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"Hay mujeres que me han dicho que están vivas por mi trabajo": la labor invisible de las que cuidan a las víctimas

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Si a Olivia le compensa llegar al final del día completamente extenuada física y mentalmente es por el abrazo de la mujer que tras meses de convivencia atraviesa la puerta del centro de acogida para víctimas decidida a recuperar una vida libre de violencia. El malestar personal le sale a cuenta, asiente la trabajadora, gracias al crío que sin entender muy bien las razones por las que su vida se ha truncado, se despide con una sonrisa de genuino agradecimiento. "Se me pone la piel de gallina", dice mostrando el vello erizado de su brazo derecho. 

Olivia es auxiliar en un servicio de atención a mujeres víctimas de violencia de género 24 horas, en el municipio de Madrid. Es de las veteranas y eso es una anomalía, en un contexto de precariedad, rotación y abandono constante. Lo que no es extraño es la pastilla que ingiere cada noche para poder conciliar el sueño: las trabajadoras que se entregan para acompañar a las víctimas están al límite. Y por eso han decidido parar. La red de recursos contra la violencia de género de Madrid decidió este lunes ir a la huelga, dando continuidad a los paros parciales que ya protagonizaron en marzo.

Algunas relatan que el desgaste ha llegado a tal punto que la red –una suma de peldaños interconectados a los que las víctimas acceden buscando ayuda sin necesidad de denuncia previa– no se sostiene. No se trata ya sólo del agotamiento personal o la falta de incentivos para encarar las durísimas historias que se entrecruzan en sus vidas: sino de reformular un modelo que no termina de funcionar y recomponer una estructura que no soporta ya el peso de la precariedad, una situación que pone en riesgo el futuro de muchas mujeres.

La gravedad varía en función del territorio, pero lo cierto es que el rasgo común en las voces de las profesionales suena muy parecido a la desafección. "Es territorio hostil", dice sin concederle ni un segundo al titubeo Cristina, educadora en uno de los recursos de acogida a mujeres víctimas de violencia dependientes del Gobierno de Navarra. "Es un trabajo complicado y un trabajo desprotegido: no se invierte el dinero suficiente ni al cuidado de la infraestructura, ni de las trabajadoras, ni de las mujeres". Echa en falta la voluntad decidida de poner el foco en lo pequeño, lo que no se ve, el trabajo de hormiga: el día a día de las mujeres y de quienes las sostienen para salir adelante.

Y la consecuencia es que siempre, en todos los recursos, hay trabajadoras que no pueden más. "Hay bajas por estrés, por ansiedad y por depresión". Habla Andrea, trabajadora en el Servicio de Atención, Recuperación y Acogida (SARA) de Barcelona. "Si tenemos a una mujer en riesgo alto y una compañera necesita una baja, esa mujer puede estar un mes y medio sin visita a la psicóloga", lamenta. Pese a ello, la trabajadora dice ser consciente del "privilegio" que tienen ella y sus compañeras, al tratarse de un servicio gestionado al completo por el ayuntamiento. "Somos funcionarias y tenemos condiciones de trabajadoras públicas, en otras partes funciona mediante concesiones a organizaciones sociales, así que tenemos un privilegio en comparación con las demás".

Y sin embargo, difícilmente alivia esa certeza el impacto físico y emocional que sufren. "Te sobrecargas, te enfadas, vas a trabajar a disgusto, se eleva el nivel de ansiedad. Igual tu compañera vuelve de la baja, pero te la acabas cogiendo tú después".

Bailar con las víctimas

O no te la coges nunca y tiras para adelante. Amaia dice que la rabia, en este momento, sirve como estímulo. "Ahora mismo, la rabia me moviliza. Si en el futuro me destruye, tendré qué ver cómo lo hago". Ella es psicóloga infanto-juvenil en un centro de atención ambulatoria de Madrid y dice sentir una gran responsabilidad con los chicos y chicas que atiende. "Estos menores en un futuro van a ser adultos. Y muchas veces digo: es que pueden ser carne de cañón para ser futuras víctimas o agresores". 

