El caso de las activistas engañadas por un policía infiltrado abre un debate sobre el consentimiento

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A Clara la conoció durante una asamblea pensada para tejer una guía de prevención y actuación contra la violencia machista. Fue en noviembre de 2020, entre las paredes del centro social okupado La Cinètika, en Barcelona. Fue el inicio de una relación que se prolongó durante un año. Daniel Hernández Pons resultó, sin embargo, no ser quien decía: ni activista, ni militante de izquierdas, ni siquiera era aquel su nombre real. A Clara y a al menos otras siete chicas con las que mantuvo relaciones sexoafectivas las engañó con un objetivo claro: infiltrarse en los espacios donde militaban y obtener información. D.H.P (sus iniciales reales, coincidentes con el nombre ficticio) es en realidad miembro del cuerpo de Policía Nacional y durante tres años se introdujo de manera perfectamente orquestada en el tejido social de Barcelona, según ha desvelado una investigación publicada este lunes por el diario La Directa

Hasta ocho mujeres, tal y como relata el mismo medio, iniciaron relaciones íntimas con una persona que, sencillamente, no existía. "Si hubiera sabido que era policía, nunca habría mantenido una relación con él", admite una de ellas después de haber conocido la identidad real de su expareja. El agente de la Policía Nacional se habría infiltrado en diversas corrientes vinculadas a organizaciones sindicales, espacios libertarios y movimientos antirrepresivos, donde participaba en acciones como movilizaciones antidesahucios. La Directa recuerda que el marco legal actual contempla este tipo de infiltraciones solo cuando se encuentran amparadas por una orden judicial, en supuestos de terrorismo, crimen organizado y tráfico de estupefacientes.

Unidas Podemos, la CUP y Esquerra Republicana han pedido la comparecencia del ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, y la Generalitat de Cataluña le ha remitido una carta demandándole "respuestas urgentes". Pero el mayor impacto de la investigación ha recaído sobre las espaldas de las organizaciones sociales, especialmente de las militancias feministas, quienes han iniciado una necesaria reflexión sobre el consentimiento.  

"Instrumentalización sentimental y terrorismo sexual con dinero público"

La Comisión 8M de Madrid abría el debate el mismo lunes: "¿Podemos hablar de abusos sexuales por parte del Estado?", se preguntaba en redes sociales. "En una relación donde mientes sobre quién eres, el consentimiento y el deseo están totalmente manipulados. El desequilibrio y abuso de poder es evidente", planteaban las feministas. La organización catalana 8 Mil Motius compartía el mismo sentir: "Cuando el violador es el Estado", la finalidad que se persigue es quebrar las comunidades a las que pertenecen las víctimas, esgrimían en un comunicado este miércoles. "La violencia sexual en contextos represivos tiene como finalidad socavar la integridad de nuestros vínculos", denuncia el colectivo.

"Ocho compañeras estuvieron saliendo o se acostaron con alguien que no existe, con alguien que el gobierno, ese que dice proteger a las mujeres, había puesto ahí para algo. No es como si alguien te engaña sobre su equipo de fútbol o su estado civil. Realmente la persona con la que te acuestas no existe y nunca ha existido. En una relación en la que una persona no es quien dice ser, el consentimiento y el deseo están viciados", concluye la activista feminista Patricia Aranguren en este artículo. "Es el uso de los cuerpos de las mujeres, de nuestros deseos y nuestras vidas, de nuestra intimidad y nuestra vulnerabilidad, de nuestros proyectos y nuestras esperanzas, como mecanismo de control por parte del Estado. Instrumentalización sentimental y terrorismo sexual pagados con dinero público", arguye.

Dolo Pulido, activista en la organización Novembre Feminista, hace suyo el diagnóstico al otro lado del teléfono. "Hay hechos que son objetivos: un policía, un agente del Estado, se ha infiltrado en movimientos sociales, no terroristas sino disidentes ideológicamente, y ha utilizado relaciones sexoafectivas para alcanzar su objetivo: conseguir información para que el Estado pueda controlar estos movimientos sociales".

Para la activista, los hechos revelados por La Directa muestran que el agente policial "ha utilizado el poder y el engaño con estas chicas, quienes no han consentido libremente tener relaciones sexuales con esta persona". La gravedad de lo sucedido no parte, en este caso, de una conducta individual, sino que bebe de una estrategia global y sostenida por las instituciones. No solo es un ejemplo de "consentimiento viciado", sino que da cuenta de cómo se "utilizan los cuerpos de las mujeres por parte del Estado", ya que el agente "no está actuando a nivel individual", insiste la feminista.  

El impacto es múltiple: por un lado, la "violencia institucional" ejercida por las fuerzas de seguridad apuntala la evidente "desconfianza de las víctimas" en las instituciones. Una herida mucho más profunda cuando se trata de violencia sexual, pues solo el 8% de las mujeres da el paso de dirigirse a las autoridades para denunciarla. "Provoca una fractura absoluta", exclama Pulido.

