Todas no somos Montoya, la masculinidad tóxica como espectáculo en 'prime time'

Montoya junto a Sandra Barneda en 'La Isla de las Tentaciones'.

"¡Por favor, Montoya!", "¡Me has reventado por dentro!" o "¿Tú ves normal un coño en tu nuca? son algunas de las expresiones que han dominado las redes sociales en las últimas semanas gracias a la octava edición de La Isla de las Tentaciones. Un programa que, tras una bajada progresiva de audiencia, ha resurgido con fuerza gracias al fenómeno Montoya. 

Desde recreaciones de su carrera por la playa en un acto desesperado por confrontar a su pareja —que está teniendo sexo con su tentador— hasta su irrupción en medios internacionales como The View, donde la actriz Whoopi Goldberg y sus copresentadoras reaccionaron con una mezcla de lástima y fascinación, el drama extremo y la emotividad desbordada han convertido su historia en un fenómeno global. Pero, en este proceso de viralización, se ha desdibujado el análisis sobre las dinámicas patriarcales, las conductas de control normalizadas y el poder que tiene el programa de generar una narrativa determinada que moldea la percepción del público.

Las preguntas que surgen son muchas: ¿Qué tipo de comportamientos sigue promoviendo el reality? ¿Cómo influye la mirada externa en la forma en que interpretamos estas relaciones? ¿Cuál es el impacto de estas imágenes? Y, sobre todo, ¿qué está pasando con Montoya?

La imagen como motor narrativo: la construcción del drama televisado

En La Isla de las Tentaciones, la imagen lo es todo. Es el motor narrativo del programa, la herramienta con la que se mide la fidelidad y el pilar sobre el que se construye el drama.

“Hay más imágenes para ti”, repite Sandra Barneda en cada hoguera antes de mostrar a los participantes vídeos donde sus parejas perrean, juegan con hielo, se embadurnan en chocolate o, directamente, mantienen relaciones sexuales con los tentadores. La mayoría de los concursantes reaccionan con la misma frase: “No reconozco a mi pareja”. Como si la imagen televisiva tuviera el poder de resignificar la relación más que las experiencias compartidas fuera de la isla.

Pero este reality show no solo enfrenta a las parejas con sus propios deseos y emociones, sino con la mirada ajena. El miedo a la infidelidad no es solo el miedo a la traición, sino el miedo al escarnio público. Los concursantes no solo sufren por lo que hace su pareja, sino por cómo eso será percibido por los demás: “Qué vergüenza”, “su familia va a ver esto” o “¿cómo puede estar haciendo esto delante de toda España?” se convierten en algunas de las consignas más enunciadas.

Según Aida Vallés, psicóloga, sexóloga y terapeuta de parejas, el programa explota “esa tensión entre la identidad personal y la validación externa, la cual se incrementa con el hecho de que están siendo expuestos”. Esto es especialmente relevante porque, tal y como explica el filósofo Eudald Espluga en un artículo publicado en 2020 para El Salto Diario, el programa no es un reality de amor romántico, sino sobre la cultura del desarrollo emocional individualista: “El vocabulario terapéutico de la gestión emocional, la comunicación y la sinceridad lo impregna todo, hasta el punto que las hogueras se convierten en una escuela de individualismo ético, donde la autosuficiencia es mucho más importante que los sentimientos de otra persona: “¿Cómo te sientes?»,  «¿Crees que estás siendo tú mismo?», «¿Por qué hasta ahora no habías podido mostrarte cómo eras?”, escribe Espluga.

El tipo de parejas que acuden al programa, dice Vallés, tiene una idea “fusionada” del amor, donde “tú y yo somos una misma cosa”. Por lo que, cuando se enfrentan a una separación, el reality los empuja a “ese autodescubrimiento —tanto de sí mismos como del otro— que les está haciendo recuperar su individualidad. […] Surge un falso discurso de empoderamiento de “esta persona a mí no me va a volver a engañar”, “no me va a volver a tratar así…”. Por lo tanto, explica la psicóloga, “el vínculo queda en segundo plano y por eso ves que la preocupación de Montoya parece decir ‘me has destrozado’, pero lo que repite todo el rato es ‘qué vergüenza’, ‘qué vergüenza’, es decir, qué vergüenza cómo me estás dejando delante de todo el mundo”.

Este miedo al qué dirán se solapa con la narrativa impuesta por la propia Isla de las Tentaciones. Todo está diseñado para que el conflicto se alimente de sí mismo: la edición, el montaje y la estructura del reality están concebidos para potenciar las reacciones más viscerales y exageradas.

