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Los abusos contra menores tuteladas destapan un modelo privatizado, precario y que descuida la prevención

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De pronto, emerge un problema concreto que llena titulares y hace saltar todas las alarmas. Y entonces se hace fuerte la sospecha de que algo no va bien. El escándalo tiene que ver con las agresiones sexuales hacia menores tuteladas; el problema estructural hunde sus raíces en un modelo cada vez más privatizado, donde la precariedad y la falta de recursos merma la capacidad de proteger a los más vulnerables, pero sobre todo de prevenir y detectar los problemas a tiempo.

Al inicio del año, las fuerzas de seguridad detuvieron en Madrid a 37 adultos pertenecientes a una red que explotaba sexualmente a menores. Fueron liberadas diez víctimas. El rumor sobre la existencia de menores tuteladas fue en un primer momento desmentido por la propia Comunidad de Madrid, pero las autoridades confirmaron enseguida que al menos cinco de las chicas liberadas sí estaban bajo la tutela de la administración autonómica. Uno de los centros en el que residían ya fue señalado hace algo más de una década por un extrabajador, quien aseguraba que ningún menor "puede mejorar" en sus instalaciones, a no ser que se prostituya "en la calle".

Niñas tuteladas y violencia sexual. El problema no es exclusivo de la comunidad gobernada por Isabel Díaz Ayuso. En Illes Balears sobrevuela un caso de menores tuteladas explotadas sexualmente desde hace más de dos años. El Parlamento Europeo acaba de autorizar a una comisión la investigación del caso. En la Comunitat Valenciana, un escándalo de abuso sexual implicó directamente a un educador, el exmarido de Mónica Oltra. El Síndic de Greuges –defensor del pueblo– ha puesto ahora sobre la mesa posibles abusos sexuales contra 175 menores sobre los que existe algún tipo de protección, por lo que la vicepresidenta ha pedido comparecer en Les Corts.

¿Qué es lo que subyace en un modelo de protección que parece estar impregnado por la violencia? Ana Lima está al frente de la Mancomunidad de Servicios Sociales Mejorada-Velilla (Madrid) y esta semana el caso de las niñas tuteladas por la comunidad ha ocupado el orden del día de las reuniones con su equipo. En el diagnóstico, las voces coinciden: la externalización del servicio, la precariedad de las condiciones laborales y la falta de recursos merman la calidad de los centros y su atención.

"Por un lado hay un problema estructural de todos los servicios sociales, pero sobre todo de los especializados, y es que están muy externalizados", abunda Lima. Quienes están al frente de la gestión de estos centros son organizaciones sin ánimo de lucro, fundaciones o empresas. "¿Qué ocurre? Luego el personal que se contrata está en precario: hay una alta movilidad, ratios bajas y escasos recursos, así que baja la calidad en cuanto al sistema de protección", comenta la también ex secretaria de Estado de Servicios Sociales, quien incluye entre los problemas de la protección la escasez de inspecciones que den cuenta del buen funcionamiento del servicio.

Según el último Boletín de Datos Estadísticos de Medidas de Protección a la Infancia, relativo a 2019, a lo largo del año se produjeron 21.187 ingresos en centros de menores, sumando a 31 de diciembre un total de 23.209 menores ingresados. A la cabeza en los motivos de ingreso está la tutela ex lege por las entidades públicas de protección de infancia (54,69%), seguido de la guarda provisional (20%), la guardia voluntaria (5%) y otras causas (20%). En el total de acogimientos residenciales, Melilla y Ceuta ostentan los primeros puestos en tasa por cada cien mil menores de edad, 16.394 y 2.442 respectivamente. Le siguen Euskadi (441) y Cataluña (402). A 2019, el número total de niños y niñas atendidos por el sistema de protección ascendió hasta los 50.272.

Mucho informe, poca intervención

Los centros se dividen en dos tipologías: de protección y de reforma. Los primeros son espacios más o menos abiertos, donde el menor tiene libertad para desarrollar una vida razonablemente autónoma. Buscan sustituir, en la medida de lo posible, el núcleo familiar. En los centros de reforma la estructura es cerrada. Ahí es donde van a parar menores que cuentan con alguna medida judicial, porque han cometido algún delito, así que el control es necesariamente mayor. 

En los centros de protección se trabaja "desde la libertad, así que muchas veces los niños se van y el personal está tan saturado que es muy difícil saber dónde están, muchas veces ni se denuncia", comenta Lima. Es lo que ocurrió en la Comunidad de Madrid. En ocasiones, "las familias están deseando que el niño cometa un delito para que vayan al centro de reforma y estén controlados". 

El problema se agrava cuando entre los menores brotan los trastornos mentales o las adicciones, algo en absoluto fuera de lo común. Diego Rodríguez, responsable de la Sección Sindical de CCOO en Fundación Diagrama, una de las entidades dominantes del sector, liga estos problemas a las consecuencias tras las salidas de los chicos. "No hay ningún mecanismo para saber qué pasa en esas salidas, cuando salen no existe ningún tipo de supervisión sobre ellos y, por ejemplo, es normal que los que tengan adicciones salgan y sigan consumiendo". 

