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Es la pesadilla de cualquier madre. La guerra silenciosa que despedaza lentamente, de la que se evita hablar por miedo a que la maldición se cierna o se ensañe con los nuestros: dar a luz a un bebé monstruobebé monstruo, un bebé deforme, al que le falta un ojo, con la tibia demasiado corta. Un bebé que viva una hora, unos días o que pase a ser uno más de los millones de mutilados, sacrificados por décadas de conflictos, de contaminación, de crímenes.
Zaman perdió el sueño por ello, la alegría de estar encinta durante su último embarazo, alcanzada por la otra tragedia en este Irak donde se heredan ya tantos traumas en la cuna, el cáncer. Su hijo mayor, de ocho años, presenta una malformación en el ojo y seis dedos en cada mano; el segundo, de 6 años, tiene leucemia. Así que cuando dio a luz a una niña, cerró los ojos, recitó el Corán... Ilaf, su “maravilla”, nació sin ano, con seis dedos en cada pie. Zaman se vino abajo. Abrumada por la culpa. ¿Por qué ella? ¿Otra vez? ¿Pese a no existir antecedentes familiares?
Sin embargo, sabe que no es ni la primera ni la última, ni en el barrio mísero de Basora donde viven, ni en el resto del país, que debe enfrentarse a la plaga, al tabú de las malformaciones congénitas y a los casos de cáncer. La mujer no estudió, dejó la escuela demasiado pronto, porque ese es el destino que las leyes tribales reservan a las niñas, pero “como los médicos”, ella también “establece la relación con las guerras y la contaminación”.
Vive con su marido, obrero jornalero, y sus hijos en una choza de hormigón con el tejado de uralita, con un bidón que hace las veces de depósito de agua, junto a un canal muy disputado, el Shatt-el-Arab, a pocos kilómetros de la frontera iraní. Se trata del único acceso de Irak al mar, al golfo Pérsico, el centro mundial del petróleo, la mayor reserva energética del planeta. Donde los ríos de la antigua Mesopotamia, el Tigris y el Éufrates, unen sus cursos.
Donde las batallas fueron de las más sangrientas. Donde la contaminación es mayor, en el suelo, en el aire, en el agua, a causa del expolio medioambiental, de la munición sucia, de las armas químicas, incluido el uranio empobrecido, lanzadas por los principales ejércitos del mundo, de los barcos olvidados que zozobran, de la gobernanza calamitosa y de la propia naturaleza de la región.
Basora, la capital del sur chiíta, fronteriza con Irán y Kuwait, con una población de cuatro, quizá cinco millones de habitantes, es el pulmón estratégico de Irak, el bastión del petróleo y el gas, la única fuente de divisas del segundo productor de la OPEP, destrozado por 40 años de guerra y atrocidades.
Basora, a la que echó el ojo Sadam Hussein, que asesinó a los chiítas de los pantanos de Mesopotamia y con ellos un ecosistema único en el mundo que ahora trata de renacer, la primera gran ciudad ocupada en 2003 por los estadounidenses que bombardearon los oleoductos y las instalaciones industriales, es una de las ciudades mártires más probadas desde los años 80.
¿Quién sigue llamándola “la Venecia de Oriente? Sus canales se han convertido en vertederos plagados de ratas, sus magníficos edificios otomanos son ruinas. La ciudad es un peligro para la salud pública. Un escándalo sanitario. Un desastre ecológico.
Las consecuencias de los bombardeos, su legado radiotóxico, unido a las emisiones nocivas de la industria de los hidrocarburos, las alcantarillas y los basureros a cielo abierto, el aumento galopante de la salinidad del agua, la sequía, el calentamiento global resultan devastadores. Algunas zonas ya son inhabitables, incultivables...
Regularmente, en la región agotada de batir los récords de desempleo, pobreza, corrupción, calor, estallan crisis, revueltas, manifestaciones. En el verano de 2018, 118.000 personas, según las agencias de noticias, con fiebre, náuseas, diarrea, desbordaban los hospitales tras beber agua del grifo no potable debido a la contaminación y el agua salada.
Otras decenas de miles de personas salieron a la calle para denunciar los males endémicos y los chanchullos endémicos que gangrenan la vida cotidiana, y para exigir el acceso a un derecho humano básico, el agua potable, los servicios básicos, el saneamiento, la electricidad y la sanidad.
También corearon: “¡Irán barra! (“¡Irán fuera!”) porque el régimen de Teherán se ha infiltrado en todo, en el Gobierno y en las fuerzas de seguridad. Estas últimas respondieron con munición real y gases lacrimógenos. Sangre, violencia, muerte, siempre el mismo ciclo.
¿A cuántos niños sus padres los sacan de la escuela por miedo a que beban agua no potable y porque no pueden permitirse comprar agua mineral embotellada? ¿Cuántos piscicultores, agricultores, familias han tenido que abandonarlo todo en los últimos años, marchándose sin mirar atrás, en la tierra de las carpas, el pescado estrella del masgouf, el plato nacional, que también está sufriendo (oleadas de carpas sin vida aparecen flotando en la superficie de los ríos)? ¿Cuántos palmerales, variedades de palmeras datileras, tortugas, especies naturales han desaparecido?
¿Cuántas víctimas colaterales de guerras y contaminaciones en las riberas del Shatt-el-Arab, una de las zonas más fértiles del mundo donde nació la civilización sumeria hace cinco mil años, donde se escribieron las primeras letras, en Uruk, en tablillas de arcilla con calames, cañas de los pantanos afiladas en punta?
