Spasski sigue jugando contra Fischer

Cuando Bobby Fischer y Boris Spasski se sentaron ante el tablero de ajedrez aquel 11 de julio de 1972 en la capital de Islandia, sabían que no estaban solos. Su lucha por el título de campeón mundial representaba a la Unión Soviética y los Estados Unidos, respectivamente, y, por extensión, al comunismo y el capitalismo. Aquel encuentro entre el entonces número uno ruso y el aspirante estadounidense era una batalla más de la Guerra Fría. Pero no una cualquiera: era la batalla moral, intelectual y psicológica definitiva. Por eso Reikiavik, escrita y dirigida por Juan Mayorga (del 23 de septiembre al 1 de noviembre en el Centro Dramático Nacional), es más que la historia de dos locos del ajedrez que juegan a ser los campeones. Es una historia sobre la derrota. 

Una derrota que va más allá de la de los maestros. Los protagonistas son, en realidad, Bailén y Waterloo (los actores Daniel Albaladejo y César Sarachu), dos hombres extraños que se encuentran cierta frecuencia para jugar a interpretar a cada uno de los contrincantes de la lucha, turnándose azarosamente los papeles. Y un tercero, un muchacho (interpretado por Elena Rayos) que se detiene a observar el invento. "Igual que en el ajedrez se ponen piezas en juego, aquí se ponen personajes en juego. Y cada vez con variantes distintas", explica el dramaturgo. Bailén y Waterloo ponen en pie el encuentro como si fuera una obra teatral, y representan diálogos, hechos, llamadas. "No estamos ante una obra de teatro documental, no es lo que los historiadores han contado, sino lo que cuentan los personajes", advierte Mayorga, Premio Nacional de Literatura Dramática em 2013. No es casualidad que estos se llamen como las grandes derrotas de Napoleón. 

Los paladines de la Guerra Fría

La segunda esposa de Spasski, Larissa, no era bailarina del Bolschói ni fue a visitarle nunca a Reikiavik. César Sarachu dice no haberse preocupado de si imitaban correctamente a los ajedrecistas: "Bailén y Waterloo no son actores profesionales". Pero en este juego de espejos —unos actores que interpretan a dos tipos que juegan a ser personajes históricos— hay más de una verdad y, sobre todo, una clave. "Aquel enfrentamiento entre dos hombres que, a pesar de sí mismos —porque Fischer no era un hombre politizado ni Spasski era realmente un comunista— se ven impulsados a sostener sus respectivas banderas, ese juego de elegir el mejor de nosotros, va más allá del tiempo de la Guerra Fría y tiene un carácter mítico que observamos en La IlíadaLa Ilíada", explica el dramaturgo. Héctor y Aquiles en una guerra que desvió la violencia a los campos más insospechados de la vida pública.

Fischer era "un chaval de Brooklyn que no participaba del sueño americano" (en palabras del escritor), un inadaptado dotado únicamente para el ajedrez que aprendió gracias a un manual. Spasski era la cabeza del exitoso equipo soviético, que se había pasado el título de mano en mano desde 1948. Cada uno parecía asimilarse al sistema al que pertenecía: "Me parecía interesante imaginar cómo uno podría pensar en Fischer como un representante del individualismo capitalista y en Spassky como un representante del colectivismo, y ver que ambos llegaron al mismo sitio: la soledad y el ostracismo". Ganó Fischer —profetizando extrañamente la caída del muro 12 años más tarde— y Spasski fue vencido. El primero fue encumbrado como héroe nacional y del "mundo libre", pero se negó a disputar nunca más un torneo oficial, adentrándose en un estado de paranoia con el paso del tiempo. Spasski se convirtió en la vergüenza del comunismo, fue desposeído de sus lujos y sustituido por Anatoli Kárpov al frente del equipo.

