Josep Fontana (Barcelona, 1931-2018) tenía una última cosa que decir. En el último año y medio de su enfermedad, el historiador volvió a mirar a la crisis del Antiguo Régimen, el período histórico al que había dedicado algunos de sus primeros trabajos publicados. El libro resultante de aquel último estudio es Capitalismo y democracia 1756-1848. Cómo empezó este engaño, que ahora publican las editoriales Edicions 62 y Crítica, en el catalán original y en castellano respectivamente, de manera póstuma. Es así por propia voluntad del autor, que quería que el título llegara a las librerías solo cuando él ya no estuviera.
No es que Fontana defienda en él algo que no hubiera expresado antes. El breve ensayo, más cercano a la divulgación que a la academia, es una especie de conjunción entre su labor historiográfica y sus últimos trabajos, con la mirada puesta en el presente, en los que abordó en las consecuencias de la crisis o la construcción de la identidad catalana. En las 150 páginas de este último ensayo traza un recorrido por la segunda mitad del siglo XVIII y la primera del siglo XIX, pero en torno a una idea: el auge del capitalismo y de la democracia burguesa, que cierta historiografía reivindica como un proceso emancipador, estuvo basado "en arrebatar la tierra y los recursos naturales a quienes los utilizaban comunalmente y en liquidar las reglamentaciones colectivas de los trabajadores de oficio".
Fontana es muy crítico con el "relato académico", que en su opinión, cuando habla del fin del Antiguo Régimen, se limita a glosar "la defensa de la libertad y la conquista de la democracia". Tras ese proceso, denuncia, había otro: "la creación de estructuras de gobierno más eficaces, que asegurasen la capacidad de mantener a las masas, es decir, a los pobres, lejos del poder". En el epílogo cita la reacción de la prensa francesa cuando parecía que la revolución de 1830 tomaba un carácter más popular que amenazaba los propósitos de los capitalistas: "Cuando la propiedad está amenazada, no hay opiniones políticas; no hay diferencias entre gobierno y oposición". Pero estos movimientos políticos no trataban solo de contener esos envites, sino de "imponer los cambios que exigía el desarrollo del capitalismo, a costa del bienestar de la gran masa de los de abajo".
Capitalismo y democracia invita a mirar desde otra óptica fenómenos históricos que a menudo tienen solo una lectura. Fontana resta importancia, por ejemplo, a la máquina de vapor en el avance industrial, y reivindica el progreso tecnológico como el resultado de "una serie de adaptaciones y probaturas" de la que no se puede excluir los inventos previos de los artesanos, como máquina hiladora conocida como spinning Jenny, ideada por el tejedor y carpintero James Hargraves. Cuando Fontana habla de la supresión de los gremios, las trade unions inglesas que hoy traducimos como sindicatos, prohibidas durante la expansión capitalista, no alaba el fin de un sistema arcaico, sino que señala que a partir de entonces los trabajadores de cada oficio no podrían ya fijar las normas de trabajo, establecer las etapas de formación, los salarios y los precios que consideraban adecuados. El ludismo no sería, así, la alocada protesta de un puñado de ilusos que se resistían a la llegada del futuro, sino la reacción de unos trabajadores que veían amenazada la remuneración de su trabajo.
De la misma forma, Fontana se pregunta por el precio que se pagó en la transición hacia el sistema capitalista. Porque es cierto que entre 1680 y 1750 las colonicas antillanas pasaron de producir 30.000 a 140.000 toneladas de azúcar, pero esto coincide con el auge de la exportación de esclavos. Si en 1860 los precios del algodón eran la cuarta parte que en 1800, fue por una nueca tecnología del uso de la mano de obra esclava, que combinaba el "control directo" con "el uso acentuado de la tortura". Igualmente, el historiador se resiste a aceptar la concepción de la fábrica como un espacio de eficacia tecnológica, y defiende a los autores que lo ven como un lugar de control de la fuerza de trabajo. Si la industria textil creció exponencialmente en Reino Unido, fue a costa del trabajo de miles de niños, fuelle de un sistema empresarial que exigía más y más mano de obra. El maltrato fue tal que se consideró una mejora en las condiciones del trabajo infantil el límite de 9 horas diarias de labor para los niños de entre 9 y 13 años, y de un máximo de 12 horas para los adolescentes de entre 13 y 18.
El libro es especialmente crítico con la "historia económica académica", que al presentar esta época como una de un enorme crecimiento económico ha borrado de sus análisis las contínuas guerras internacionales y las revueltas internas. Cita al historiador francés François Crouzet, que veía en las guerras napoleónicas una especie de guerra moderna, sin las hambrunas y la enfermedad de sus predecesoras, y le contesta con la evidencia de que solo en Madrid, en 1812, 20.000 personas murieron de inanición. Si se produjo un crecimiento tras los conflictos, explica, fue a costa de los campesinos, "que fueron los más afectados por los costes de la guerra y que, al terminar el conflicto, tuvieron que hacer frente a las demandas fiscales crecientes de unos estados que necesitaban recursos para la reconstrucción".
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¿Y la democracia prometida? Fontana cuenta cómo en el París de 1830 se construye "la invención de la revolución burguesa". Describe la revuelta de final de julio como un estallido popular, iniciado por los impresores, a quienes una nueva ordenanza real arriesgaba con dejar sin trabajo. Ante la urgencia de los revolucionarios, que a los pocos días estaban ya a punto de proclamar la república, diputados y nobles maniobran para quitarle la corona a Carlos X... y dársela a Luis Felipe de Orleans. El historiador francés Alfred-Auguste Cuvillier-Fleury escribiría luego: "El pueblo parecía encantado de tener un rey y, sobre todo, de haberlo hecho él mismo". Fontana ve en esto un ejemplo más de cómo "los vencedores iban a falsear la historia". Poco después se ampliaba el censo de electores a 190.000 y de elegibles a 3.000. La población total: 32 millones.
Por supuesto, para el historiador nada de esto suena demasiado lejano. "El determinismo ha sido hasta la actualidad la base del pensamiento del capitalismo: la idea de que todo ha sucedido de la única manera que podía suceder", escribe. La revolución industrial es un escalón más en el progreso, las revoluciones burguesas avanzan inexorablemente hacia la democracia completa. Él no está de acuerdo: este proceso, defiende, supuso también el final de "otra propuesta de democracia igualitaria que no se basaba en el dominio de los propietarios, sino en el de los consejos y sindicatos". Fontana tiene, finalmente, una advertencia: al igual que ocurrió con la burguesía en el siglo XIX, "los gobiernos que hemos elegido entre todos porque prometían velar por nuestro bienestar han acabado convirtiéndose en cómplices tolerantes de un proceso que favorece el enriquecimiento de un grupo reducido a costa de la mayoría". A partir de aquí, alguien tendrá que tomarle el relevo en la protesta.
Josep Fontana (Barcelona, 1931-2018) tenía una última cosa que decir. En el último año y medio de su enfermedad, el historiador volvió a mirar a la crisis del Antiguo Régimen, el período histórico al que había dedicado algunos de sus primeros trabajos publicados. El libro resultante de aquel último estudio es Capitalismo y democracia 1756-1848. Cómo empezó este engaño, que ahora publican las editoriales Edicions 62 y Crítica, en el catalán original y en castellano respectivamente, de manera póstuma. Es así por propia voluntad del autor, que quería que el título llegara a las librerías solo cuando él ya no estuviera.