“El mundo es lo que es, es decir, poca cosa. Es lo que todos sabemos desde ayer”. Así comienza el editorial del diario Combat, del 8 de agosto de 1945, escrito por su redactor jefe, Albert Camus. Dos días antes, el 6 de agosto, una bomba atómica lanzada desde un avión de la US Air Force había destruido la ciudad japonesa de Hiroshima y segado la vida de al menos 70.000 personas, antes de que una segunda, lanzada el 9 de agosto, en la ciudad de Nagasaki, provocase, según las cifras más optimistas, 40.000 muertes; el historiador norteamericano Howard Zinn cree que el número total de víctimas ascendió a 250.000.
En la soledad más absoluta, Camus fue uno de los pocos que no aplaudió a pesar de dirigir un diario salido de la Resistencia; quería desde luego la capitulación de Japón, aliado de la Alemania nazi, pero veía más allá del hecho inmediato y de la complacencia ciega por un progreso destructor que, en los medios de comunicación de la época, se imponía sobre cualquier otra consideración. “Nosotros lo resumiremos en una frase: la civilización mecánica acaba de alcanzar su último grado de salvajismo. Será preciso elegir, en un futuro más o menos próximo, entre el suicidio colectivo o la utilización inteligente de las conquistas científicas”, escribirá.
En claro contraste, para ser conscientes de la audacia de Camus frente al espíritu de la época, baste con recordar la edición de Le Monde, de ese mismo 8 de agosto de 1945, fríamente aséptica en su primera, pero adornada con un antetítulo que resume la inconsciencia colectiva frente a las técnicas mortíferas: “Una revolución científica”.
Nos separan 72 años de este editorial de Combat y, sin embargo, su conclusión parece una profecía más de actualidad que nunca: “Nosotros nos rehusamos a sacar de una noticia tan grave otra conclusión que no sea la decisión de abogar más enérgicamente aún a favor de una verdadera sociedad internacional, en la que las grandes potencias no tengan derechos superiores a los de las pequeñas y medianas naciones, en que la guerra, azote hecho definitivo por el solo efecto de la inteligencia humana, no depende más de los apetitos o de las doctrinas de tal o cual Estado. Ante las perspectivas aterradoras que se abren a la humanidad, percibimos aún mejor que la paz es la única lucha que vale la pena entablar. No es ya un ruego, sino una orden que debe subir de los pueblos hacia los gobierno, la orden de elegir definitivamente entre el infierno y la razón”.
Esta orden acaba de renovarla el Comité Nobel al distinguir, con el Premio de la Paz 2017, a la ICAN (International Campaign to Abolish Nuclear Weapons). “Vivimos en un mundo en el que el riesgo de que se empleen armas nucleares es más elevado de lo que lo ha sido en mucho tiempo”, señaló la presidenta del comité noruego, Berit Reiss-Andersen. “Algunos países modernizan sus arsenales nucleares y el peligro de que más países se doten de armas nucleares es real, como ha demostrado Corea del Norte”. Acto seguido, instó a las potencias nucleares a entablar “negociaciones serias” para acabar con sus arsenales.
Al destacar una campaña internacional que surge de la sociedad civil, el Nobel interpela a la ceguera colectiva de un mundo en el que la potencia establecida tiene como sinónimo la destrucción potencial. Esta ceguera también es el de cada uno de nosotros, incapaces de imaginar que lo peor pueda surgir de la modernidad científica más completa y, al mismo tiempo, la más perversa, la inteligencia humana que ha conseguido inventar el arma capaz de exterminar a nuestra propia especie mediante la destrucción de todos los seres vivos del planeta.
El mantenimiento de la bomba nuclear, su producción y su proliferación, pone de evidencia, hasta lo absurdo, el estado un mundo cuyo orden aparente no es sino un desorden persistente. Del mismo modo que son los cinco primeros compradores de armas del mundo –que alimentan con su comercio guerras que la ONU, en teoría, ha de hacer frente–, los cinco Estados miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que disponen de un derecho de veto, fueron las primeras naciones en dotarse de esta arma definitiva de destrucción masiva: Estados Unidos, Rusia (después de la URSS), Reino Unido, Francia y China.
Después se sumarían otras cuatro potencias nucleares: India, Pakistán, Israel, Corea del Norte, que se inscriben en zonas geopolíticas de conflictos de larga duración, donde su desarrollo es tan incierto como incontrolables pueden pasar a ser sus actores algún día. Y vendrán otros inevitablemente mañana en un mundo definitivamente transnacional, de conexión y de redes, como ha demostrado el papel activo de un científico pakistaní, Abdul Qadeer Khan, héroe nacional de su país donde es considerado el padre de la bomba atómica, en la proliferación internacional sobre todo hacia Corea del Norte.