Las intervenciones psicológicas, añade, prácticamente brillan por su ausencia. Los profesionales "apenas tienen tiempo para salir de sus despachos" y dedican gran parte de su jornada a labores burocráticas. Coincide Cassandra, actualmente educadora en un piso de inserción laboral para mayores de edad, pero anteriormente trabajadora en un centro. "El problema principal viene de la falta de recursos de personal, no solo educadores, sino también de otros servicios como las revisiones médicas, la detección de posibles trastornos o el acompañamiento individualizado".

Durante su etapa en el centro, relata la profesional, los menores contaban con una psicóloga para entre 45 y 55 usuarios. "Tenía que hacer informes, trabajo burocrático y nada de intervención. A eso hay que sumar que cuando los chicos están en el centro son recién llegados y su capacidad para expresarse es mínima". En ese mismo punto, la atención rigurosa de cada caso particular, se detiene también Ana Lima. Es fundamental examinar los perfiles, "ver problemas de salud mental y de adicción", pero también "ver si hay niñas víctimas de violencia sexual y ver si hay niños agresores". No hacerlo, advierte, puede ser un cóctel explosivo.

El largo camino hacia la integración

Preguntadas por los recientes casos de abuso y violencia sexual, las voces consultadas guardan un silencio cauto, seguido de la condena explícita. Si el problema más inmediato está en las salidas y en la ausencia absoluta de control, lo que germina en el fondo es mucho más grave: la falta de recursos impide trabajar la prevención y cuidar el vínculo con los menores, la mayor herramienta para promover su integración. Sin reparar las grietas que atraviesan a la estructura misma del modelo, el problema no solo se agrava, sino que se cronifica. Entretanto, los chavales crecen, alcanzan la mayoría de edad y después "se quedan en la calle", señala Lima, "hay un fracaso en la entrada al sistema y en la salida".

Patricia trabaja como educadora en un centro de protección que es en realidad una casa, una tipología que se asemeja "más a un ambiente familiar". En su centro son seis menores, todos de edades similares, entre los diez y los trece años. "Parten todos de familias desestructuradas, menores que han sufrido maltrato, abuso o explotación sexual, a veces con progenitores en la cárcel o en situación de consumo de drogas, hay un abandono muy grande de los menores". En esa coyuntura, cuenta la educadora, "los primeros meses para ellos son muy duros: aunque con sus familias lo han pasado mal, tienen mucho apego y las echan muchísimo de menos". La fase de adaptación "es brutal: psicológicamente los destroza, los abate, los deprime y evidentemente también les pone furiosos".

Hasta el momento en que entienden que es lo mejor para ellos, "los menores batallan porque no quieren estar ahí". Patricia y sus compañeros trabajan para corregir toda una educación previa, marcada en ocasiones por la ausencia total de límites, y otras veces por el exceso de imposición. Las situaciones problemáticas que se producen como consecuencia requieren de recursos y protocolos efectivos para su resolución. "Puede haber destrucción de mobiliario, situaciones de peligro físico contra el resto de menores" o incluso agresiones al propio personal. Diego Rodríguez denuncia que en estos últimos casos, "lo más normal es que la fiscalía o el juez de menores no actúen de oficio", pero también se deslizan "sutiles amenazas de las entidades a los trabajadores para que no denuncien, así que se produce una indefensión absoluta".

Save the Children ha señalado este viernes la necesidad de ahondar en la protección y recuperación de las víctimas, ante la escalada de casos de agresiones sexuales, mediante la implantación de protocolos de prevención y detección temprana.

Patricia es muy cuidadosa cuando habla de límites y control. "A los menores les tienes que proporcionar libertad para que desarrollen sus habilidades sociales y formen parte activa del entorno en el que viven", disecciona. Ahora bien, añade, si el menor se escapa de un centro, "se ponen en marcha los protocolos y se denuncia, ahí ya son otros agentes los que intervienen". El problema es que no siempre se hace así.

En la construcción de un vínculo, la educadora es partidaria de "dejarles un espacio desde que llegan para que no se sientan asediados: hay que respetar los tiempos del menor, para que pueda subsanar, adaptarse e incorporarse a la nueva situación de vida". Pero sobre todo, enfatiza, es necesaria "mucha comprensión" y poco a poco ir "introduciendo normas". No hay una fórmula para conseguirlo y los resultados no siempre serán satisfactorios al instante. "A veces funciona y otras no", puede que se den situaciones en las que "todo este trabajo se desvanece", afirma la trabajadora. "Los menores responden como pueden, como saben y como han aprendido".

De pronto, emerge un problema concreto que llena titulares y hace saltar todas las alarmas. Y entonces se hace fuerte la sospecha de que algo no va bien. El escándalo tiene que ver con las agresiones sexuales hacia menores tuteladas; el problema estructural hunde sus raíces en un modelo cada vez más privatizado, donde la precariedad y la falta de recursos merma la capacidad de proteger a los más vulnerables, pero sobre todo de prevenir y detectar los problemas a tiempo.

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