El libro Manifiesto por una democracia radical plantea una mejora de la calidad democrática que deje atrás los conceptos de izquierda y de derecha del siglo pasado. Pero también aboga por recuperar y aunar rasgos de las dos grandes ideologías que han construido Occidente: el liberalismo y la socialdemocracia.
infoLibre publica un extracto de la obra para proponer una solución: "Sólo una alternativa política que subsane los errores cometidos y esté preparada para abordar los nuevos desafíos podrá revertir la polarización y la fragmentación social", sostiene Sevilla.
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1. En este siglo XXI hemos alcanzado los mayores niveles de bien-estar —una amplia minoría— y de conocimientos que jamás haya visto nuestra especie. Así, se ha puesto un satélite en Marte que enviaba imágenes en directo que se podían ver con nuestros iPad, se ha regulado la técnica CRISPR para modificar los genes que transmiten enfermedades hereditarias, o se ha creado un telescopio capaz de captar los restos del big bang, en un viaje no sólo en la distancia, sino en el tiempo.
Y, junto a eso, seguimos utilizando las guerras y la violencia—más de una treintena de conflictos bélicos en activo— como método para resolver problemas, y las democracias vuelven a estar amenazadas por el populismo autoritario, interno y externo, como nunca en tres décadas se relativiza la verdad de los datos y aumentan los negacionistas de todo tipo.
2. Los tres inventos más disruptivos del siglo XX son la penicilina (1928), la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y los microchips (1958). Los tres son fruto de la razón. Quiero hacer hincapié en el segundo, aprobado por las Naciones Unidas, y en cuyo artículo primero se proclama que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos», proposición revolucionaria en aquel momento, e incluso hoy, que va en contra de la mayoría de las teorías previas sobre la naturaleza de los seres humanos y de la evolución histórica, llena de conflictos y guerras basados en algún u otro tipo de concepción supremacista por parte de algunos humanos sobre otros humanos.
3. Los humanos somos animales sociales, formados de átomos, como toda la materia del universo, en los que predomina el carbono, oxígeno, nitrógeno, hidrógeno y fósforo, con un manual de instrucciones (ADN) y una maquinaria celular capaz de leerlo para reproducirse en consecuencia. Nuestra supervivencia depende del apoyo y protección que recibamos de la familia, la tribu o el grupo en que nacemos, que, además, nos proporcionará las herramientas imprescindibles para la vida, como los conocimientos adquiridos (para lo cual necesitamos un idioma) y todo aquello que nos predispone a la cooperación con el grupo (compartir creencias, principios organizativos, actitud, etcétera). Casi desde el principio, los humanos nos hemos preguntado: ¿quién soy?, ¿qué hago aquí?, y ¿para qué estoy aquí?
Nuestra relación social oscila entre imitar/rivalizar, admirar/ criticar a los demás. Entre ser como todos (pertenencia a un grupo que te reconoce y acepta) y conservar nuestra individualidad (ser especial y distinto).
4. El mejor análisis, todavía hoy, de la naturaleza humana lo encontramos en Platón y su alegoría del carro alado en el Diálogo Fedro: el alma humana es como un carro tirado por dos caballos y guiado por un auriga. Uno de los caballos representa los impulsos positivos (gratitud, interés, alegría, amor, esperanza…), mientras que el otro representa las pasiones negativas (frustración, odio, miedo, ira, asco…). Y el auriga representa a la razón, que intenta controlar a ambos caballos que quieren ir en direcciones opuestas y guiar el carro hacia lo más alto, que es donde viven los dioses.
En el ámbito individual, esta visión es similar a la adoptada con posterioridad por el estoicismo, cuyo objetivo es conseguir que la razón encuentre métodos para controlar las pasiones, porque la virtud se encuentra del lado de la razón.
Defenderé que en el ámbito social/político se puede trasladar el mismo razonamiento. Aceptando la existencia de las pasiones, apostar por la guía de la razón para controlarlas y establecer las reglas de convivencia más positivas para la mayoría de los humanos. La democracia representa el dominio de la razón, mientras que el populismo responde al dominio de las pasiones irracionales.
La dualidad del ser humano está recogida en el mito romano de Jano, con sus dos caras, atributos de la puerta (entrar/salir) o de la llave (abrir/cerrar) con los que se identificaba. También en el yin/yang del taoísmo, referencia a las dos fuerzas opuestas y complementarias, presentes en todo el universo y también en los humanos.
También está recogida en las religiones que hablan de Dios (el Bien) y el Diablo (el Mal), ambos con capacidad de influir en los seres humanos, que oscilan entre uno y otro como el carro alado entre un caballo y el otro. Por ello son capaces tanto de lo mejor (altruismo, cooperación, ciencia…) como de lo peor (masacres, campos de concentración, genocidios…).
