Si hay un lugar en el que, como decía el escritor Eduardo Galeano, se diga adiós a los sueños, ese es Elliniko. Bebés que duermen separados del suelo solo por lonas y colchas; madres que reconvierten tarros en los que un día ACNUR repartió mosquiteras en bañeras improvisadas para sus pequeños; personas con movilidad reducida que, sin sostenerse en brazos ajenos, no podrían ir al baño o familias apiñadas que aspiran a convertir las telas que cuelgan aquí y allá en paredes con las que recobrar una intimidad perdida tiempo atrás.
De ella se vieron privadas en un día a día que, en muchos casos, va ya para seis meses en este rincón de Europa que está a tiro de piedra del centro de Atenas. De espaldas al bullir de la ciudad en plena temporada turística, más de 3.000 personas residen en estas condiciones en el que, de ser aeropuerto internacional primero y punto neurálgico de las Olimpiadas de 2004 después, se ha reconvertido en campo no oficial para la acogida de refugiados. Pero Elliniko no es un campamento cualquiera. Es, a juicio de cooperantes y voluntarios, de los peores de Grecia, si no el peor. En él se busca, pero cuesta encontrarlo, el rastro de la voluntad de “devolver unas condiciones de vida dignas” a los refugiados a la que el comisario europeo de Ayuda Humanitaria, Christos Stylianides, apeló en abril, cuando anunció una partida de 83 millones de euros para mejorar su atención en Grecia.
El infierno, en Atenas
“Esto es…es el infierno”. Se le resiste el calificativo a Carla, cooperante que ofrece alternativas de ocio a los cientos de niños que pueblan el campamento. Conoce Elliniko desde su apertura en febrero cuando, cerrada la ruta balcánica, el gobierno heleno hacía piruetas para acoger a las 57.000 personas que alcanzaron sus costas ese mes. Pese a su experiencia en el campo, durante esa pausa lanza una nueva mirada a las instalaciones, en las que se advierten los efectos de la guerra en Oriente Medio y de las políticas de asilo y acogida de la UE.
En esta ojeada Carla verá tiendas, la mayoría tipo iglú, que se acomodan en una isleta con dos piedras como todo amarre o que se apretujan en lo que un día fue el túnel que surtía de portaequipajes a los pasajeros del aeropuerto, hasta once millones al año. Recalará también en una camiseta de Hello Kitty tendida en una verja y en un cobertizo improvisado en el antiguo servicio de limusinas que apuntala la ironía junto a un cartel que ha sobrevivido al paso del tiempo en el vestíbulo principal con su eslogan Caring for More.
Concluida la panorámica, de la que escapa el interior del aeropuerto y las áreas de acogida de los estadios de hockey y béisbol que se sitúan a la espalda, a Carla se le quiebra la voz para, ya repuesta, dar forma a su impresión. “No hay organización, no hay actividades para niños…es que no hay nada. Están atrapados como animales, como criminales”. Europa, concluye, “les ha olvidado”.
¿Por qué escapan?
Rohim, de 25 años, es de los que piensan que ojalá Europa y otras potencias lo hubieran hecho. “¿De quién se obtienen las armas que destrozan Afganistán, Pakistán, Iraq…? ¿Por qué escapamos?”, cuestiona antes de explicar que el mero hecho de hablar inglés es un problema en su Kabul natal. “Si los talibanes se enteran, estás muerto”. Su gesto, ahora duro, se dulcifica al imaginar su país en paz. ¿Volverías entonces? Claro, responde, “un país es como una madre”.
Y la suya la perdió este estudiante de literatura inglesa en la antesala de Europa, cuando acariciaba un sueño que se quebró cuando lo hizo una patera que nunca llegó a su destino, Lesbos. “Algunos salvavidas funcionaron, pero otros…”. Otros no lo hicieron y, así, su madre murió en el Mediterráneo como lo han hecho más de 4.000 personas este año, según la Organización Internacional para las Migraciones. Aunque no reside en Elliniko, Rohim hace y deshace el camino desde otro campo para visitar a la poca familia que le queda. “Y porque prefiero comer aquí”, alude a las tres comidas al día que organizaciones humanitarias reparten en el campamento, no sin arremeter contra las condiciones de aseos y duchas que, en los estadios, cuentan al menos con un agua caliente que no corrió en invierno en las ocho duchas para más de mil personas habilitadas en la terminal.
Con Dinamarca como destino dorado, tal vez se aventure pronto hacia su tercer intento de cruzar la frontera. “No le tengo miedo a nada porque lo he perdido todo”. Esa entereza a fuerza de golpes se achica en Gul Afrooz. A sus 65 años, esta afgana que perdió uno a uno a sus cinco hijos pensó que la historia se repetía con su nieta, de dos años y medio, cuando se le escurrió de los brazos y quedó sepultada bajo los pasajeros que atiborraban la lancha en la que viajaron a Grecia.
