero mucho menos compromiso. Partidos como Podemos se pueden equiparar con una nueva versión de la burguesía republicana izquierdista —supongo que no les molestará que diga esto, pero ya una nunca sabe—, aunque lo sea en una época distinta con otra relación entre las clases. Realmente el partido que más se ha acercado a esto históricamente ha sido el PSOE, lo que pasa es que a lo largo de la democracia ha sido muy reacio a asumir su propia memoria. Ya me gustaría a mí que hubiera un Negrín, pero yo no lo veo.

 

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