Pero además, siembra una suerte de "relato del terror sexual" que lanza una advertencia a las mujeres: el riesgo a ser violentadas anida en todos los espacios de su vida. Incluso en aquellos que creían seguros. "No podemos sentirnos libres ni en las discotecas, ni en las calles, ni en los movimientos sociales", analiza la activista, quien entiende que la violencia sexual es "una telaraña que se cierne en distintos espacios" y cuyo impacto se recrudece cuando se trata de lugares, como los espacios de militancia política, que "pretenden liberarse de todos aquellos valores defendidos por el patriarcado". Este miércoles, miles de personas salieron a las calles de la capital catalana en protesta por lo sucedido. La marcha será replicada el viernes en Móstoles (Madrid) y el sábado de nuevo en Barcelona.

El análisis que dibujan las activistas feministas, ¿es trasladable a nivel jurídico? Hasta ahora, cinco mujeres han presentado querellas contra el agente, su superior jerárquico y el Ministerio del Interior como responsable civil subsidiario por delitos de abusos sexuales –dado que los hechos se cometieron cuando todavía existía el delito de abuso sexual, previo a la ley del solo sí es sí–, contra la integridad moral, revelación de secretos e impedimento del ejercicio de los derechos cívicos. "Se han mantenido diversas relaciones sexoafectivas con las querellantes y otras mujeres con un objetivo claro, y por tanto instrumentalizando estas relaciones y mujeres para acceder a cierta información y apuntalar su estatus de infiltrado y su identidad falsa", dice en esta entrevista la abogada penalista Sònia Olivella, miembro del centro Iríada y una de las impulsoras de la querella. "La ley prevé que el consentimiento debe ser libre e informado", recuerda y subraya que este elemento ha quedado "viciado" debido al "engaño" empleado por el agente. "Ellas no lo habrían consentido nunca en caso de haberlo sabido. Y la violencia sexual se entrecruza con la institucional porque los hechos son perpetrados por un agente en el marco de una operación policial". Este diario ha intentado sin éxito contar con varias de las abogadas encargadas de la redacción de las querellas.

Sònia Olivella reconoce que "no hay antecedentes" sobre casos similares en suelo español, pero su mirada y la de otras tantas activistas feministas se sitúa fuera de nuestras fronteras: en Reino Unido.

Décadas de espionaje y una victoria sin precedentes de las víctimas

"Es evidente que algunos oficiales establecieron largas relaciones sexuales íntimas que fueron abusivas, engañosas, manipuladoras y erróneas". Las palabras pertenecen al vicecomisario de Scotland Yard y fueron emitidas a través de un comunicado hace ahora ocho años. "Esto nunca debería haber sucedido. Es una grave violación de la dignidad e integridad personal. Las engañaron, pura y llanamente", abundaba el agente. 

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Así reconocían las fuerzas de seguridad londinenses su responsabilidad en el marco de una estrategia que se prolongó durante décadas, desde los años setenta, basada en la infiltración de agentes de policía en movimientos pacíficos de izquierda, ecologistas y antirracistas, una operación revelada en 2011 por el diario británico The Guardian. Scotland Yard tuvo que indemnizar a las mujeres afectadas, quienes coincidían de forma unánime –igual que sucede ahora con las activistas catalanas– en una idea: aquellas relaciones no habían sido realmente consentidas. El daño, en este caso, fue prácticamente irreparable: algunas de las mujeres llegaron a tener hijos con los agentes, quienes a su vez mantenían una vida paralela en sus respectivos núcleos familiares. Ni la disculpa ni la suma económica "van a compensar nunca" lo vivido, expresaron entonces dos de las afectadas. 

Decenas de víctimas recopilaron sus vivencias a través de publicaciones, la mayoría expuestas en esta página web. Kate Wilson fue la única que decidió ir más allá de las acciones civiles y denunciar los hechos ante el tribunal dedicado específicamente a investigar abusos por parte de las instituciones públicas –Investigatory Powers Tribunal–. Aunque le costó diez años de batalla judicial, en septiembre de 2021 los jueces dictaron una sentencia pionera en la que reconocían la existencia de un listado de violaciones de derechos humanos por parte de la policía metropolitana, en el marco de unas operaciones que carecían de justificación alguna.

Kate Wilson había visto vulnerados hasta cinco derechos fundamentales, entre ellos el derecho a la no discriminación por razones de género. "El impacto de eso, el dolor, la paranoia y el sentimiento de vergüenza, realmente me paralizaron durante mucho, mucho tiempo", exclamaba la activista. A las víctimas del engaño todavía les quedan fuerzas y batallan, a día de hoy, por obtener reparación en todos los frentes. Hacia ellas miran ahora las activistas y militantes catalanas que han visto su confianza truncada por las fuerzas de seguridad.

A Clara la conoció durante una asamblea pensada para tejer una guía de prevención y actuación contra la violencia machista. Fue en noviembre de 2020, entre las paredes del centro social okupado La Cinètika, en Barcelona. Fue el inicio de una relación que se prolongó durante un año. Daniel Hernández Pons resultó, sin embargo, no ser quien decía: ni activista, ni militante de izquierdas, ni siquiera era aquel su nombre real. A Clara y a al menos otras siete chicas con las que mantuvo relaciones sexoafectivas las engañó con un objetivo claro: infiltrarse en los espacios donde militaban y obtener información. D.H.P (sus iniciales reales, coincidentes con el nombre ficticio) es en realidad miembro del cuerpo de Policía Nacional y durante tres años se introdujo de manera perfectamente orquestada en el tejido social de Barcelona, según ha desvelado una investigación publicada este lunes por el diario La Directa

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