Es un domingo crudo de principios de marzo y en una pedanía de la meseta apenas una decena de personas participan en la única actividad comunitaria que ofrece el día: la misa de once. En la parte de adelante se sientan, como lo han hecho siempre, las mujeres. En la de atrás, los hombres. El paso del tiempo ha dejado algunos cambios, además de muchos bancos vacíos: un antiguo emigrante en Francia jubilado ahora en el pueblo es el primer hombre que traspasa esa frontera no escrita y canta con las mujeres y va con ellas a limpiar la iglesia; una inmigrante venezolana que vive en el municipio cuidando de una mujer mayor es la persona más joven de la iglesia.
Fontanillas de Castro (Zamora) es uno de esos pueblos en los que ya queda poco más que la iglesia y el bar. En el bar, cualquier día a media mañana o después de comer, se puede ver otra fotografía demográfica reveladora: los agricultores y ganaderos de la zona, todos hombres, se encuentran para tomar algo o jugar la partida. El éxodo rural español fue y sigue siendo, sobre todo, femenino. La dificultad para encontrar trabajo en los pueblos pequeños, donde las labores del campo se han heredado tradicionalmente entre hombres, ha dejado una consecuencia sísmica: el número de hombres por cada 100 mujeres, en la población entre 20 y 64 años, es mayor cuanto menor es el municipio. El éxodo rural femenino ha producido una fuerte masculinización de las edades activas y reproductivas del medio rural.
Ese fenómeno, con 127 hombres por cada 100 mujeres, tiene efectos directos en la caída de la natalidad, una tendencia aún más acusada en el medio rural que en el urbano, y también en el desarrollo general. “La presencia de las mujeres es la garantía de un medio rural vivo y con horizonte de crecimiento económico y social. La partida que se juega allí no es entre igualdad o machismo, sino entre igualdad o vacío”, concluye el ministro de Agricultura, Luis Planas, en el último informe sobre igualdad de género en el medio rural. La Política Agraria Común 2023-2027 de la Unión Europea incluyó por primera vez, a iniciativa española, la perspectiva de género.
Titularidad compartida para incorporar (con derechos) a la mujer al campo
Elisabet Galache Iribarren tiene 43 años, dos hijos y se ha incorporado a la ganadería en un pueblo de menos de 1.000 habitantes. Es exactamente el perfil que las administraciones buscan atraer al mundo rural para blindar su futuro. “Ojalá jubilarme aquí en el pueblo, pero no lo tengo tan claro, las cosas cada vez están peor y a nosotros todavía nos quedan muchos años laborales”, dice. Y desarrolla: “Antes con la ganadería se ganaba bien, ahora de momento nos da para vivir, pero todo está cada vez más difícil”. Galache y su marido registraron la primera titularidad compartida de su pueblo, Villavieja de Yeltes (Salamanca), una figura jurídica a la que pueden acogerse las parejas que comparten el trabajo y la gestión de su explotación agraria. Esta figura es un paso clave en la igualdad de un campo en el que las mujeres también han trabajado históricamente, pero sin la oficialidad que otorga los derechos.
La ganadería en extensivo, como su explotación de 140 vacas, es una actividad fundamental para fijar población en municipios pequeños. Quien tiene una explotación así necesita vivir cerca de donde pasta su ganado. Galache es administrativa y no viene de una familia ganadera, pero su marido, que trabajaba antes de albañil, sí. Cuando los tíos de él se jubilaron en 2019, ambos decidieron quedarse con su ganado e incorporarse a la actividad agraria gracias a una subvención para jóvenes agricultores que obtuvieron ya en el límite: los dos estaban cerca de los 40 años. “Sin esa ayuda no lo habríamos hecho; el dinero te lo dan a fondo perdido, pero tienes que justificar la inversión y mantener la explotación cinco años. También te dan puntos por ser mujer rural”, explica. Ella trabaja media jornada como administrativa y el resto del tiempo con su ganado. “Ya podríamos dejarla, pero no va a ser el caso. A mí siempre me ha gustado mucho el campo y he aprendido el oficio con mi marido. Entre los dos echamos de comer a las vacas y, algún día que no está, voy yo sola y me apaño perfectamente. Mis hijos, de 13 y 17, ya nos echan una mano, y les gusta mucho vivir en el pueblo”.
