Nuevo tira y afloja en los regímenes sunitas de Oriente Medio; por segunda vez en tres años, varios países de la región han decidido romper relaciones diplomáticas con Catar y aislarlo, cerrando sus fronteras aéreas, terrestres o marítimas con el emirato, al que acusan de “apoyar el terrorismo”. Ya en 2014, tres países el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) –Arabia Saudí, el Reino de Bahréin y Emiratos Árabes Unidos– llamaron a consultas a sus embajadores en Doha en señal de protesta por el apoyo del emirato a los Hermanos Musulmanes, tras el derrocamiento del régimen de Mohamed Mursi, líder de la cofradía, y para denunciar la vinculación entre Doha y Teherán. Entonces no se llegó a ordenar el cierre de las fronteras y la crisis diplomática se dio por finalizada al cabo de ocho meses cuando el régimen de Catar se comprometió a “someterse a la plataforma árabe”.
La ruptura anunciada este lunes parece más seria. Egipto se ha sumado a los tres países del Golfo; las compañías aéreas de los cuatro países han anunciado la suspensión, hasta nueva orden, de sus vuelos que tienen como destino o procedencia Doha; los ciudadanos de Catar –visitantes o residentes permanentes en los tres países del CCG– han recibido órdenes de plegar velas en un plazo de 14 días y Catar ha adoptado de inmediato, en señal de represalia, medidas similares. ¿Por qué este nuevo tira y afloja en el mundo sunita? En primer lugar porque Riad nunca ha admitido la pretensión del minúsculo Catar de desempeñar un papel diplomático autónomo en la región.
Ahora bien, el emirato –que cuenta con importantes ingresos procedentes de los recursos gasistas, tiene un peso económico sin parangón habida cuenta de su talla o su peso demografíco– desde los 90, quiere hacer gala de su poderío financiero y manifestar su presencia en el panorama diplomático regional e internacional. Una pretensión que su vecino saudí siempre ha mirado con desdén e irritación y que, en el pasado, ya dio lugar a reiterados enfrentamientos fronterizos. También porque, a esta rivalidad de influencia regional, hay que añadirle una disputa política-religiosa.
El islam wahabita que se practica en el emirato es tan riguroso y medieval como el del reino saudí, pero Catar sostiene, desde hace mucho tiempo, política y financieramente a los Hermanos Musulmanes y a las organizaciones inspiradas por la cofradía. Y la cadena Al Jazeera, propiedad del emir, emite los sermones de Youssout Al Qardawi, considerado el guía espiritual y político de los Hermanos, seguidos por más de 80 millones de fieles de todo el mundo. Ahora bien, Riad tras dar su apoyo durante mucho tiempo a la cofradía y a las asociaciones satélites de ésta, para alentar su celo proselitista, después de las revueltas árabes y de los cambios de régimen en Túnez y en Egipto, sopesó hasta qué punto el proyecto político de los Hermanos Musulmanes podía resultar peligroso para el reino y para el wahabismowahabismo. En 2014, el rey Abdalá ordenó la inclusión de cofradía en la lista de las organizaciones terroristas y su hermanastro Salman, que le sucedió un año después, también se mostró hostil, aunque parece más hábil en la táctica empleada.
La tercera explicación posible de esta crisis tiene que ver con las relaciones de Catar con Irán; la mayor parte de los vecinos del emirato lo acusan de simpatizar con Tehéran. Geográficamente separados por sólo 300 km de agua, por un lado, y, por otro, del Golfo Arábico Pérsico, los dos países mantienen relaciones comerciales, como evidencia el tráfico del puerto de Doha y, sobre todo, comparten sin grandes problemas, la explotación del yacimiento gasístico submarino más rico del planeta, bautizado North Dome en Catar y South Pars en Irán.
Una coexistencia que no hace sino disgustar a Riad, resuelto a disputar por todos los medios disponibles la supremacía regional que Teherán parece querer conquistar o reconquistar, sobre todo a raíz de la firma del acuerdo sobre lo nuclear, en julio de 2015, que le permitió desprenderse de su condición de Estado paria.
Llevado por esta rivalidad histórica y por su voluntad de presentar los enfrentamientos regionales a través del único prisma del conflicto de sunitas contra chiítas, el reino saudí acusa ahora a Irán de fomentar todos los conflictos que incendian sus fronteras. Olvida que, en el Reino de Bahréin, el autoritarismo de la dinastía sunita Al Jalifa, que impone su yugo a una población mayoritariamente chiíta, es por lo menos tan responsable del enfado popular como las tretas de Teherán. Y también pasa por alto que en Yemen la revuelta de los Houthi, contra un régimen odiado, está lejos de ser achacable sólo a los ayatolás. Como miembros también ellos también del CCG, y en principio aliados de Arabia Saudí, en el marco del Escudo de la Península, están dispuestos a mantener las relaciones con Irán, Kuwait y el sultanato de Omán, por lo que han rechazado sumarse a la iniciativa saudita.
