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La amenaza nuclear persiste en Fukushima diez años después de la catástrofe
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Llega como el telón que se baja cuando acaba el espectáculo, como el sonido del clarín que marca el final de la marcha: este miércoles 10 de marzo, en vísperas del décimo aniversario del accidente de la central nuclear de Fukushima Daiichi (Japón), un organismo de la ONU afirmó que no se puede establecer ninguna relación entre la radiactividad liberada por los reactores destrozados por el terremoto y el tsunami del 11 de marzo de 2011 y los índices de cáncer medidos desde entonces entre los habitantes.
En el informe de 248 páginas, el Comité Científico de las Naciones Unidas para el Estudio de los Efectos de las Radiaciones Atómicas (Unscear) explica que el fuerte aumento del cáncer de tiroides entre los niños no se debe a la exposición a la radiación ionizante, sino que es sólo la consecuencia de la muy precisa vigilancia sanitaria establecida por las autoridades tras la catástrofe; ahora vemos lo que antes no se buscaba. Además, no se ha registrado ningún aumento de las deformidades congénitas, de los abortos espontáneos o de los nacimientos prematuros.
Hasta febrero de 2020, la prefectura de Fukushima había notificado 237 casos de cáncer de tiroides, según el World Nuclear Status Report. El comité de control sanitario de la prefectura de Fukushima no reconoce por el momento una relación causal entre la aparición de este cáncer y el accidente nuclear. El cribado sistemático muestra una alta tasa de nódulos tumorales tiroideos en niños de 18 años o menos en el momento del accidente, según precisa el Instituto de Protección Radiológica y Seguridad Nuclear (IRSN). La mayoría de los casos identificados son pequeños y sin expresión clínica, a diferencia de los registrados en Francia en los registros de cáncer.
Para Greenpeace Japón, es demasiado pronto para concluir que la catástrofe nuclear no ha provocado casos de cáncer porque los efectos de la radiación pueden aparecer después de muchos años. La ONG está especialmente preocupada por el regreso de los residentes a zonas parcialmente o mal descontaminadas, lo que podría tener consecuencias a largo plazo para la salud.
¿A quién creer? Greenpeace es una organización antinuclear. Unscear es un organismo de arbitraje científico que se suele distinguir por negar los efectos nocivos de las radiaciones sobre la salud, especialmente en la época del accidente de Chernóbil en 1986. Este órgano, único de estas características, se beneficia del aura que le confiere la aprobación de estos informes por parte de la Asamblea General de la ONU. Sin embargo, su “reclutamiento es muy endógeno, sus deliberaciones privadas y sus dictámenes inapelables”, describe Yves Lenoir en su libro La Comédie atomique, una historia crítica de las instancias de control de las radiaciones.
El balance humano y sanitario de Fukushima ha sido objeto de una batalla de cifras durante los últimos diez años, mientras que la estimación del número de muertos por el tsunami de marzo de 2011 parece incontestable, alrededor de 20.000 muertos. La historia de la peor catástrofe de principios del siglo XXI está lejos de estar escrita.
Diez años después, el accidente de Fukushima continúa. En realidad, nunca se ha detenido: todavía hay que inyectar agua permanentemente en tres de los reactores de la central nuclear para estabilizar la temperatura de éstos, así como nitrógeno, para evitar una explosión de hidrógeno. Esta operación constante de refresco genera 150 metros cúbicos de agua contaminada cada día, el equivalente a una piscina olímpica cada tres semanas. Tepco, la operadora de la central, se ha dado otros diez años para recuperar todo el combustible almacenado en las piscinas de los seis reactores, que también deben refrescarse constantemente.
Las aguas subterráneas que rodean la central se bombean y se vierten al mar para evitar que entren en contacto con la radiactividad en los edificios. El suelo está permanentemente congelado a una profundidad de 30 metros para formar un “muro impermeable” y evitar que la radiactividad se extienda fuera de la planta.
Tras diez años de este tratamiento intensivo, el volumen de agua contaminada almacenada en el lugar hasta que Tepco encuentre qué hacer con ella, supera el millón de metros cúbicos. En febrero de 2020, 977 tanques, de mil metros cúbicos cada uno, estaban alineados en la central, detalla el IRSN. El Organismo Internacional de la Energía Atómica (OIEA) estima que la capacidad máxima de almacenamiento del emplazamiento debería alcanzarse el próximo año, en el verano de 2022. La forma de deshacerse de estas aguas aún parcialmente contaminadas son la evaporación y el vertido en el océano Pacífico.