Tocada tierra, la moneda cayó ahora sí de cara para esta familia mermada por la violencia, que se reencontró y vive ahora en la terminal de salidas de Elliniko. Si se puede llamar suerte a estar ubicadas junto a dos ventanas y cerca de las puertas por las que el aire aligera una atmósfera que, edificio adentro, se torna irrespirable, Gul Afrooz y su nieta Zainab la tienen. Lo hacen, pese a habitar un área cuyas deficiencias no pasan inadvertidas ni al Gobierno, que en abril ya abogaba por su pronto desalojo. Sin embargo, hay quien todavía piensa que Elliniko marcha y que las necesidades de quienes lo habitan están cubiertas. ¿Comida, salud, ropa…todo? “Todo”, zanja un coordinador de las instalaciones que emplea mucho más tiempo en un circunloquio en el que se pierde una respuesta para la que un sí o un no bastaba. ¿Es este el campamento más duro? “Unos tienen unos problemas, otros tienen otros…”.
De vuelta a la terminal, la palabra inhumano salta en cambio a la boca de todo aquel al que se inste a definir la vida entre sus muros. Junto a ellos, la anciana y su nieta pasan sobre el suelo unas noches que a la cabeza de familia le pesan cada vez más. “Envejezco día a día; siento mucho dolor”. Un día después, está tumbada en la calle con el rostro contraído. ¿Está bien? Sus ojos graves responden con elocuencia. Su salud empeora y, así, su temor crece. “¿Qué voy a hacer con mi pequeña, quién tomará su mano? Ese es mi problema…”.
Es el miedo que la azota mientras se apaga en un campo en el que convergieron caminos hasta entonces paralelos. Para familias como las de Shah, ex Policía afgano, y la de Attaullah, que trabajó para empresas estadounidenses y alemanas en Kunduz, las sendas se cruzaron antes, en la atestada patera en la que llegaron a Grecia poco después de que las fronteras de Macedonia y Serbia se sellaran, pero antes de la entrada en vigor del controvertido acuerdo para devolver a Turquía a los solicitantes de asilo que llegaran tras el 20 de marzo. En las islas, penúltimo paso de un periplo desde Afganistán que, de media, dura 52 días, el joven Attaullah, al que la energía le bulle, emprendió una carrera contra el tiempo para llegar al continente cuanto antes, mejor. Gracias a eso fue a parar al estadio de béisbol y no a la terminal de Elliniko donde, un día después, condujeron a los compatriotas con los que compartió lancha que, explican, huyeron tras sufrir persecuciones, torturas y abusos.
Acceso restringido a los campos del sueño olímpico
Entre el viejo aeropuerto en el que se apiñan cientos de familias y los estadios que, junto a cuatro carpas, operan como campamentos, las diferencias, por nimias, se palpan. Lo hacen, por ejemplo, con un puesto de Policía que controla todos los accesos salvo los de la terminal y que manda de vuelta a la calle a una religiosa que, documento del Gobierno español mediante, trataba de constatar las posibles carencias del campo. La situación no se resuelve “con políticas de verjas”, afeó en junio el primer ministro griego, Alexis Tsipras, la actuación de ciertos países europeos y la lentitud de las reubicaciones. Sin embargo, concertinas a ras de suelo flanquean el pasillo que conduce a los estadios, para cuyo acceso tienen luz verde menos de una decena de organizaciones.
Tenso porque los agentes no le quitan ojo un miembro de una de ellas asegura que faltan manos para atender las tres áreas, si bien considera que las restringidas presentan mejores condiciones. Lo cree, por ejemplo, porque sobre la misma arena del pabellón en la que hace justo 12 años Cuba y Australia se disputaban la medalla de oro olímpica de béisbol se han habilitado tiendas más robustas y espaciosas.
Más de 140 tiendas instaladas sobre la arena que hace 12 años acogió la prueba olímpica de béisbol.
Bajo un sol de justicia que cae sobre el campo para tornarlo inhabitable, las tiendas alternativas no han podido borrar del paisaje los iglús, que siguen poblando el interior de las instalaciones. Mantas y sacos salpican también las gradas en las que un joven que vive solo en el estadio quema, teléfono en mano, las horas que le faltan para probar suerte y, si viene de cara, dejar Grecia atrás. Más allá, en un espacio minúsculo, un matrimonio con cinco hijos pide ayuda ante la mala salud del padre, al que le fue trasplantado un riñón hace años y que, como la anciana o como Zardine, que podría padecer una dolencia cardíaca, se debilita a pasos de gigante. No muy lejos se encuentra el espacio en el que Attaullah, que tanto corrió por llegar, vive con su mujer, su hija y un bebé de días.