El acuerdo nuclear, del que Barack Obama ha hecho un elemento central de su política regional, causante de un enfriamiento total de las relaciones entre Arabia Saudí y Estados Unidos, ha sido considerado una especie de traición por Riad que compartía, la idea, sin matices, de Israel sobre la “ingenuidad e irresponsabilidad” del presidente americano. En este caso como en muchos otros, Donald Trump, hay que decirlo, atento a su único entorno próximo, claramente antiiraní, y a su amigo Benjamin Netanyahu, que no lo es menos, ha decido destruir todo lo que había construido su predecesor, no sin esfuerzo.
Su discurso del 21 de mayo, en Riad, ante los dirigentes del mundo musulmán, en el que denunció el apoyo de Irán al terrorismo internacional y en el que instó a la comunidad internacional a “aislar” a Teherán, fue recibido con entusiasmo por el rey Salman y su corte. Esas palabras e tradujeron en un contrato por valor de 300.000 millones de dólares por la compra de armamento y de 40.000 millones de dólares de inversiones saudíes en infraestructuras norteamericanas.
No obstante, cabe preguntarse si tratando de aislar a Irán y marginando a Catar –que por numerosas razones ignoradas por Riad y Washington, merece ser denunciado, estigmatizado o sancionado–, la nueva Administración de Estados Unidos y los dirigentes saudíes han sido muy clarividentes. E inteligentes en la defensa de sus propios intereses. Sin insistir sobre el hecho de que resulta extraño señalar a Irán por apoyar el terrorismo internacional cuando echa mano de Arabia Saudita, patria de Osama bin Laden y de los terroristas del 11-S, eligiendo como aliado a un reino cuya doctrina religiosa wahabita ha sido el caldo de cultivo del yihadismo; quizás sea necesario analizar el estado de las fuerzas sobre el terreno para medir las implicaciones a medio plazo de esta crisis. Y evaluar la pertinencia estratégica de las decisiones saudíes y norteamericanas.
Además, si bien es indiscutible que en Siria, Irán haya desempañado y desempeñe a día de hoy, como Rusia, un papel decisivo en el restablecimiento militar de la dictadura bárbara de Bashar al Asas, es evidente que en Irak, las milicias chiíes, formadas por Irán, desempeñan un papel importante –con métodos a menudo discutibles– junto con la coalición encabezada por Estados Unidos, en la batalla contra Daesh. Por otro lado, la tarea de los responsables de operaciones militares norteamericanas y aliadas en la región corre el riesgo de convertirse en delicada debido a la dispersión de los puestos de mando y de los medios entre los países en desacuerdo.
Y aunque Bahréin alberga el cuartel general de la quinta flota de EE. UU. y los Emiratos varias bases utilizadas por la coalición, el mando de operaciones aéreas contra el Estado Islámico está en la base de Al Udeid, en Catar. Y es en Catar también donde se halla el mando central norteamericano para las operaciones en Afganistán y en Oriente Medio. En otros términos, la labor diplomática se anuncia ardua. A menos que los consejos del secretario de Estado norteamericano Rex Tillerson, que propone ayudar a Catar y a sus vecinos a hacer frente a sus discrepancias permanecer unidos, sean finalmente escuchados por los aliados de Washington, a quien Kuwait y Omán están listos, también, a ofrecer sus buenas artes.
Traducción: Mariola Moreno
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Nuevo tira y afloja en los regímenes sunitas de Oriente Medio; por segunda vez en tres años, varios países de la región han decidido romper relaciones diplomáticas con Catar y aislarlo, cerrando sus fronteras aéreas, terrestres o marítimas con el emirato, al que acusan de “apoyar el terrorismo”. Ya en 2014, tres países el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG) –Arabia Saudí, el Reino de Bahréin y Emiratos Árabes Unidos– llamaron a consultas a sus embajadores en Doha en señal de protesta por el apoyo del emirato a los Hermanos Musulmanes, tras el derrocamiento del régimen de Mohamed Mursi, líder de la cofradía, y para denunciar la vinculación entre Doha y Teherán. Entonces no se llegó a ordenar el cierre de las fronteras y la crisis diplomática se dio por finalizada al cabo de ocho meses cuando el régimen de Catar se comprometió a “someterse a la plataforma árabe”.