Un ejemplo claro de cómo el reality dirige la percepción del espectador es lo ocurrido con Sthefany y su pareja, Tadeo. En una de las fiestas, Sthefany aparece preocupada en su habitación por lo que su novio pueda pensar si la ve bailando y jugando con los tentadores. Para consolarla, todos —las otras concursantes y los tentadores— acuden a su habitación, y la animan hasta que ella termina bailando sobre la cama. Más tarde, en la hoguera, el montaje del programa solo le muestra a Tadeo la segunda imagen, omitiendo por completo la preocupación previa de Sthefany. Su reacción es inmediata: “Ha metido a toda la casa en su cuarto. No sé qué se le pasará por la cabeza ni por qué no me tiene en cuenta. Está haciendo el ridículo”.

Si bien su respuesta es claramente machista, también es innegable que ha sido víctima del relato generado por el programa.

La elección del casting y la guionización orquestada por el formato televisivo de Mediaset buscan generar un relato y una respuesta determinados, aquellos que les van a acercar al objetivo último del programa: ganar más audiencia. Y aquí es donde se produce el fenómeno Montoya.

Montoya: de la tragedia al meme

En el ensayo Realismo capitalista, del filósofo Mark Fisher, se recoge el análisis que hace el documentalista Adam Curtis sobre cómo la televisión conduce la edición para mostrarnos “el periplo emocional de las personas” que aparecen en los programas y, de esta forma, decir a los espectadores “lo que tienen que sentir” frente a esas imágenes. Según Curtis, esto es algo que se ha intensificado con el uso de Internet, el cual “incentiva la formación de comunidades de solipsistas, redes interpasivas de ‘mentes como uno’ que lo que hacen es confirmar más que desafiar los prejuicios y presupuestos de cada uno”. Es decir, el fenómeno de Montoya se origina a partir de la construcción de un relato —incentivado por el propio programa— que busca apelar a las pasiones y a un “sentir común” de los espectadores.

Por eso, en apenas unos días, la imagen de Montoya ha pasado de ser la de un concursante más en crisis sentimental a la de un icono tragicómico global. Su desesperación ha sido ridiculizada y convertida en meme, pero también ha generado una oleada de simpatía masiva: “Todos somos Montoya”. Se ha construido en torno a él un relato de héroe caído, de hombre traicionado por el amor, de víctima absoluta de una infidelidad retransmitida en directo.

Sin embargo, este relato ha eclipsado completamente los comportamientos problemáticos que Montoya ha mostrado dentro del programa. Más allá del dolor legítimo por la infidelidad, su reacción ha estado marcada por explosiones de ira y comentarios que, en otro contexto, serían percibidos como claros signos de una masculinidad construida sobre el eje de la violencia como mecanismo de defensa. Por ejemplo, la primera vez que Montoya ve imágenes de su pareja Anita jugando en una fiesta —sin haber sido infiel todavía se dirige hacia su habitación, arremete contra los objetos de su entorno y abre la puerta de una patada al grito de “qué vergüenza de tía”. En otro visionado, golpea el taburete en el que está sentado y la tablet donde están viendo las imágenes.

Mientras que en otros concursantes, como Eros, se han identificado en redes sociales sus comportamientos como los propios de un manipulador psicológico; los accesos de violencia de Montoya —bajo su espontaneidad y el envoltorio del drama épico viralizable— generan una percepción social completamente diferente.

Janira Planes, estratega de marca en Hamlet, explica el fenómeno Montoya por la forma en la que Internet desfigura determinados momentos hasta convertirlos en contenido viral: “En Internet triunfan este tipo reacciones exageradas, este tipo de programas y este tipo de guionizaciones. Esa hipérbole y esa performance sirven para utilizarlo como meme, porque encapsula muy bien una emoción (la desesperación)”.

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Según Planes, no importa que el programa siga perpetrando “estereotipos extremadamente heteronormativos de la familia nuclear, de la posesión, de la celosía, entre muchas otras cosas”, porque, en el momento en el que alcanza la dimensión de meme, “se pierde el contexto y “se goza sin saber realmente quién es Montoya o todo lo que puede haber hecho él también”, explica. Algo que, además, es alimentado por las marcas, quienes desean aprovechar el engagement sin “hacer una lectura realmente ética” de lo que se está mostrando, añade Planes. La viralidad genera un “efecto espejo” que nos impide ver qué hay más allá, dejando fuera cualquier atisbo de crítica sobre cómo estos comportamientos refuerzan la masculinidad tóxica más tradicional.

El fenómeno Montoya no es solo un producto de La Isla de las Tentaciones, sino un reflejo de cómo la espectacularización de las emociones se convierte en entretenimiento global sin un análisis crítico. La cuestión, por lo tanto, no es solo qué está pasando en la isla, sino qué está pasando con nosotros como espectadores; y hasta qué punto somos capaces de analizar las diferentes capas discursivas que los programas generan.

Porque, aunque el meme de Montoya desaparezca en unas pocas semanas, la maquinaria que lo ha convertido en un fenómeno global seguirá en marcha, generando nuevos relatos diseñados para captar nuestra atención, pero no para desarrollar nuestro sentido crítico.

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