El trabajo es de todo menos sencillo. A veces esos menores que acompañan a las mujeres, después de haber convivido con la violencia, han aprendido también a ejercerla. Algunos están incluso convencidos de que es su madre la mala de la historia. Muchos, en función del tipo de recurso habitacional, se ven obligados a renunciar a sus vidas: ni colegio, ni amigos, ni ocio. No es fácil para ellos comprender que el aislamiento es parte del proceso de recuperación, así que culpan a quien tienen al lado. Tampoco lo entienden las mujeres: se preguntan por qué son ellas las que tienen que renunciar a sus vidas, cuando sus agresores siguen durmiendo cómodamente bajo el mismo techo. "Estoy aquí encerrada, sin poder salir, sin poder hablar con mi familia, en un centro con verjas que parece una cárcel. Y qué les dices: pues que tienen toda la razón", reconoce Olivia. "A mí tampoco me parece justo".

Es ahí donde anida la clave y la complejidad de su trabajo: en decirles a las víctimas que tienen razón, que el camino no siempre es llano y que no están solas en la injusticia. El centro donde trabaja Olivia está pensado para estancias cortas, precisamente porque su carácter de emergencia lo hace sumamente restrictivo, pero la falta de recursos ha derivado en que "en lugar de un máximo de 72 horas, las víctimas y sus hijos estén hasta dos meses sin salir". Dos meses en los que se produce una convivencia completa y se fraguan vínculos. Olivia se ha acostumbrado ya a ver a las mujeres más que a su propia familia, a servir de "paño de lágrimas" y hasta a "bailar y cantar" con las víctimas. 

También Laila, educadora en un centro residencial de recuperación integral gestionado por la Generalitat Valenciana. Ella y sus compañeras reciben a las mujeres que ya han pasado por una atención previa, así que están integradas en la red. Conviven con ellas durante un máximo de seis meses, prorrogables a otros seis. En este tipo de viviendas sí tienen una vida que trata de reproducir cierta normalidad: las víctimas y sus hijos tienen autonomía, responsabilidades y rutinas propias. "Muchas tiran para adelante contra viento y marea, algunas vienen de una situación previa de indefensión total. Son desahuciadas por la sociedad". Así que la única red que encuentran es la que tejen las trabajadoras.

Cristina habla específicamente de cariño cuando se refiere a las mujeres con las que comparte tiempo y espacio en el centro habitacional navarro. "Somos una familia. Estamos viviendo juntas todos los días y cuando nos separamos vivimos pequeños duelos de separación". Sucede casi "sin querer", completa Andrea desde Barcelona. "Asumimos que el proceso es de ellas, pero se genera un vínculo que trasciende lo profesional y quieres con todas tus fuerzas que salga bien".

Volver con el agresor, levantarse de nuevo

Y no siempre sale bien. Las trabajadoras inciden en los tiempos, porque el reloj es determinante en el proceso de recuperación. Aldara dice estar dando citas para dentro de dos meses. Ella es psicóloga en un centro de atención 24 horas de Madrid y pone el foco sobre la dilación del tiempo como elemento disuasorio para las víctimas: "Cuando llaman se encuentran muy mal y la situación es insostenible. Pero en ese tiempo pueden entrar en una fase de luna de miel y pueden echarse para atrás, o puede que se desanimen y no quieran seguir con el proceso". Las citas que agende hoy Belén, trabajadora social en un punto de violencia también de la capital, se irán para la última semana de septiembre.

Así que en ese tiempo, muchas incluso vuelven con sus agresores. Es el miedo perpetuo, el riesgo que todas las profesionales asumen. Algunas regresan con ellos después de haber entrado en el circuito de recuperación, casi siempre movidas por la necesidad y la falta de recursos. "La vulnerabilidad social es enorme y eso hace que regresen con los agresores", cuenta Belén. O a veces son los propios maltratadores los que se presentan a las puertas de los centros.

