Un día al año, todo se tiñe de morado. En los platós de televisión se debate sobre la brecha salarial, los escaparates de los comercios claman por los derechos de las mujeres y un lazo violeta rompe el monocolor de las americanas que portan los líderes políticos. En los colegios, las libretas de los niños y niñas se llenan de nombres femeninos que hasta aquel momento parecían impronunciables. Y los periódicos hacen recuento de las vidas segadas por la violencia machista en los últimos veinte años: 1.192 desde que se inició la estadística. Entretanto, las mujeres que han experimentado esa violencia, las supervivientes, observan.
Macarena dice sentirse “orgullosa” ante la movilización en las calles, aunque ella siempre se ha “quedado con las ganas” de salir. Su profesión, la hostelería, no perdona. Pero ese día intenta encontrar sus propias fórmulas para reivindicar, asiente al otro lado del teléfono. “Cada vez se da más a conocer el tema de la violencia de género” y cada vez está más presente “la igualdad entre hombres y mujeres”, afirma, con un pretendido optimismo que sin embargo no nubla la necesidad de cautela. “Falta mucho”, se apresura a decir.
Desde luego, el camino es un poco menos pedregoso que cuando ella sufrió la violencia en sus propias carnes. “Sufrí maltrato durante muchos años y antes no se hablaba de eso”, comparte. “Veintitrés años casada y veintitrés años callada”. Pero las cosas han cambiado radicalmente. “La primera vez que hablé fue a la policía y desde entonces no me he vuelto a callar”. Macarena pone el acento en la ruptura del silencio, pero se detiene además en el valor de hacer del camino un proceso colectivo: que hablen las mujeres y que sean otras mujeres las que escuchen. “Para mí era muy importante que todo el mundo supiera que cuando estamos en estas situaciones, nosotras no tenemos la culpa. Y el auge del feminismo nos ha servido para contar nuestras historias”.
El auge del feminismo nos ha servido para contar nuestras historias
A Efigenia el 8M también le ha cogido siempre trabajando. Desde la barrera, observa con admiración el trabajo de las activistas que tratan de visibilizar aquello que, no hace tanto, permanecía oculto. “Cuando yo me separé de mi maltratador, esto no lo había”, evoca en referencia al músculo del que hoy sí presume el movimiento feminista. “El feminismo puede ayudar para que las mujeres pierdan el miedo, el apoyo de otras mujeres es muy importante”, coincide.
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Las supervivientes de la violencia que están decididas a compartir sus vivencias priorizan la ayuda a sus iguales, tenderles la mano para ayudarles a salir. Incluso aunque verbalizar una y otra vez sus historias pueda ser doloroso. “Si al contar mi historia me escucha una mujer que está pasando por lo mismo y se le enciende la bombilla, entonces merece la pena”, comparte. Efigenia conoció a su pareja con quince años y a partir de ahí, permaneció atada a él toda una vida. No recuerda el momento exacto en que la violencia empieza a expresarse, pero sabe que estaba presente de alguna manera. “No era física, sino psicológica, así que fue más difícil de detectar por mí misma”, asiente hoy. Después llegó la violencia física contra ella y su hijo. Tras más de dos décadas de matrimonio, la víctima da el paso de romper. Hoy, se prepara para hacer de su experiencia un salvavidas para otras mujeres. Lo hace a través de la Fundación Ana Bella, una red construida por mujeres supervivientes que lleva más de veinte años siendo un soporte para las víctimas de la violencia.
"Ponerse unas gafitas violetas"
Raquel se toma unos segundos para poner el manos libres en el coche que la lleva de vuelta a casa. Algo tan cotidiano como hacer la compra la obliga a tener que tomar el volante, desde que denunció la violencia que sufría por parte de su ahora expareja y decidió cambiar su ciudad de residencia por un pueblecito a las afueras, en otra comunidad. Otra casa, otra vida y empezar de cero. “Cogí a mi hija, a mi perro y me fui”, cuenta. Raquel participa activamente en organizaciones vinculadas al movimiento feminista y contra la violencia de género, precisamente porque entiende que en las manos de sus compañeras está la red que sostiene a otras muchas. “Muchas víctimas, como me pasó a mí, no saben que están sufriendo porque lo han normalizado. Cuando lo oyes en otras personas lo identificas y dejas de pensar que es culpa tuya”. Por ese motivo, ella es de las que han decidido tomar la palabra.
Especialmente durante el 8M y el 25N, reconoce, aunque tras el estallido de la pandemia las aglomeraciones la han disuadido de participar en grandes convocatorias. Raquel dice experimentar sentimientos contradictorios este miércoles: es positivo que cada vez “se hable más de la desigualdad y que seamos más conscientes, pero es penoso que sea noticia”. Entretanto, ella, que se declara “cien por cien feminista”, se agarra al 8M como una tabla de salvación: “Las mujeres queremos ser noticia por salir a manifestarnos, no por ser vapuleadas o asesinadas por un individuo”. Y que las generaciones más jóvenes, dice pensando en su niña adolescente, tomen el testigo. “Necesitamos mucha charla, más visibilidad y terminar con algunos modelos a seguir que son muy peligrosos”. No bajar la guardia, en definitiva, porque todavía se ve “en los institutos a mucha chica sometida”. Necesitamos, resume, “más charla y no tanta geometría”. Algo así como “ponerse unas gafitas violetas y decir: esto no lo quiero para mí”. Este miércoles es, probablemente, el día indicado para desenfundar esas gafas moradas.
Un día al año, todo se tiñe de morado. En los platós de televisión se debate sobre la brecha salarial, los escaparates de los comercios claman por los derechos de las mujeres y un lazo violeta rompe el monocolor de las americanas que portan los líderes políticos. En los colegios, las libretas de los niños y niñas se llenan de nombres femeninos que hasta aquel momento parecían impronunciables. Y los periódicos hacen recuento de las vidas segadas por la violencia machista en los últimos veinte años: 1.192 desde que se inició la estadística. Entretanto, las mujeres que han experimentado esa violencia, las supervivientes, observan.