Ayer supuesto argumento de equilibrio durante una guerra fría de dos ejes, americano y soviético –“La disuasión contiene la extrema violencia”, resumía Raymon Aron–, las armas nucleares ahora se sueltan en un mundo multipolar, cuyos interventores tienen sus propias lógicas de supervivencia y protección, fuera del juego de las antiguas grandes potencias. Su posesión se ha convertido en el comodín de las dictaduras de naciones pobres, pequeñas o frágiles, frente a la arrogancia dominadora y predadora de las democracias de los países ricos.
Por peligrosa que sea para la paz del mundo, sobre todo frente a Estados Unidos país dirigido por el imprevisible Donald Trump, la actitud de la Corea del Norte de Kim Jong-un es racional, desde el punto de vista de su propio poder totalitario y de su propia supervivencia. Las caídas violentas de Sadam Hussein en Irak y después de Gadafi en Libia, provocadas por intervenciones militares extranjeras que han sumido a sus respectivos países en el caos, lo han convencido evidentemente, lo mismo que ellas convencerán mañana a otros tirano opresores de sus pueblos, de que la posesión de armas nucleares es el único seguro de vida de su reino y de su persona.
De modo que la imprevisión y la irresponsabilidad están del lado de las viejas potencias que se apoyan en una estrategia de disuasión que ya no controlan en la medida en que su corolario, la no proliferación de armas nucleares, cada vez es más aleatorio. Por el contrario, el realismo y la lucidez están del lado de la ICAN, coalición formada por casi 500 ONG que actúan en más de cien países. Nacida en 2007, en diez años ha sabido llevar hasta la ONU un tratado de prohibición de las armas nucleares, aprobado en julio pasado por 122 países y sometido a ratificación desde el 20 de septiembre. Como las otras grandes potencias del Viejo Mundo, Francia se opone, por voz de sus gobernantes sin imaginación ni visión, definitivamente sordos a la llamada de Camus a elegir entre el infierno y la razón.
Tratado de prohibición o la victoria de Günther Anders
Como sucede a menudo, las sociedades son más inteligentes que los Estados que fingen regentarlos. Lo mismo que con las minas antipersonas o las bombas de racimo –gracias a las campañas de opinión, hay convenciones internacionales que las prohíben desde 1997 y 2008–, la movilización ciudadana ha permitido paliar la incapacidad de las potencias a la hora de poner en marcha sus propios compromisos. El Tratado de No Proliferación Nuclear, de 1968, dice, en su artículo 6 , que los Estados firmantes se comprometían “de buena fe a iniciar negociaciones obre medidas eficaces relativas al cese de la carrera de armamentos nucleares en fecha cercana y al desarme nuclear y sobre un tratado de desarme general y completo bajo estricto y eficaz control internacional”.
Ha ocurrido exactamente lo contrario. El número de potencias nucleares casi se ha duplicado, el privilegio del terror que se arrojan las primeras de ellas cada vez estaba más en cuestión. Según un informe reciente del Senado francés, nueve Estados poseían, a principios de 2016, alrededor de 15.395 armas nucleares. La proliferación de estas armas de destrucción masiva es una realidad tangible, cinco naciones europeas, además de Francia, tienen, según la ICAN, bombas atómicas en el marco de los acuerdos de la OTAN. Y, siempre según la coalición internacional, los países que tienen armas nucleares gastan cada año al menos 105.000 millones de dólares para el mantenimiento y la modernización de sus arsenales, una suma increíble que podría ser destinada de forma útil al servicio del bien común de los respectivos pueblos, en sanidad, educación, equipamiento, etc. Y, por último, el audaz discurso de Barack Obama en 2009 en Praga instando a “un mundo sin armas nucleares” quedó en papel mojado.
Con este argumentario, tan concreto como pertinente, la ICAN consiguió imponer un tratado de prohibición de las armas nucleares, igual que existe con las armas biológicas y químicas. Dicho de otro modo, prohibir las armas de destrucción masiva cuyo uso amenaza el género humano y supone un crimen contra la humanidad. El artículo 1 de tratado dice que estará prohibido “en cualquier circunstancia desarrollar, probar, producir, fabricar, comprar, poseer o almacenar armas nucleares u otros dispositivos nucleares explosivos”. Además, prohíbe también las políticas de disuasión y recuerda que es una pedagogía desastrosa del miedo: “Tal y como recoge la Carta de Naciones Unidas, los Estados deben abstenerse, en sus relaciones internacionales, de recurrir a la amenaza o al empleo de la fuerza”, los firmantes del tratado deberán que comprometerse a “no emplear nunca, ni amenazar con emplear, nunca, en ninguna circunstancia, armas nucleares”.