Es uno de los temores que confiesa Laila. "Algunas quedan con ellos cerca del recurso, cuya dirección es protegida". La valenciana reconoce que parte de su trabajo es asumir que existe un porcentaje de mujeres que no van a ser capaces de romper el vínculo con sus maltratadores. "Muchas lo ocultan, otras no lo cuentan por vergüenza o lo niegan. Algunas sí lo dicen. Intentamos trabajar con ellas para evitarlo, pero después de dos décadas trabajando con esto aprendes que incluso algunas víctimas necesitan volver para darse cuenta de que tienen que salir de esa relación".

A veces, reseñan las profesionales, la vulnerabilidad está tan enquistada que ni siquiera haber pasado por la red es garantía de éxito. Y casi nunca el contexto social y económico global pone las cosas fáciles. Si en algo coinciden las voces entrevistadas, sin excepciones, es en el problema que supone la búsqueda de vivienda una vez las víctimas regresan al mundo real. La falta de autonomía hace que, incluso después de haber pedido ayuda, las víctimas se vean en situación de calle o se prostituyan. "Tengo a muchísimas mujeres que ejercen prostitución. Es muy triste y es muy duro", relata Belén. Algunas caen en la prostitución como consecuencia de la situación de la vivienda: al salir de la red y buscar un alojamiento para vivir de forma autónoma, la imposibilidad de acceder a una vivienda les lleva a aceptar ofertas de "habitaciones gratis, pero a cambio de sexo". 

Violencia institucional

A la pregunta de si hay violencia institucional, las trabajadoras responden que sí al unísono. Una forma de violencia invisible que se cronifica y se reproduce a distintos niveles. La violencia institucional se expresa en los problemas de salubridad que se dan en algunos de los centros, en la revictimización que echa a andar por los pasillos de los tribunales y en el colapso de los recursos. 

Muchos menores "te dicen claramente que no quieren ver al padre y luego sí hay visitas, muchas veces ya no a través de puntos de encuentro, sino con pernoctas", lamenta Amaia, la psicóloga infanto-juvenil. ¿Cómo es posible que esto pase? "Porque muchas veces judicialmente los menores no tienen voz", responde, "todavía el derecho de los padres a ver a sus hijos está por encima", lo que a las profesionales les genera "una impotencia muy grande" ante un riesgo que es palpable: "Estamos viendo cómo la violencia vicaria ha crecido exponencialmente", asiente la psicóloga.

Las trabajadoras se esfuerzan por interiorizar que ellas siempre tratan de hacer el mejor trabajo posible, que no todo está en sus manos, pero la responsabilidad a veces conlleva culpa cuando las cosas no salen bien. Y la frustración hace mella. "Todas tenemos la impresión de que vamos poniendo tiritas constantemente", lamenta Belén.

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María, educadora en un recurso de emergencia madrileño, dice estar siempre al límite. "Se supone que estos centros están pensados para la estabilización de la mujer y para el trabajo en violencia, pero es lo último que podemos trabajar", asiente. El motivo, una vez más, tiene que ver con el tiempo: "En dos meses tienen que abandonar el recurso, así que el foco está puesto en su salida. Según llegan, trabajamos sobre las opciones de salida, debido a la presión del ayuntamiento por la falta de plazas", denuncia. En esos dos meses es "inviable abordar la gestión de la violencia vivida, que es para lo que se supone que llega una mujer a un centro de emergencia".

Pese a ello, la educadora no duda en señalar el cierre de cada intervención como uno de "los momentos más bonitos" de su vida. "No sólo en el plano profesional", se apresura a matizar. "Hay mujeres que me han dicho que están vivas por mi trabajo".

Las trabajadoras que han participado en este reportaje figuran con seudónimos bajo petición expresa de todas ellas.

Si a Olivia le compensa llegar al final del día completamente extenuada física y mentalmente es por el abrazo de la mujer que tras meses de convivencia atraviesa la puerta del centro de acogida para víctimas decidida a recuperar una vida libre de violencia. El malestar personal le sale a cuenta, asiente la trabajadora, gracias al crío que sin entender muy bien las razones por las que su vida se ha truncado, se despide con una sonrisa de genuino agradecimiento. "Se me pone la piel de gallina", dice mostrando el vello erizado de su brazo derecho. 

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