Freud lo recogió en su segunda tópica como Eros (pulsión de vida) y Tánatos (pulsión de destrucción y muerte).
También la teoría cuántica descubrió la dualidad onda-partícula como característica de los corpúsculos materiales, lo que puso fin al determinismo newtoniano abriendo la época de la incertidumbre en la física.
Recientemente, el psicólogo social Jonathan Haidt ha retomado la idea analizando por qué la religión y la política dividen a la gente inteligente. Y basándose en la evidencia existente en neurociencia, psicología social y evolución, llega a conclusiones menos positivas sobre los humanos: si las pasiones son un elefante y la razón es el jinete que lo dirige, la razón se vería arrastrada por las emociones y su papel se reduce a justificar lo hecho. Tomamos decisiones de manera intuitiva, condicionados por las emociones, y, luego, la razón justifica las acciones realizadas creando relatos que las hacen entendibles y asumibles por nosotros. Según esta visión, que tiene en el filósofo Spinoza —«la esencia del hombre es el deseo»— un potente antecedente, seríamos no tanto animales racionales como animales razonadores, y utilizamos la razón para justificar las decisiones adoptadas a partir de la intuición emocional.
La historia de la humanidad se explicaría, pues, no por la lucha de clases (Marx), sino según resulte la lucha entre el auriga de Platón y el elefante de Haidt, entre la razón y las emociones/pasiones.
5. Los grupos humanos se han estructurado en torno a una autoridad de la que emana el poder para establecer normas y asegurar su cumplimiento. A cambio, garantiza protección al grupo.
A lo largo de la historia, los criterios para establecer una autoridad reconocida por el grupo han sido varios: el parentesco, la experiencia/edad y, sobre todo, como ocurre con otros animales sociales, la fuerza.
En paralelo, pero con puntos de contacto, también se ha mantenido unido al grupo sobre la base de los relatos comunes que configuran una narración de grupo que le dota de identidad. Las religiones y los dioses forman parte de estos relatos, como la misma historia o los mitos sobre el grupo, que acaban configurando una tradición compartida. En el principio fue la palabra, y es mediante la palabra que accedemos a dar nombre a las cosas y a conocer el mundo. Por eso los relatos que nos unen o que nos separan son tan importantes: le dan sentido a lo que queremos o hacemos y lo hacen asumible/deseable/repudiable.
6. Somos individuos plurales que vivimos en sociedades plurales, susceptibles de ser polarizadas. Individuos plurales quiere decir que contenemos varias características (sexo, color de piel, idioma, gustos, pensamientos…) que pueden combinarse de diversas formas. Construir identidad sólo a partir de un rasgo que se supone predominante e inmutable es una incorrecta simplificación que cometemos de modo permanente.
Quiere decir que al contrario de lo que defiende el anarcoliberalismo fundamentalista, en las sociedades existe algo más que los individuos. Que exista una sociedad significa que hay un todo superior a la suma de sus partes, con una lógica colectiva y unas necesidades diferentes en las que, por ejemplo, muchas de nuestras actuaciones producen efectos externos no previstos, impactos positivos o negativos, sobre otros. No respetar las normas durante una pandemia, por ejemplo, ayuda a que otros se contagien por nuestra culpa. Eso implica la necesidad de reglas comunes y de un órgano como el estado que las gestione. De la misma manera, la psicología de las masas no es exactamente igual que la individual, por lo que hemos visto a las masas realizar acciones que en ningún caso emprenderían sus participantes de forma individual. En ambos casos, el todo es más que la suma de las partes.
Susceptibles de ser polarizadas quiere decir que las diferencias existentes (no pensamos igual, no creemos en los mismos dioses, no sentimos lo mismo, tenemos sexos o colores de piel distintos…) son objetivas. Pero a partir de ellas se puede optar por buscar lo que nos une por encima de dichas diferencias, aquello que tenemos en común para construir desde ahí un marco social en el que podamos desarrollarnos todos en pie de igualdad, o bien podemos hacernos fuertes en las diferencias y buscar la confrontación, el enfrentamiento y la imposición de unos sobre otros.
Según qué actitud adoptemos frente al diferente (expulsarlo, reprimirlo, soportarlo, aceptarlo, integrarlo, pactar), así será el modelo de sociedad en el que viviremos.
7. El ser humano es un animal social que ha basado su evolución y supervivencia en el altruismo y en la capacidad para entenderse y cooperar dentro del grupo («nosotros»). La rivalidad/confrontación y el egoísmo se han desarrollado respecto a quienes no forman parte del grupo («los otros»).
