Escena primera. Hace un par de semanas, en un acto literario en la embajada rusa en Madrid, el escritor Andrei Guelásimov mencionó una ley vigente en su país que prohíbe el uso de palabras malsonantes en los medios de comunicación, teatro, cine, espectáculos o libros. De hecho, él en la actualidad se dedica a expurgar todas sus obras anteriores, sólo así podrá reeditarlas. Pero tampoco pareció darle mucha importancia.
Escena segunda. El jueves, The Guardian nos contó que la escritora Joanne Harris ha criticado ásperamente una aplicación, Clean Reader ("Lee libros, no blasfemias" es su lema), cuya misión es sustituir las palabrotas de los libros por palabras "limpias". Están ustedes transmitiendo, les ha dicho, un "mensaje tóxico", "no entienden la naturaleza de la escritura de ficción", tratan de "imponer su moral cristiana" a la literatura. " Why I'm saying 'fuck you' to Clean Reader", se titula el post del desahogo (creo que no necesita traducción).
Es curiosa la obsesión que tienen quienes generan y dominan la tecnología con los juramentos. Sólo en el año 2013:
–Nos enteramos de que el nuevo Android tenía un diccionario que había sido concebido para evitar que escribiéramos ciertas palabras: sus creadores habían borrado de su diccionario más de 1.400 palabras del diccionario que consideraban ofensivas, muchas de ellas, las que nos sirven para denominar los genitales, partes del cuerpo femenino y hasta enfermedades de transmisión sexual.
–Supimos que con las gafas de Google podríamos buscar cualquier cosa en la red con sólo pedírselo en voz alta... excepto si para describirlo necesitamos usar una palabrota . Un sistema similar al que utiliza Google en otros productos de reconocimiento de voz.
- Nos fue comunicado que en iTunes Radio (Apple) las canciones con palabras inconvenientes se reproducen editadas, tapando las palabrotas o reemplazándolas por otras letras aptas para menores.
Lo de la tecnología al servicio de la censura es algo recurrente. Pero centrémonos en las palabrotas...
Capitán, oh capitán
... y en quienes las usan libérrima y certeramente. Pienso en el malhablado Haddock, Archibaldo Haddock, el mejor amigo de Tintín (con permiso de Milú), y en lo que Clean Reader puede hacer con sus floridos juramentos (¿que les diría si se los encontrara? ¡Coloquintos de grasa de antracita!), objeto de admiración y estudios, sin saber que el insulto debería estar considerado como una de las bellas artes. Así lo cree al menos Albert Algoud, autor de Le Haddock illustré , más de 200 entradas glosando términos que, lejos de ser meros caprichos de un bocazas compulsivo, están perfectamente integrados en el discurso narrativo.
Porque, oigan, un taco bien soltado, oportuno, contundente, es una joya. Y en nuestro país lo sabemos bien. Entre sus orfebres patrios, Camilo José Cela, maestro de la imprecación, y Francisco Umbral, quien (recordó Antonio Lucas en un texto) dejó sentenciado: "La difamación y el insulto son artes mayores de la literatura y la oratoria".
Sergio Parra, periodista, escritor, bloguero, editor y lector, buceó hace unos años en la mejor literatura para desmentir a quienes piensan que los tacos son una enfermedad contemporánea. En defensa de su tesis, presentaba dos citas añosas a modo de muestras, dos ejemplos entre mil posibles:
– "¿Qué escucho? ¿Son almas en pena? ¿Son hijos de puta?" (Valle-Inclán, Comedias Bárbaras.)
– "Cargante, bostante, pedante, cacoso, tu coso colgante bajante a mi foso, guardoso, mierdoso, asqueroso, ¡San Telmo te espante si todo agujero mugroso, trasero, no limpias entero cuando te levantes!" (Rabelais, Gargantúa y Pantagruel.)