Günther Anders ya no está en este mundo para ver el punto en que se encuentra el que fue su compromiso vital. Llamado en realidad Günther Stern (1902-1992), primer marido de otra gran figura de la intelectualidad del siglo pasado, Hannah Arendt, fue el primer filósofo de la era atómica y más esencialmente un pensador de la catástrofe. Conocido por el gran público, a comienzo de los 60, por su diálogo con Claude Eatherly, presentado como “el piloto de Hiroshima”, en realidad el hombre que transmitió a la tripulación del bombardeo la luz verde (Go ahed) del presidente norteamericano y que vivió desde entonces lleno de remordimientos. Esta correspondencia, recientemente recuperada en la obra Hiroshima partout, es una ilustración pedagógica –como lo será en 1988 su formidable Nous, fils Eichmann, interpelación del hijo arrepentido del artífice del exterminio de los judíos de Europa– de su reflexión decisiva sobre el significado de la bomba atómica, más allá mismo de su monstruosidad.
Para Anders, abruma un mundo prisionero de la técnica, de su eficacia a corta vista y de su irresponsabilidad más esencial, un mundo deshumanizado que ya no sabe imaginar, y sobre todo la posibilidad de la catástrofe, ni sentir, y especialmente el aumento de los peligros. Nuestra alienación, no dejó de repetir, es no llegar a pensar en la repetición, no conseguir entrever “que lo que se había producido una vez podía producirse una segunda vez e incluso con menos inhibición”. Lo que llamaba “el síndrome Nagasaki”, esta repetición a menudo eclipsada, “desenvuelta, irreflexiva, desmotivada”, insistía, de la destrucción de Hiroshima. Basta con leer las reacciones oficiales francesas a la campaña de la ICAN –“El contexto internacional no permite ninguna debilidad”, se deleitó el Ministerio de Asuntos Exteriores –para comprender cómo el pensamiento de Anders resuena aún como una saludable provocación.
En su obra principal, iniciada en los años 50, L’Obsolescence de l’homme, no duda en afirmar que “los señores de la bomba son nihilistas activos”. Porque el que admite que el efecto de su acto pueda ser el aniquilamiento de la humanidad deberá ser considerado como culpable de nihilismo destructor a escala planetaria. “Cualquier hombre tiene los principios de la cosa que posee”, enuncia Anders: por tanto, poseer la bomba atómica, es aceptar la posibilidad de la destrucción de la humanidad y de los seres vivos por parte de los hombres. En la era atómica, concluye, “existimos cual muertos vivientes. Y es verdaderamente la primera vez”.
Mientras Donald Trump amenazaba, en la última asamblea general de Naciones Unidas, con “destruir totalmente” Corea del Norte, antes de evocar recientemente su enigmático “calma antes de la tempestad”, seguido de un misterioso “una sola cosa funcionará”, Francia asociada a Estados Unidos y a Reino Unido, ha acabado con el tratado de prohibición de la bomba atómica al afirmar que “desprecia claramente las realidades del entorno de seguridad mundial”. ¡Como si las armas nucleares nos fuesen de alguna ayuda frente a las inestabilidades del mundo que nutren injusticias económicas, negaciones democráticas, desordenes guerreros y cambios climáticos!
Como si, sobre todo Francia, no tuviese que meditar esta obstinación nuclear que, con la presidencia de François Mitterrand, promotor del mayor número de ensayos nucleares en el Pacífico, la cegó al nuevo mundo multipolar que venía. No es casualidad si Paul Quilès, ministro de Defensa socialista en 1985 fue testigo del desastre del caso Greenpeace, ese atentado ocurrido en Nueva Zelanda fruto de la arrogancia nuclear francesa, es hoy el político más comprometido con el desarme nuclear. Como el piloto de Hiroshima, meditó la ceguera humana de una potencia basada en el dominio de los asesintos masivos. Es hora de elegir entre el infierno y la razón. _____________
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Traducción: Mariola Moreno
Leer el texto en francés:
“El mundo es lo que es, es decir, poca cosa. Es lo que todos sabemos desde ayer”. Así comienza el editorial del diario Combat, del 8 de agosto de 1945, escrito por su redactor jefe, Albert Camus. Dos días antes, el 6 de agosto, una bomba atómica lanzada desde un avión de la US Air Force había destruido la ciudad japonesa de Hiroshima y segado la vida de al menos 70.000 personas, antes de que una segunda, lanzada el 9 de agosto, en la ciudad de Nagasaki, provocase, según las cifras más optimistas, 40.000 muertes; el historiador norteamericano Howard Zinn cree que el número total de víctimas ascendió a 250.000.