Por eso es tan importante la definición del nosotros/ellos que se ha aplicado sobre la base de dinámicas sociales evolutivas: vínculos familiares, de cercanía, nacionalidad, o de características individuales: compartir la misma religión o creencias, color de piel, sexo, etcétera, o pertenencia a la misma clase social.
8. A lo largo del tiempo, esa definición ha ido cambiando. Así, la cooperación ha ido ganando en complejidad gracias al desarrollo del lenguaje y del pensamiento en su doble acepción: la razón/técnica/ciencia, así como la creación de referencias culturales simbólicas capaces de gestionar/controlar nuestras emociones y de mantenernos unidos. Por otra parte, a mayor complejidad de los problemas, mayor necesidad de ir ampliando el tamaño del grupo social de referencia, el nosotros, pasando éste desde la familia hasta el clan, el pueblo, la nación o la especie en su totalidad.
Toda definición de nosotros incluye y a la vez excluye. Por ejemplo, si nosotros somos los españoles, incluirá a todos los nacidos en España o que tengan su nacionalidad, y excluye a los franceses, etcétera. Pero si nosotros somos «los verdaderos» españoles — es decir, quienes comparten una misma visión concreta de España—, habrá muchos españoles que no compartan esa visión y también serán excluidos. Si nosotros somos las mujeres, se excluye a todos los hombres. Y si es los hinchas de un club de fútbol, se excluye al resto. Y así.
El asunto no es menor porque tendemos a practicar la fraternidad entre nosotros y la rivalidad con los otros.
La definición suele depender del problema al que se quiera hacer frente. La pandemia, por ejemplo, definió como nosotros a los humanos, aunque la gestión política de la pandemia acabó separando y polarizando un nosotros contra el gobierno y otro nosotros a favor. Pero (casi) todos aceptamos la vacuna.
Cuanto más amplia y general sea la definición, mayor será el número de incluidos y menor el de excluidos.
La democracia es el sistema político más inclusivo, con un nosotros amplio y, por lo tanto, basado en la cooperación como principio hegemónico. Los populismos definen un nosotros excluyente, porque buscan dividir y confrontar como sistema.
9. Las sociedades que en cada momento hemos ido formando están configuradas por tres círculos dinámicos, en cierta forma, superpuestos: lo que nos une, aquello sobre lo que debemos ponernos de acuerdo y lo que nos separa.
Lo que nos une, el primer círculo, es aquello que tenemos «nosotros» en común. Con el predominio del nacionalismo desde el siglo xix, en el ámbito político suele ser tener la misma nacionalidad, el mismo pasaporte. Recordemos que Stefan Zweig cuenta cómo la imposición del pasaporte tras la Primera Guerra Mundial para viajar por Europa se vivió como una restricción a la libertad de movimientos de las personas.
El marxismo intentó confrontar al nacional otro «nosotros»: quienes tienen en común disponer de la propiedad de los bienes de producción (burguesía) y quienes sólo disponen de su fuerza de trabajo, que ponen a disposición de los anteriores (proletariado). Ambos nosotros tienen dimensión universal, de ahí su lema «proletarios de todos los países, uníos», el carácter mundial de la revolución y la negativa a que los proletarios fueran a combatir en la Primera Guerra Mundial por considerarla una guerra de burgueses. Ganó el relato del nosotros nacional frente al nosotros clase social; y convencidos de que era lo correcto, los proletarios y burgueses de un país fueron a pelear contra los proletarios y burgueses de otra nacionalidad.
Respetando el marco nacional (luego veremos que en el siglo XXI esto está siendo una restricción negativa), la democracia define un nosotros que considera a todos aquellos que viven bajo las reglas aceptadas que definen la democracia (una Constitución o similar). Sin más restricciones. Como explicó Habermas al hablar del «patriotismo constitucional» como lo que nos une y tenemos en común, en democracia, pues, el «pacto constitucional» define al nosotros.
Estas reglas constitucionales democráticas se basan en cuatro principios frente a los que todos los miembros del nosotros tienen los mismos derechos y oportunidades. Primero, libertad real para desarrollar el proyecto de vida que cada uno decida, sin violentar ni verse violentado por el de los demás. Segundo, igualdad de trato, de derechos y de oportunidades por ser ciudadano y al margen de la clase o grupo social en que se haya nacido. Tercero, fraternidad, compromiso de respetar al diferente, ayudar a quien lo necesite y cooperar con y entre todos. Y cuarto, principio de diferencia, tratando de manera desigual y compensatoria a los desiguales.
El segundo círculo parte del primero y de la libertad de opinión que incluye. Se refiere a aquellos temas en los que no estando todos de acuerdo, debemos ponernos de acuerdo porque afectan al interés general; es decir, al de todos.