El interminable trabajo de gestión posterior al accidente en la central de Fukushima-Daiichi ha llevado al teórico y autor Sabu Kohso a calificar Fukushima de “desastre eterno”. Muestra “la tendencia irreversible de los dispositivos humanos a alienar el cuerpo planetario, a desencadenar cada vez más incidentes cuyos impactos afectan a todas las actividades vitales, mientras que, lenta e imperceptiblemente, el flujo invisible de radionúclidos sigue fundiéndose en nuestro entorno”, escribe en un libro que acaba de publicarse en francés, Radiations et révolution (Radiaciones y revoluciones).
En el agua, en el suelo, en los alimentos, en el aire: los radioelementos se miden constantemente y se cartografían con regularidad. Entre marzo de 2011 y octubre de 2020, la tasa de dosis ambiental en la prefectura de Fukushima se redujo globalmente a la mitad. Esta disminución se debe en gran medida a la desintegración física de los dos cesios (cesio-134 y cesio-137), explica el IRSN.
A finales de 2011, las autoridades japonesas definieron una “zona de descontaminación activa” en la que el gobierno debe llevar a cabo acciones para limpiar la radiactividad. Unos 95.000 residentes fueron evacuados tras el accidente, mientras que 65.000 personas que vivían fuera de la zona se marcharon voluntariamente. A lo largo de los años y gracias a las operaciones de descontaminación, el perímetro de las zonas de evacuación se ha reducido de 1.150 km2 (8,3% de la prefectura de Fukushima) en 2013 a 336 km2 (2,5% del territorio) en marzo de 2020.
El Gobierno ha autorizado el regreso de los residentes a las zonas en las que la dosis anual de radiactividad puede alcanzar los 20 milisieverts (mSv) –una milésima de sievert, la unidad utilizada para evaluar el efecto biológico producido por una dosis en un organismo vivo–. Sin embargo, la Comisión Internacional de Protección Radiológica (ICRP) fija el límite de dosis anual en 1 mSv, excluyendo las exposiciones médicas y naturales.
Diez años después del accidente, sólo el 22% de los residentes han regresado a la zona de descontaminación. En junio de 2020, Shinzō Abe, el ex primer ministro japonés, anunció la reapertura, para su repoblación, de toda la antigua zona evacuada, “sin ninguna obligación de descontaminación, lo que generó una nueva ola de ira e incomprensión”, describe la socióloga Cécile Asanuma-Brice en otro libro recién publicado, Fukushima, dix ans après. Sociologie d'un désastre (Fukushima, diez años después. Sociología de un desastre).
Esta medida va acompañada del pago de dos millones de yenes (16.000 euros) por hogar a las familias que acepten venir a vivir a la antigua zona evacuada durante al menos cinco años, así como el pago de 1,2 millones de yenes (9.500 euros) a las de otras prefecturas que acepten venir a vivir a la prefectura de Fukushima, añade el investigador. Desde febrero de 2020, no hay restricciones a la pesca y venta de especies marinas capturadas cerca de la costa de la prefectura de Fukushima.
“La industria nuclear no puede morir. Es como un zombi”
Para Sabu Kohso, esta normalización de la vida en un entorno radiactivo es un signo de aceptación de una catástrofe cuyos efectos no están definidos en el tiempo ni en el espacio. Son ilimitados. “Se ha puesto en marcha un nuevo régimen de gestión de crisis que mantiene a la población como rehén. En lugar de neutralizar las emisiones de material radiactivo, lo administra”. En contraste con la violencia directa y espectacular, “los efectos de la radiactividad son graduales, invisibles, dispersos en el tiempo y el espacio, y rara vez se perciben como violentos”.
Cita el trabajo del investigador estadounidense Rob Nixon, que habla de “violencia lenta” para describir la exposición a los residuos industriales, que siempre se distribuyen de forma desigual o discriminatoria. “Después de un tsunami, por muy atroces que sean sus consecuencias, un territorio puede ser reconstruido y habitado”, analiza Sabu Kohso. “El tiempo de luto por los desaparecidos es posible. Después de una catástrofe nuclear, es mucho más difícil que la gente mantenga un vínculo con la tierra. La exposición a bajas dosis de radiación no ha terminado. Los efectos de la radiactividad no están claros”.
