Giorgia Meloni tiene camino expedito en casa. Su Hermanos de Italia, la formación de extrema derecha que lidera la coalición de Gobierno italiana, dio un vuelco a su favor al mapa electoral el pasado fin de semana. El relevo en el bloque conservador es evidente después de que los de Meloni ganaran las elecciones en un feudo tradicionalmente de izquierdas como Lombardía y en la región central de Lazio, donde doblaron a los socialdemócratas. Pero aunque en casa las noticias son alentadoras para su partido, que ya es la primera fuerza de la familia conservadora, en Europa Meloni lleva un traspié tras otro.
Su llegada fue recibida dentro de lo previsible. Abrazos y sonrisas por la presidenta del Parlamento Europeo, Roberta Metsola (Partido Popular Europeo), recibimiento protocolario por la presidenta de la Comisión Europea Úrsula Von der Leyen (Partido Popular Europeo pero alejada de los ultras) y sequedad burocrática por el presidente del Consejo Europeo, el liberal Charles Michel. Eran los primeros pasos y Meloni debía moderarse, se decía en los pasillos bruselenses, para entrar al juego de poderes europeos y ser tratada como una más.
La italiana lo hizo. Dejó de lado sus más extravagantes críticas de campaña electoral contra la Unión Europea, nombró ministros lo menos estrambóticos posible (dando continuidad a altos cargos del Gobierno tecnócrata de Mario Draghi) y desde el principio aceptó el plan de recuperación tal y como lo había negociado Draghi a cambio de 210.000 millones de euros. En Exteriores puso a Antonio Tajani, mano derecha de Berlusconi pero hombre de experiencia en Bruselas (fue presidente del Parlamento Europeo) y de cuyas credenciales europeístas pocos dudan a pesar de haber sido durante décadas un fiel aliado del cavaliere.
La moderación que pedían a Meloni y que ella ha intentado seguir no le sirve pese a esos esfuerzos porque el pecado original es imborrable. Desde Bruselas, pero sobre todo desde París y Berlín, se sigue viendo a Meloni como una precuela de una potencial presidenta ultraderechista en Francia, Marine Le Pen, un acontecimiento que sí podría generar movimientos de fondo en la Unión Europea que las diplomacias francesa y alemana, además de la Comisión Europea, intentan evitar.
La última señal se dio la noche del 8 al 9 de febrero. Después de visitar Londres, el presidente ucraniano Volodimir Zelensky viajó a París. En el Elíseo cenaría con el presidente francés Emmanuel Macron y con el canciller alemán Olaf Scholz. De los miembros europeos del G7 sólo faltaba Italia en la foto. Pocos dudan de que Mario Draghi sí habría estado en esa mesa, pero sentar a Meloni era para Macron prácticamente como sentar a Le Pen. Ocho meses antes Draghi iba en el tren a Kiev con Macron y Scholz.
Italia es además una piedra incómoda en la coalición europea de apoyo a Ucrania. Si Meloni repite las declaraciones de apoyo a Kiev, su socio Berlusconi sigue sacando los pies del tiesto en cuanto le ponen un micrófono delante. Sigue defendiendo a su amigo Vladimir Putin y considera que el responsable de la guerra es Zelensky.
Meloni no disimuló su malestar tras la cena en París a la que no fue invitada. Al día siguiente, cuando llegó a la cumbre europea del 9 de febrero, la italiana dijo que el convite sin ella era “inapropiado” y que amenazaba la unidad europea en torno a Ucrania. Meloni siguió diciendo, sin ocultar su enfado, que la cena tenía como objetivo principal los intereses políticos internos de Macron. Las declaraciones de la italiana se vieron como las de una principiante.
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El problema no es sólo Meloni y arrastra a ministros que no son de extrema derecha, como el de Finanzas, Giancarlo Giorgetti, quien dijo la semana pasada que cuando sus homólogos francés y alemán viajaron a Washington para tratar con las autoridades estadounidenses del plan de subsidios de Biden que puede provocar fugas de inversiones desde Europa, tampoco se acordaron de invitarlo.
En las últimas décadas, Italia ha peleado en Bruselas por encima de su peso, al menos en cuanto a nombres. Sus comisarios tuvieron carteras importantes y personajes como Draghi una influencia decisiva durante una década desde el Banco Central Europeo. Pero aquella Italia proactiva que estaba en todas las reuniones y contubernios pierde pie frente a dos países. Por un lado una España que con ministras “de la casa” como Nadia Calviño o Teresa Ribera pelea por encima del peso del país y por otro por una Polonia que, a pesar de compartir familia política gubernamental con Meloni, ha sabido aprovechar su nuevo papel, más central, en una Europa volcada al este por la guerra.
Meloni intenta jugar al juego de Bruselas y mantiene dentro de lo razonable las relaciones con las instituciones europeas. Ni ella ni sus ministros han tenido movimientos contra iniciativas europeas ni se han dedicado a amenazar con vetos como hace continuamente el Gobierno húngaro, uno de los que más aplaudió su llegada. Pero la relación con Francia va de mal en peor y con España y Alemania, sin bronca, se ha reducido sin que se vea por dónde puede reconducirse. A pesar de algunos movimientos en el Partido Popular Europeo, la extrema derecha sigue siendo incapaz de mantener relaciones normalizadas con las instituciones europeas.
Giorgia Meloni tiene camino expedito en casa. Su Hermanos de Italia, la formación de extrema derecha que lidera la coalición de Gobierno italiana, dio un vuelco a su favor al mapa electoral el pasado fin de semana. El relevo en el bloque conservador es evidente después de que los de Meloni ganaran las elecciones en un feudo tradicionalmente de izquierdas como Lombardía y en la región central de Lazio, donde doblaron a los socialdemócratas. Pero aunque en casa las noticias son alentadoras para su partido, que ya es la primera fuerza de la familia conservadora, en Europa Meloni lleva un traspié tras otro.