Este círculo incluye lo que entendemos por cuestiones de estado o la posición de país ante problemas comunes: una pandemia, el cambio climático o una negociación internacional. Y llegamos a él mediante el debate y la negociación como métodos, pero con el consenso como objetivo necesario e imprescindible.
Por último, en el tercer círculo está lo que nos separa, aquello en lo que no todos pensamos lo mismo ni tiene por qué consensuarse. Ahí entra el juego político habitual, con sus campañas, sus debates, sus alternativas y las votaciones/elecciones como método para resolver conflictos.
Los dos primeros círculos no pueden abordarse desde una mitad de los ciudadanos contra la otra mitad, opción que sí es legítima en el tercer círculo.
10. La democracia hunde sus raíces en la Ilustración y encarga a la razón la elaboración de normas que permitan controlar las emociones humanas negativas capaces de destrozar el nosotros. Por consiguiente, actúa como el auriga de Platón: parte del reconocimiento de las debilidades y riesgos presentes en la naturaleza humana, y desde la desconfianza ofrece un freno mediante reglas pactadas desde la razón.
La democracia es un Estado de derecho, con libertades reales y votaciones que recogen la opinión del nosotros. Los tres componentes son igual de importantes, y deben cuidarse por igual para evitar «la muerte de las democracias» a manos del populismo, que inflama las pasiones contra la razón y rompe el nosotros (polarización).
La democracia no excluye los conflictos, pero establece cauces y procedimientos reglados para abordarlos.
11. En democracia, la política no es un arte que persigue la búsqueda y retención del poder (Maquiavelo) ni pretende hacer de la necesidad virtud. Antes bien, consiste en convencer a una mayoría de que tu virtud/principios son necesarios para resolver, mejor que los de tu adversario, los problemas de los ciudadanos.
En democracia, la política es un medio, reglado, para hacer algo en favor de los ciudadanos, no para ser alguien la persona que se dedica a ella. Por eso se debate sobre los problemas reales y las distintas soluciones ofrecidas y no sobre las personas. Hacer política basada en el insulto y la descalificación del adversario, convertido en enemigo, no es democracia, es populismo antidemocrático.
12. En el siglo XXI se han presentado dos problemas que, por primera vez, ponen en cuestión la forma de vida y de entenderse de la especie humana: la crisis ecológica y la inteligencia artificial.
La magnitud de las amenazas obliga a alterar el nosotros y la forma de organizarlo para hacerle frente con eficacia. El nuevo nosotros es toda la especie humana, definida como en la Carta de Derechos Humanos, y a la nueva forma de organizarnos para afrontar esas amenazas la llamo democracia radical, que es una profundización y una extensión de la democracia a escala planetaria (Constitución de la Tierra), en la que las relaciones individual/ colectivo y público/privado se combinan de manera distinta que hasta la fecha, ya que en ambos casos ahora son complementarias y no antagónicas.
De no dar el salto a una democracia radical, se alterará profundamente el hábitat de vida de la especie en la Tierra y, en paralelo, el propio sentido de lo que hasta ahora hemos aceptado como definitorio y diferencial de los humanos.
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Estamos ante la amenaza de que cambie nuestra naturaleza y nuestro hábitat. Una revolución que aplicada a más de 8.000 millones de seres humanos será traumática y disruptiva para la especie. Y no para mejor.
La magnitud y amplitud planetaria de las amenazas obliga a cambiar el modo en que nos hemos ido organizando socialmente para resolver los problemas en los dos últimos siglos. Es claramente insuficiente la manera en que lo estamos haciendo: un multilateralismo voluntario cuyos compromisos no se cumplen (crisis ecológica) y desde una rivalidad nacional tecnológica y normativa (inteligencia artificial). Necesitamos una autoridad supranacional con capacidad de acordar e imponer. Si no lo hacemos profundizando y extendiendo la democracia, haciéndola radical, un nuevo populismo autoritario tomará el relevo y acabará con la idea de los derechos humanos.
La historia demuestra que cada vez que hemos puesto en marcha la razón, a veces en forma de democracia, otras, de ciencia, los humanos hemos conquistado elevadas cotas de conocimiento, libertad y bienestar. Por el contrario, cada vez que nos han dominado las pasiones y el populismo, el resultado ha sido el autoritarismo, las guerras y la miseria. Y hay demasiados ejemplos como para no tomar nota y aprender.
El libro Manifiesto por una democracia radical plantea una mejora de la calidad democrática que deje atrás los conceptos de izquierda y de derecha del siglo pasado. Pero también aboga por recuperar y aunar rasgos de las dos grandes ideologías que han construido Occidente: el liberalismo y la socialdemocracia.