Recién nacidos, al raso
Tres, exactamente, habían pasado desde el nacimiento del pequeño cuando su madre y él recibieron el alta para que, por sus propios medios, regresaran al campo. Desde entonces, el recién nacido duerme, como todos, sobre el cemento de una suerte de chabola que alterna alfombras de ACNUR en el suelo con una lona de la misma entidad como único techo. Impotente ante una falta de recursos que le impide comprar siquiera una cuna, al joven padre, que suma a la experiencia en este campo otras previas en Turquía y, de niño, en Karachi (Pakistán), la espera le quiebra.
“Estoy cansado. Esto no es vida para un bebé”. Antes de venir, prosigue, “pensaba que Europa tenía humanidad. Pero ahora, estamos en estas tiendas y…”. La desesperanza, hilaría con esa frase inconclusa, hace mella. De nuevo en la terminal, sus sensaciones se contagian a Nashrullah y su mujer. A menos de un mes de dar a luz sabe ya que su destino no será otro que una tienda apretujada en un espacio en el que el aire pesa. “No tenemos ni dinero ni a dónde ir ¿qué podemos hacer?".
Granjeros cuya propiedad quedó en el fuego cruzado entre talibanes y fuerzas gubernamentales, sus vivencias tejen una historia de vida compartida, en su esencia, por muchos de los que pueblan el campo. El relato lo completan los resultados de un estudio realizado por ACNUR en las islas griegas, que arrojó que 7 de cada 10 afganos que llegan lo hacen a causa de la guerra, porcentaje que escala al 92% entre los sirios. Esta es precisamente la única nacionalidad que supera en solicitantes de asilo en Europa a Afganistán, país del que la mayoría partieron con la intención de encontrar un nuevo hogar más allá de Grecia.
“Asesinatos, luchas, bombas; en casas, tiendas, escuelas…”. La exposición de los motivos para partir la perfila una afgana que vive bajo un soportal en el que, más allá, hace lo propio un anciano que pasa de setenta. “No vinimos a hacernos ricos. Vinimos a salvar nuestras vidas y las de nuestros hijos”, ahonda la mujer del ex Policía, Khudai, sobre un conflicto que solo en lo que va de año supera las 5.000 víctimas entre fallecidos y heridos.
Pese a ello, toma el testigo Nasrullah, a Europa, asegura, ninguno de ellos le importa, como no lo hace, agrega, la situación que atraviesan. “Nadie debería vivir así; con este calor, esta suciedad…”. Su visión no es subjetiva pues la comparte el propio Centro para el Control de Enfermedades griego que, tras analizar 16 campos, abogó por su “cierre total” al constatar, entre otros aspectos, su falta de ventilación y acumulación de desperdicios, así como la mala calidad de los alimentos repartidos a los refugiados.
Sin seguridad en la jungla
A esta lista quienes habitan en Elliniko suman un problema más: la tensión creciente en un centro que un cooperante llega a tildar de jungla. En ella, el peso de un tiempo que se escurre llega a convertir la pérdida de un móvil en una mecha capaz de prender la tensión en minutos. “No estamos a salvo”. La impresión de Khudai se torna coral y, de hecho, se plasma en un escrito remitido por oenegés a las autoridades griegas, a las que urgen a activar protocolos de seguridad que prevengan una violencia que se cobró en julio la vida de un chico de 16 años.
En el epicentro de la terminal, donde carteles del Duty Free presiden lo que hace las veces de mezquita, Samiullah, de 24 años, rebusca en su móvil la foto del fallecido. “Era mi amigo, ¿sabes?”. Como lo era el autor de retratos y dibujos que, como ocurre con los agujeros, salpican una pared en la que, junto a la bandera de Afganistán, se aprecian estrujados entre un puño o bordeados por una Europa amurallada los contornos de un país del que emana la sangre. La mano que volcó sobre el papel esos sentimientos contenidos seguirá haciéndolo, si puede, en las calles de Francia, en las que duerme desde que dejó atrás un campamento del que muchos optan por escapar. “Este está en Alemania, él y su mujer han vuelto a Afganistán…”. Señala, uno a uno, los rostros de una foto de grupo que captó un instante de su travesía a Europa, tras la que la añoranza a su madre le pesa como una losa. “Pienso en ella cada día y cada noche”, desliza antes de hacer un quiebro. “Los europeos sois muy afortunados, ¿sabes?”, interpela. “Tenéis buenas políticas. Podéis salir de vuestros países y regresar tranquilamente”, continúa hasta alcanzar el contraste que busca. “Si lo hago yo, al día siguiente soy hombre muerto”.
Tiendas de campaña se agolpan en lo que fueron las puertas de embarque del aeropuerto.