Sabu Kohso se encontraba en Nueva York, donde vive desde los años 90, en el momento del tsunami y del inicio del accidente de la central nuclear el 11 de marzo de 2011. Desde entonces, viaja varias veces al año a Japón para observar los efectos del desastre. Activista de los movimientos antiglobalización y antiautoritarios en la década de 2000, traductor del recientemente fallecido antropólogo David Graeber, no es especialmente militante contra la energía nuclear. En 2018, participó en un libro colectivo donde citaba sus diarios de viaje: Fukushima et ses invisibles (Fukushima y sus invisibles).
En 2020, había nueve reactores nucleares en funcionamiento en Japón, frente a los 54 que había antes del accidente de Fukushima. El año pasado produjeron su mayor cantidad de electricidad desde 2011, según el Informe sobre la situación de la industria nuclear mundial. En 2018, el Gobierno japonés presentó un plan para aumentar la cuota de energía nuclear en la generación de electricidad hasta alrededor del 20% en 2030 –en 2019 era solo del 7,5%–. Ese mismo año, el Tribunal de Distrito de Tokio absolvió a tres ex altos ejecutivos de Tepco de los cargos de negligencia en la gestión de la central de Fukushima Daiichi. Los demandantes han recurrido.
Para Sabu Kohso, la energía nuclear genera un “capitalismo apocalíptico”. “Fukushima revela la verdadera naturaleza del régimen nuclear, cuyo crecimiento se basa en la distribución global de su red de producción. Después de la peor de las catástrofes, este régimen no sólo ha seguido produciendo como si no hubiera pasado nada: ha utilizado la catástrofe para reforzar su reinado”. Esto requiere “la fusión nuclear del capitalismo y el Estado” porque “las centrales nucleares y las armas nucleares no pueden ser fabricadas por simples empresas comerciales. Cuesta tanto y requiere tanto control sobre la sociedad que necesita al Estado. Es un enorme nodo industrial que abarca muchas actividades: extracción, transporte, gestión de residuos. Es una industria totalizadora. Una enorme máquina de opresión, explotación y expropiación. Esta producción infinita de residuos, que no se pueden reciclar, crea una actividad ilimitada”.
Así, según él, “la supervivencia del capitalismo en su crisis permanente depende, al menos en parte, del carácter perpetuo de la industria nuclear”, que “se reproduce ampliando una tarea que no puede cumplir”. El “capitalismo radiactivo prolonga su vida vampírica a través de un esquema distópico de capitalización: mientras experimenta sin cesar con una tecnología utópica más o menos capaz de lidiar con los desechos siempre acumulados, no deja de satisfacer la sed de dinero de las empresas transnacionales”.
En su libro, Sabu Kohso retoma ampliamente la historia de Japón desde 1945. ¿Por qué un país devastado por las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki eligió la energía nuclear civil para producir su electricidad? “Los promotores de la energía nuclear en el Japón de la posguerra defendían una ‘nación próspera y soldados fuertes’. Compartían un deseo fanático del poder y trataban de regular la sociedad reuniendo a personas y grupos influyentes de los sectores público y privado en torno a la creencia de que el desarrollo de las infraestructuras podía fortalecer el espíritu nacional a través de la ciencia y la alta tecnología”.
¿Se aplica esta lógica en la era post Fukushima? Cita el ejemplo de la campaña Come para apoyar a Fukushima, en la que propietarios de restaurantes, supermercados y consumidores anuncian su consumo de alimentos producidos en la zona del desastre. “Nacionalistas anunciaron sake y pescado de Fukushima. Empezaron a utilizar restos radiactivos en materiales como el cemento para construir puentes. Es una forma de nacionalizar los residuos”. Por todo ello, en su opinión, la energía nuclear hace inmortal al capitalismo: “La industria nuclear no puede morir. Es un poco como un zombi”. A finales de 2019, estaba previsto que la llama olímpica de los Juegos Olímpicos de Tokio saliera de Fukushima.
Traducción: Mariola Moreno
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