La conversación iba a girar en torno a una duda, se trataba de saber si las palabras podrían cambiar el mundo. Aunque el enunciado era asertivo: Palabras que cambian el mundo. "La literatura cambia las cosas o al menos lo intenta. Los libros siguen siendo el mejor método para crear ideas, para reflexionar sobre las sociedades para cuestionar los dogmas", leíamos en el programa preparado por los organizadores del Festival Eñe.
"Muy ambicioso", fue el comentario de Manuel Rivas, que estaba en la mesa en su condición de autor de Contra todo esto. Un manifiesto rebelde. Junto a él, el firmante de El día que dejé de comer animales, Javier Morales, escritor y profesor de escritores, convencido de que un buen libro, leído en el momento oportuno, no solo puede llegar a transformarnos, como pedía Borges, sino que incluso puede cambiar una vida, tal vez salvar otras.
"Para ser una mesa que habla de palabras que cambian el mundo, echo en falta la presencia de una mujer", lamentaría en el turno de preguntas una señora del público. Entre el público asistente en el Instituto Cervantes de Madrid, Luisgé Martín, responsable del evento, escuchaba la reprimenda. Obviamente, mi presencia como moderadora no subsanaba esa carencia. Pero ahí estábamos, los tres, cada uno en su papel.
La vergüenza, gasolina para la rebeldía
Rivas rememoró cómo su libro nació de un acto puramente físico: estaba escribiendo una novela ("y eso no significa que no considere que la ficción tiene capacidad de intervención o menos compromiso con la palabra, incluso puede que más"), levantó la nariz del papel, vio lo que había, y exclamó: ¡Pero qué vergüenza!
"La vergüenza no está normalmente en la retórica política, en los análisis, no parece que sea una fuerza que mueva la transformación en el mundo", lamentó. Y contó cómo, indagando, encontró una reflexión maravillosa sobre la vergüenza del Marx joven ("cuando dices que es el Marx joven parece que tranquilizas más a la gente, aunque a mí me maravilla también el Marx viejo y me gustaría que un tomo de El capital cayera sobre la cabeza de alguno que sé y produjera un efecto monumental de transformación histórica").
El caso es que ese joven Marx escribió una carta a un compañero mayor, editor, diciéndole más o menos: "Creo que, si existiera en la gente que toma decisiones y en la atmósfera y en las conciencias un sentimiento de vergüenza, cambiaríamos muchas cosas". El editor, prosiguió Rivas, "que tiene mucha retranca, le responde: ‘Pero, hombre, ¿usted cree que con vergüenza se puede hacer una revolución?’. Y Marx contesta, y ahí te das cuenta de que era un genio: ‘La vergüenza es ya una revolución’."
En efecto, coincidió Morales, la vergüenza es un sentimiento revolucionario. Y citó al respecto un poema de Antonio Gamoneda, "Malos recuerdos", perteneciente a su libro Blues castellano, que incluye este verso: "Mi vergüenza es tan grande como mi cuerpo". No obstante, su propio cambio, su decisión de dejar de comer animales, tuvo más que ver con la reflexión de otro escritor, Jonathan Safran Foer, quien en su libro Comer animales "ponía los datos sobre la mesa, y uno tenía que tomar una decisión moral, ética". Esa obra, concluye, cambió mi vida.
Escritores que citan a escritores
A lo largo de la tertulia, Morales y Rivas se acogieron en innumerables ocasiones al comodín del autor de referencia (ninguna autora, por cierto). Ambos citaron a John Berger.
"Hay una frase que me gusta mucho de Berger en Modos de ver que dice que la mirada está antes que la escritura, cuando escribimos tenemos que elegir qué vemos. Mirar es un acto de elección, lo que cada uno quiera mirar es una responsabilidad como ser humano", aseguró Javier.
Lo que Manuel recuperó del fallecido escritor, crítico de arte y pintor británico, fue la convicción ("frente a esta idea un poco seminarista de que tienes que alcanzar la armonía") de que la literatura tiene que ser desequilibrante. "¡No tienes que alcanzar la armonía, al contrario, te tienes que caer de narices! La caída de la que hablaba John Berger a propósito de Charlot, hizo un texto maravilloso sobre lo que es la literatura a través de Charlot. La literatura es caer y levantarse, caer y levantarse, y es un andar vagabundo."