El cruce de caminos en el que vive conduce, sobrepasados los aseos en los que el agua corre a raudales por el suelo, a las antiguas puertas de embarque. En ellas, las colas que locales y turistas formaron antaño las replican ahora tiendas apretadas entre las que, como hurgando en el pensamiento del joven, se descubre al son de un deslizar de sábanas una pintada en la pared. Sobre dos corazones y en colores muy vivos, en ella se lee “te echo de menos, mamá”.
En liza consigo mismo para aplacar la nostalgia, el joven estudiante de derecho se centra estos días en planear su partida a Alemania, sin ver problema alguno en cruzar ilegalmente la frontera después de haber lidiado con los talibanes o Daesh. “Lo intentaré una vez y otra y otra…”, anticipa desde Elliniko, donde solo los pocos que como él o Rohim conservan algo de dinero aspiran a quedar a merced de traficantes que, por entre 800 y 3.000 euros, les muestren las rendijas de unas fronteras selladas.
Torturados y enfermos, sin opción a la reubicación
Se diría que son los afortunados de un campamento en el que solo hay margen para otras dos opciones, entre ellas deportarse uno mismo, como lo llama Attaullah, a quien la idea le ronda la cabeza pese a abocarle a una muerte casi segura en Afganistán. Que se baraje esta posibilidad se empieza a digerir cuando se constata que supervivientes de la tortura o la violencia en ese país, así como personas con necesidades de atención médica, se ven privadas del derecho a la reubicación más allá del territorio griego.
Pese a que casos como estos encajen en los colectivos vulnerables que podrían optar al realojo, su nacionalidad opera como sesgo que, hoy por hoy, impide a todo afgano aspirar a esta alternativa. Un representante de ACNUR en el noroeste griego censura esta política que, considera, orilla al individuo para, sea cual sea su situación, rechazar su reubicación si su país no llega al 75% de peticiones de asilo reconocidas, como ocurre por ejemplo con Siria. Cincuenta mil refugiados “no son un problema ni aquí ni en ninguna parte”, añade la misma fuente antes de apuntar que lo que sí es un problema es “la política de fronteras que se cierran”. Por ella, una tercera y última vía se abre para quienes viven en Elliniko: el asilo en Grecia, posibilidad que no entusiasma y para la que acaba de finalizar el pre registro abierto a los más de 47.000 refugiados que siguen en su territorio continental.
Es lo que le queda a quienes no les queda nada. La frase emana de Gul Rooz, mujer embarazada que vive con su familia a los pies de la carretera y que clama para que Europa responda a los “olvidados” que siguen atrapados en Atenas, como ella o como Nasrullah. Seca en él toda ambición, reúne a duras penas fuerzas para encontrarle el rastro y pedir a Europa que reabra sus puertas. “Es nuestro deseo y por él seguiremos aguantando en estas tiendas”.
El hilo del que pende la vida
Acceso a la terminal de Elliniko, pendiente de privatización.
Ver másCasi 263.000 refugiados han llegado por mar a Europa durante este año
Pasadas las ocho, el sol empieza a caer frente a Elliniko y los tonos rojizos que se cuelan por soportales, túneles, ventanas, gradas y cualquier recoveco en el que se agolpan las tiendas parecen tirar del hilo del que pende la vida. Grupos en corro departen junto a iglús que se ensanchan tanto como lo haga una familia. Un niño empuja una camioneta hacia unos contenedores de los que sobresale la basura; mientras otros dos, que más que caminar gatean, remueven los pedazos de cemento que se han desprendido de la carretera junto a unos adolescentes que juegan a voleibol entre gritos y risas. Sus sonidos no llegarán a oriundos y turistas que, a minutos en coche, apuran los últimos rayos de sol en playas como la de Glyfada.
Quedarán también mitigados por el zumbido de los coches que cruzan la avenida Posidonos desde la que, tal vez, las miradas se posen sobre Elliniko cuando lo que resuene sean las máquinas que hagan del lugar un nuevo El Dorado del urbanismo ateniense en cuanto se materialice una privatización que, aun lentamente, avanza. En este impasse en el que podría producirse el desalojo del campo, que se plantea ahora para septiembre, los que se arriesguen a avanzar o a retroceder serán, junto a los sueños, los únicos que continúen viajando desde un aeropuerto cuyos miles de habitantes seguirán aguardando una llamada de embarque a algún lugar que parece no llegar nunca a esta terminal de espera. ___________
Fotografías de Rosabel Rodríguez.
Si hay un lugar en el que, como decía el escritor Eduardo Galeano, se diga adiós a los sueños, ese es Elliniko. Bebés que duermen separados del suelo solo por lonas y colchas; madres que reconvierten tarros en los que un día ACNUR repartió mosquiteras en bañeras improvisadas para sus pequeños; personas con movilidad reducida que, sin sostenerse en brazos ajenos, no podrían ir al baño o familias apiñadas que aspiran a convertir las telas que cuelgan aquí y allá en paredes con las que recobrar una intimidad perdida tiempo atrás.