La mujer inmigrante y el cuidado de las personas mayores
La preferencia de los hombres en el acceso a la titularidad de las explotaciones agrarias no ha sido el único factor del éxodo rural femenino. Muchas abandonaron sus pueblos para escapar del oficio no remunerado ni cotizado que se heredaba entre mujeres: el cuidado de niños y mayores, más el trabajo del hogar. La masculinización de lo que los expertos llaman la generación soporte (que tienen entre 30 y 50 años y se denomina así porque llevan el peso de la producción, la crianza y el cuidado de los mayores) ha dejado un vacío en esa tercera responsabilidad que están cubriendo en buena medida mujeres migrantes, quienes encuentran una oportunidad laboral como cuidadoras y empleadas del hogar internas en municipios muy envejecidos donde muchos mayores están solos.
Lina Aquino tiene 55 años, es de Paraguay y lleva más de una década cuidando a personas mayores en pueblos de menos de 500 habitantes de la provincia de Zamora. Su casa está en Toro, pero durante la semana trabaja como empleada del hogar y cuidadora interna en municipios donde no hay mucho más que algún bar, la iglesia, una pequeña tienda, farmacia y quizás un banco. Moreruela de Tábara, Manganeses de la Lampreana y, ahora, Villanueva del Campeán. Solamente tiene buenas palabras para los mayores que ha cuidado y sus familias. Únicamente ha cambiado de casa cuando han fallecido las personas que atendía. Tuvo una experiencia difícil en otro pueblo con una señora “muy exigente”, con la que no pudo seguir, pero le gustaría jubilarse en esta ocupación. “A mí me sale trabajo a menudo en fábricas, en supermercados, pero no quiero, este trabajo que estoy haciendo me gusta mucho”, explica.
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En una ocasión cuidó a un matrimonio mayor en la ciudad, pero le resultó agobiante. “Tenía que estar siempre corriendo de aquí para allá y cuando cuidas a dos personas es difícil. En el pueblo no me veo así, para nada. Hay muchísima tranquilidad, las distancias son cortas y los puedo llevar conmigo si tengo que ir a comprar algo o a la farmacia”, cuenta. Cuando se le pregunta por si no le resultan solitarios pueblos tan vacíos, dice rápido: “No tengo problema, me encanta la tranquilidad, si fuera por mí, viviría en un campo solita”. Y explica cómo le saca conversación hasta a las personas más reservadas cuando sale de paseo con sus mayores.
Nuevas tecnologías para facilitar la vida en los pueblos
Virginia Tovar Martínez tiene 58 años y encontró una segunda vida en el mundo rural tras su divorcio en plena crisis del ladrillo. Vendieron la casa que tenían en Alicante y tuvo que buscar algo asequible para ella y su hijo, entonces de 8 años. En Busot, un municipio de menos de 3.000 habitantes, encontraron ese apartamento y un nuevo punto de vista. Su hijo, al que inicialmente le había parecido un horror mudarse a un pueblo, ahora se ha comprado su propio piso allí porque le encanta. Juntos, con el hermano mayor, han creado una herramienta digital para que más personas puedan plantearse una vida factible en el medio rural.
“Como trabajadora social, estoy acostumbrada a detectar necesidades, y lo que he visto es que apenas hay transporte público en estos municipios, y esto perjudica especialmente a las mujeres, porque son más las que no tienen carné o son las últimas en poder usar el vehículo familiar”, cuenta Tovar. “Por la mañana, cuando salgo a trabajar a otro municipio, veo muchísimos coches con sólo una persona arriba y abajo, y de ahí nació mi idea de un servicio de coche compartido”. Con sus hijos informáticos, ha creado Subt carpooling, una herramienta digital que se diferencia por ser “muy sencilla” y estar dirigida a personas que viven en municipios de menos de 5.000 habitantes, ya que solamente es necesario descargar la aplicación Telegram y usar el chatbot que han diseñado para ofrecer o solicitar un trayecto. Es un proyecto incipiente, porque necesitan lograr que más personas oferten y demanden, pero confían en que, si las administraciones públicas les respaldan, su idea pueda dar un servicio útil y sostenible a poblaciones que ahora son excesivamente dependientes del coche para actividades tan cotidianas como ir al supermercado o llevar a los niños a entrenar.
Es un domingo crudo de principios de marzo y en una pedanía de la meseta apenas una decena de personas participan en la única actividad comunitaria que ofrece el día: la misa de once. En la parte de adelante se sientan, como lo han hecho siempre, las mujeres. En la de atrás, los hombres. El paso del tiempo ha dejado algunos cambios, además de muchos bancos vacíos: un antiguo emigrante en Francia jubilado ahora en el pueblo es el primer hombre que traspasa esa frontera no escrita y canta con las mujeres y va con ellas a limpiar la iglesia; una inmigrante venezolana que vive en el municipio cuidando de una mujer mayor es la persona más joven de la iglesia.