Puestos a estar contra todo, Rivas está contra quienes defienden la idea, que él considera estúpida, de que la literatura comprometida no es literatura, o al menos no buena literatura. "¡Todos los grandes libros, todos los clásicos, desde el origen de la literatura es literatura comprometida! Desde La Odisea, el Quijote… hasta el punto, muchos de ellos, de ser prohibidos: Ulises, por ejemplo. Pero es un compromiso con la palabra, el mayor compromiso es escribir. Y esa palabra es una lucha contigo mismo, el primer cambio que debe producirse es en uno mismo porque escribir es un viaje contra las propias estupideces, contra los propios prejuicios, tienes que cuestionarte por qué."
A este respecto, Morales evocó una afirmación de Rafael Chirbes en alguno de sus ensayos, cuando sostiene que la realidad se cuela en la novela. El escritor, dijo Javier, cuando escribe se mueve en la oscuridad y busca una luz que le permita avanzar. Y luego está su faceta como ciudadano, y también ahí, o sobre todo ahí, cabe el compromiso. "A mí no me gusta vivir en una torre de marfil, tengo derecho a equivocarme y es posible que lo haga, pero los escritores (porque la palabra intelectual tiene otras connotaciones) permanecen ajenos a la realidad en la que viven; a mí no me interesan demasiado."
"Estamos cosidos a nuestra época", convino Rivas, quien sacó a colación el nombre de Miguel Torga, médico y escritor portugués muy comprometido en plena dictadura de Salazar. En su opinión, el primer compromiso del escritor es escribir. "Y después venía una subordinada: Pero todo lo que escribes te compromete, y lo que no escribes, también". Es una reflexión muy en la línea de Elias Canetti, quien decía que el silencio de quien sabe (por ejemplo, que se puede estar cometiendo una injusticia) es un auténtico delito. Y este apunte recordó a Rivas una aseveración de Sartre: que Robert Oppenheimer no fue un intelectual por haber contribuido a fabricar la bomba atómica: fue un intelectual porque se opuso a ella.
Al cabo, los dos intervinientes vinieron a aceptar la tesis de Walter Benjamin, en cita libre de Morales, que "la literatura es un espacio compartido de la moral y de la pedagogía. Y yo también lo pienso, uno no escribe para cambiar el mundo, pero si contribuye de alguna forma a que sea un poco mejor, me parece bien".
La fuerza de la palabra
Javier admitió la satisfacción que causa saber que tu artículo, tu libro, lo que sea que has escrito en soledad como un desahogo, tiene repercusión, aunque sea mínima. Más aún en esta época, que tildó de "neofascista en muchos sentidos", donde las palabras han perdido su sentido original: "La misión de la escritura hoy en día es recuperar el sentido de las palabras descubriendo nuevas formas de contar historias".
En este punto, Rivas se encomendó a Canetti, quien estableció dos misiones al escribir: custodiar el sentido de las palabras ("tiene que ver mucho con cambiar el mundo frente a estos procesos de apropiación, contaminación, corrosión, sustracción, que vivimos del lenguaje") y custodiar la metamorfosis.
Ver másTodo puede ser ficción
Esta última es una idea compleja que Manuel ilustró con una historia personal. En vísperas de la guerra de Irak, le pidieron un poema. "Te hacen una petición, pero después tienes que hacer un poema, y a la primera persona a la que ese poema tiene que cambiar es a ti mismo. Es importante pensar que quien escribe, cuando se pone a escribir, es otra persona, se tiene que producir una metamorfosis."
La metamorfosis de Canetti. Que vivió dos guerras mundiales. Y que, en vísperas de la segunda, revisó unos papeles que había escrito en torno a la primera. "Se encuentra uno, en un cajón, donde está escrito: Si realmente fueras escritor, deberías poder parar esta guerra. Y el Canetti adulto, que lee aquellas líneas tan pretenciosas, y dice: Bueno, debía tener un poco de ego… "Rivas hace el gesto de depositar el papel. "Lo va remoendo, rumiando, y concluye: Tenía razón, aquel chaval. De alguna forma. Porque lo que provocó una guerra fue toda una producción industrial de odio, y esa producción de odio fermentó y se alimentó de determinadas palabras, de determinado uso el lenguaje. Lo estamos viendo”.
En efecto, las palabras pueden cambiar el mundo. El problema es cómo lo hacen.
La conversación iba a girar en torno a una duda, se trataba de saber si las palabras podrían cambiar el mundo. Aunque el enunciado era asertivo: Palabras que cambian el mundo. "La literatura cambia las cosas o al menos lo intenta. Los libros siguen siendo el mejor método para crear ideas, para reflexionar sobre las sociedades para cuestionar los dogmas", leíamos en el programa preparado por los organizadores del Festival Eñe.