"La literatura, entre otras cosas, tiene la función de reflejar la realidad –me dice Sergio–. Una literatura sin tacos sería equivalente a una literatura sin enfermos mentales o sin asesinos. Una forma más fácil de vender más libros (porque pueden comprarlos lectores de todas las edades), pero no una forma de escribir mejores libros. A quienes piensan que escribir "puta" o " coño" devalúa un texto, les contesta: "Las palabrotas ni devalúan ni ensalzan un texto en sí mismas. Las palabras, incluidas las palabrotas, tienen que estar al servicio de la historia. Si la narración las requiere, son necesarias. Si no las requiere, entorpecen la lectura. Pero no hay una norma universal (o no debería haberla) acerca de la conveniencia de las palabrotas en un texto a efectos de su valoración literaria".
Gracias y desgracias del agujero del culo
El ladillo está tomado de un opúsCULO (ains, no he podido evitarlo) de Quevedo, autor de un célebre Soneto al agujero del culo:
Oscuro y fruncido como un clavel violetarespira, tímidamente oculto bajo el musgo;el licor del amor todavía lo hemedecey fluye por el leve declive de las nalgas.
La libertad creativa de la que don Francisco disfrutó le fue negada a Germán Machado, escritor y gestor cultural, quien en este post explicó cómo la editorial le reprochó que en una novela infantil, el narrador y personaje central, un niño, preguntara: "¿Por qué habría de molestar a alguien que yo me rasque el culo?". Trasero, nalgas, pandero, pompis, posaderas… sí, pero culo no.
Tras leerlo, me puse en contacto con él para traer sus reflexiones de entonces al caso que nos ocupa se refiere. "Creo que el escritor debe ser fiel al verosímil de sus personajes. Eso implica un modo de hablar. Si los tacos ayudan a hacer creíble el personaje, bienvenidos sean. El problema es con la entrada a la escuela de los libros con palabras 'soeces'. Las escuelas no los quieren porque los padres y madres no los quieren. En rigor no tiene arreglo: o sos fiel a tus personajes o sos fiel a tus editores. Y el libro sale o no sale."
Entonces, ¿cuál es el límite para el uso de palabras malsonantes en textos para niños? "El de la verosimilitud. Para un escritor no debería haber otro. Lo demás es autocensura."
¡Acabáramos!
Sí, es (auto)censura. Soft, dicen algunos, la de lo políticamente correcto, la que imponen quienes creen que las palabrotas, por decirlo en los términos empleados por J.M. Coetzee para la época victoriana en su libro Contra la censura: Ensayos sobre la pasión por silenciar, son "la expresión de una mente contaminada".
Ver másNo basta con leerla: la historia hay que escribirla
"Es muy común –admite Parra–. Yo tengo que someterme a menudo a ella cuando escribo no solo libros, sino artículos sobre cualquier tema. Discutir tales asuntos con tus editores normalmente te condena a que no te publiquen (a no ser que poseas el suficiente caché como para imponer tu criterio), así que, dado que ellos son dueños de su medio, lo habitual es ceder".
En este punto, volvamos a Harris. "Aplicaciones como Clean Reader cambian el texto sin permiso del autor. Toman las palabras del autor y las reemplazan –a veces muy torpemente– a partir de una idea preconcebida sobre las 'malas palabras' frente a las 'buenas palabras'. No busca un permiso, una concesión". En efecto, se aplica sin que autores y editores puedan sustraerse a ella.
"Para mí, la cuestión esencial no es de vocabulario, sino de censura", concluye. Y la censura, la ejercida por el Estado, por una minoría religiosa o por una empresa tecnológica, es inaceptable. Como inaceptable es la que aplican (sirvámonos del arsenal de improperios de quien da título a este texto), la ejercida por brontosaurios escapados de la prehistoria, residuos de ectoplasma, Mussolinis de carnaval, vendedores de guano y aprendices de dictador a la nuez de coco. A estas alturas de la historia todos deberíamos ser plenamente conscientes.
Escena primera. Hace un par de semanas, en un acto literario en la embajada rusa en Madrid, el escritor Andrei Guelásimov mencionó una ley vigente en su país que prohíbe el uso de palabras malsonantes en los medios de comunicación, teatro, cine, espectáculos o libros. De hecho, él en la actualidad se dedica a expurgar todas sus obras anteriores, sólo así podrá reeditarlas. Pero tampoco pareció darle mucha importancia.