"Ese liberalismo radical de Fischer acaba en una desconfianza hacia todo, mientras que Spasski pertenece a una cultura en la que el error es juzgado como traición al grupo y no es consentido", aventura Mayorga. Ha tenido tiempo para pensarlo. La obra, publicada escrita en 2013 y publicada en 2014 en una antología (La Uña Rota), vio la luz el pasado año en un modesto centro cultural de Carabanchel. Es la segunda vez que Mayorga se lanza a dirigir un texto suyo tras la lengua en pedazos. El texto ha cambiado tanto durante los ensayos que la editorial ha tenido que lanzar un nuevo título. 

"La experiencia comunista no está liquidada"

"Más que dos naciones, estos hombres representan dos órdenes", señala Mayorga. Fue eso, claro, lo que hizo que medio mundo atendiera una partida de ajedrez durante varios días y tomara a dos extraños genios como modelos. Ahora, la realidad es bien distinta. No hay dos órdenes que representar, o al menos no de forma tan flagrante. El capitalismo parece no haber perdido nunca el título de campeón del mundo. Aunque no es esta la opinión del escritor: "La tensión entre el mundo de la libertad y el mundo de la justicia no ha dejado de darse. La pregunta en torno a qué sociedad queremos armar no ha acabado con el colapso de la Unión Soviética. En ese sentido, la experiencia comunista no está liquidada".

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Hay que preguntarse también qué nos dice la partida de ajedrez sobre la partida política librada durante la Guerra Fría. "¿Por qué Fischer no sostiene el título? Probablemente porque aparece en él el terror a la derrota, porque no podía llegar más lejos", subraya Mayorga. Fischer murió perseguido por su propio país —años más tarde aceptó jugar en Belgrado, precisamente contra Spasski, pese al bloqueo estadounidense contra la entonces Yugoslavia por la guerra contra Bosnia—, mientras Spasski es ciudadano francés y continúa impartiendo charlas. El dramaturgo apunta: "Spasski, siendo derrotado, comprendió mejor a los demás y a sí mismo y pudo convertir la agonía en una situación de conocimiento".  Irónicamente, el ruso llegó a afirmar antes de la partida: "Lo que me hace menos vulnerable que Bobby es mi habilidad para aceptar la derrota". 

No es la primera vez que el autor se introduce en el imaginario soviético. Está en Cartas amor a Stalin (1999) pero también está, más recientemente, en Famélica, una obra en la que no enfrenta a capitalismo y comunismo, sino que sitúa al segundo como posibilidad revolucionaria dentro del primero. En aquella obra, como en Reikiavik, los personajes centrales forman una "sociedad secreta" que juega a cambiarse de identidad, un tema que Mayorga considera "extraordinariamente rico, y muy contemporáneo en un tiempo de teatralización máxima como este".

Lo que en Famélica es un acto revolucionario, en Reikiavik es un juego. O quizás ambos términos se confundan. Ponerse un nombre en clave o jugar a ser otro, todo viene a ser lo mismo: negar el sistema dado. "La política de nuestro tiempo tiene mucho que ver con el teatro. Estamos condenados a representar personajes que no hemos elegido. Eso es la dominación", denuncia. Frente a una narración que parece unívoca e inalterable, el escritor reivindica una salida: "Elegir tu personaje y tu texto. Elegir tu propio nombre". 

Cuando Bobby Fischer y Boris Spasski se sentaron ante el tablero de ajedrez aquel 11 de julio de 1972 en la capital de Islandia, sabían que no estaban solos. Su lucha por el título de campeón mundial representaba a la Unión Soviética y los Estados Unidos, respectivamente, y, por extensión, al comunismo y el capitalismo. Aquel encuentro entre el entonces número uno ruso y el aspirante estadounidense era una batalla más de la Guerra Fría. Pero no una cualquiera: era la batalla moral, intelectual y psicológica definitiva. Por eso Reikiavik, escrita y dirigida por Juan Mayorga (del 23 de septiembre al 1 de noviembre en el Centro Dramático Nacional), es más que la historia de dos locos del ajedrez que juegan a ser los campeones. Es una historia sobre la derrota. 

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