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La abstención debilita la autoridad del Parlamento Europeo

Una bandera de la UE, en Bruselas.

Ludovic Lamant (Mediapart)

Es un símbolo del abismo que se abre entre la Unión Europea y sus ciudadanos. Desde 1979, año de las primeras elecciones con sufragio universal directo al Parlamento Europeo, la tasa de participación no para de desmoronarse. ¿Romperá esa tendencia el noveno parlamento que saldrá de las urnas la noche del 26 de mayo?

La tasa de participación, 62% en 1979 (con nueve Estados miembros) cayó hasta el 56% a mediados de los años 1990 (en una Europa de 12) y se colocó claramente bajo el listón del 50% después del escrutinio de 2004, momento de la ampliación de la UE de 15 a 25 miembros. Desde entonces, ha quedado más o menos estable, con una ligera tendencia a la baja: 45% en 2004, 43% en 2009 y 42,6% en 2014.

[En España las cifras de participación han sido muy similares a la media europea: 45,1% en 2004, 44,9% en 2009 y 43,8% en 2014, unos 25 puntos porcentuales menos que en unos comicios generales].

En Francia, la tasa de participación en 2014 también se mostró casi idéntica a la media europea (42,4%), muy por debajo de las demás grandes elecciones de la vida política francesa: 78% en la primera vuelta de las presidenciales de 2017, 63,5% en la primera vuelta de las municipales en 2014 y, en menor medida, 49% en la primera vuelta de las legislativas de 2017.

Como siempre pasa con Europa, la media continental, con una UE de 28 miembros (42,6% en 2014) disimula situaciones muy diversas. En Bélgica y Luxemburgo, donde el voto es obligatorio, la tasa ronda el 90%. En Eslovaquia o en la República Checa no pasó del 13% y el 18%, respectivamente. En la Hungría de Viktor Orbán, apenas el 29%. La participación es la más débil en el bloque de los países del Este llegados en 2014, tal y como muestra el siguiente mapa.

 

Tasa de participación a las elecciones europeas de mayo de 2014. | Parlamento Europeo

Esta dinámica puede parecer paradójica. El escrutinio de 2014 se desarrolló en un contexto de “policrisis” —utilizando el término de Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea— que puso el foco sobre la UE. Euro en peligro, políticas de austeridad, llegada de inmigrantes sirios y libios en el sur de Europa, urgencia climática... Todos estos asuntos han demostrado al gran público el papel clave de las instituciones de la UE.

En paralelo, las competencias concedidas al Parlamento Europeo no han dejado de aumentar. El hemiciclo de hoy poco tiene que ver con el de 1979, que era entonces un enano político. En este sentido, el Tratado de Lisboa (firmado en 2007 y en vigor desde 2009) ha marcado avances importantes. En jerga europea, ha pasado de una lógica de “cooperación” a otra de “codecisión” de los textos entre el Parlamento y el Consejo. Aunque todavía no cuente con competencias importantes en cuestiones económicas o monetarias, el hemiciclo dispone por ejemplo de un derecho de veto sobre los tratados de libre cambio (demostrado al rechazar el tratado llamado ACTA).

En 2014, esta institución jugó también un papel clave en la elección del presidente de la Comisión Europea: fue el PPE, el gran partido de la derecha europea, quien impuso a su candidato, Jean-Claude Juncker, ante las narices de los dirigentes europeos (entre ellos Angela Merkel, que no estaba convencida del luxemburgués). El PPE fue el vencedor de las europeas de 2014.

A pesar de ello, la tasa de participación se ha reducido aún más. No es una sorpresa que una fuerte abstención tiende a hinchar los resultados de las listas de extrema derecha, que nunca han sido tan persistentes en el europarlamento. Pero no es esta la única consecuencia problemática. Una fuerte abstención en las europeas va a influir en todo el juego institucional bruselense durante los próximos cinco años.

En Bruselas, las batallas políticas no se resumen en un enfrentamiento entre la izquierda y la derecha, o entre la mayoría y la oposición. Más frecuentemente toman la forma de competencia entre las tres principales instituciones de la UE tratando cada una de imponer sus puntos de vista.

La Comisión Europea, que cuenta con el monopolio de la iniciativa legislativa, se supone que defiende el interés general europeo. Es la guardiana de los tratados y buena parte de su legitimidad proviene de la elección de sus 28 comisarios por parte de los eurodiputados recién elegidos.

El Consejo es la voz de las 28 capitales en Bruselas: empuja el juego europeo hacia lo intergubernamental, mientras que la Comisión aboga por un enfoque comunitario.

El Parlamento Europeo, finalmente, debe ser el pulmón legislativo de la UE, que refuerza la legitimidad de las decisiones tomadas en la “burbuja”.

El culebrón de la crisis griega, de 2010 a 2015, mostró hasta qué punto el Parlamento había sido barrido del juego político bruselense, aplastado por el Consejo y su Eurogrupo (la reunión de los ministros de finanzas de la zona euro), el Banco Central Europeo y, en menor medida, el comisario europeo de asuntos económicos. Desde el momento en que surge una crisis, es el peso de lo intergubernamental en Bruselas —encarnado durante un tiempo por la fórmula mediática “Merkozy”— el que parece que toma la delantera.

Los candidatos europeos insisten regularmente en que reforzando los poderes del Parlamento Europeo se reducirá finalmente el déficit democrático de la UE. El programa de LREM (La República en Marcha, partido de Macron), por ejemplo, propone “dar al Parlamento Europeo el poder de iniciativa legislativa”. Es la misma posición se sitúa la LFI (La Francia Insumisa, partido de Mélenchon), que quiere “reforzar el Parlamento Europeo” y promete “exigir que una revisión de los tratados conceda al Parlamento Europeo el poder de iniciativa de los actos legislativos europeos“.

El avance de la abstención, a niveles históricamente elevados en 2014 y tal vez en 2019, nos recuerda hasta qué punto esta estrategia de la “parlamentarización” para salvar Europa puede ser un señuelo. Apostar todo sobre un hemiciclo europeo mal elegido y en el que con frecuencia encontramos a segundones de la vida política no puede ser suficiente. Sobre todo cuando el BCE, por citar sólo a esta institución, se muestra tan poderoso durante la crisis del euro.

En un ensayo publicado en 2014, ya comentado en Mediapart, el universitario Antoine Vauchez escribió: “La esperanza de un gran atardecer democrático que coloque al Parlamento en el corazón del juego político puede que sea una quimera europea más”.  Este aboga prioritariamente por una mayor transparencia de las instituciones que él llama “independientes”, las que deben tener la habilidad pericial: la Comisión, el BCE y el Tribunal de Justicia de la UE. Una vía para meditar a algunos días de las elecciones europeas, a menudo presentadas como decisivas para el futuro de Europa. _____________

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  Traducción de Miguel López

Puedes leer el texto completo en francés aquí:

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