Zaman nació en 1991 durante la operación Tormenta del Desierto de Bush padre. Creció con sus ocho hermanos y hermanas durante el embargo de la ONU y luego bajo la guerra civil desencadenada por Libertad de Irak, la invasión angloamericana de Bush hijo, basada en una mentira, sin la aprobación de las Naciones Unidas, con el pretexto de la posesión de unas armas de destrucción masiva que no existían.
Se casó en 2011, el año de la retirada de las tropas norteamericanas y del regreso de Irán del radical religioso Moqtada Sadr, el hijo del ayatolá Mohammad Sadeq al-Sadr, el profeta de las barbas proféticas presente en todas partes, en tierras chiíes, en enormes vallas, en los semáforos en rojo, en las carreteras, a la entrada de los barrios, de su barrio pobre.
Zaman tiene en la actualidad 30 años. Parece mayor por el chador y la preocupación que endurece sus rasgos. Abbas Alhasani, el médico jefe del departamento de cirugía del hospital infantil de Basora que operó a su hija, Ilaf, tiene 44 años. Él también tiene la cara marcada. Él lo único que ha conocido también ha sido el harb, “la guerra”, la primera de las cuales, contra Irán, “una masacre”.
Deja de hablar, se aísla durante unos segundos para desechar los recuerdos que le invaden de repente: primavera de 2003, miles de iraquíes, soldados, civiles, caen bajo el fuego angloamericano, entre la vida y la muerte, hay que operar, rápidamente, sin medios...
Abbas Alhasani podría tener una vida dorada al otro lado del mundo, en las mejores clínicas occidentales, sin cortes de electricidad ni estrés hídrico, estar mejor equipado, mejor pagado, pero eligió quedarse, a diferencia de la mayoría de sus compañeros: “Esta es mi misión: ayudar a mi pueblo, a quien Estados Unidos devolvió a la edad de piedra”. Creció pasando hambre, en la miseria y trabajó y estudió para salir de ella. Con una promesa, no olvidar nunca de dónde viene, a los más pobres.
En esta mañana de abril, tiene prisa porque le espera una reunión importante, pero se toma su tiempo para saludar a cada paciente, a cada progenitor, para hablar con esta periodista extranjera “que puede ayudarnos dando a conocer nuestro hospital y nuestras dificultades”.
“Ilaf es una niña excepcional, una niña muy valiente y fuerte, como todos los niños de Irak que tienen que enfrentarse a un entorno extremadamente desfavorable”, subraya, admirado y solemne, mientras se ajusta la chaqueta de su traje azul, en la habitación del hospital donde la pequeña, que ahora tiene 5 años, se recupera de la intervención quirúrgica. La tercera desde que nació.
“Algunas anomalías congénitas son imposibles de reparar, incluso en los países más ricos. Otras sí pueden corregirse, pero sólo a largo plazo. Si tienes un dedo de más en el pie, se puede quitar sin problemas. Un ano artificial lleva años. No se puede hacer al nacer, un recién nacido no soportaría esas operaciones”.
Abbas Alhasani y su equipo logran hazañas en este hospital infantil, que a diario debe hacer frente a múltiples y complejas malformaciones, gastrointestinales, esqueléticas, cardíacas, urológicas, neuronales: “Podemos ocuparnos de todo y estamos en contacto con cirujanos de todo el mundo”. Pero sus medios, humanos y materiales, siguen siendo muy limitados a pesar de los “muy buenos resultados en comparación con otras provincias y países vecinos [...]. Por ejemplo, nos falta la cirugía plástica para reparar cuando es posible”.
Pregunta si su equipo, ya “muy bien formado en Japón, Italia y Alemania”, puede reunirse con especialistas franceses. Cuenta que en Estados Unidos se quedan boquiabiertos cuando les dice su nacionalidad, como si un iraquí no pudiera ser un eminente médico: “Hollywood tiene que dejar de reducirnos a un desierto”.
Abbas Alhasani ve anomalías que “nunca ha visto en la literatura médica”. Hace unas semanas, estaba operando a un niño de 3 años que había desarrollado un cáncer en un testículo situado... en su abdomen. El cáncer había llegado al otro testículo, situado en su lugar. El cirujano se asesoró en todo el mundo, mantuvo teleconsultas con expertos de España y Australia para, posteriormente, ir directamente al quirófano a extirpar ambos testículos. No había elección.
El niño sobrevivirá. Pero el médico se pregunta qué futuro tendrá en un país donde la virilidad es sagrada y las grandes etapas de la vida están marcadas por el patriarcado. “Tendrá que tomar hormonas para desarrollar los músculos, la voz, su la barba, pero no podrá tener hijos”.
“Los testículos, como los ovarios, son muy sensibles a la radiación”. Para Abbas Alhasani y sus colegas, no hay duda, todas estas patologías anormales, cuya tasa de incidencia se ha disparado en los últimos veinte años, son “el resultado final de décadas de guerras, contaminación y sanciones”.
El cirujano habla de “otro Hiroshima”. “Son muchos los factores que intervienen a la hora de provocar estas malformaciones, pero nadie puede ignorar las numerosas contaminaciones químicas, biológicas y nucleares a las que está sometida nuestra localidad desde hace 40 años, venenos de efecto retardado”.
Como médico y profesor que enseña el rigor y el pragmatismo a sus alumnos en la Universidad de Basora, y que ha recibido sendas becas de dos instituciones internacionales (el Real Colegio de Cirujanos de Glasgow, Escocia) y el Colegio Americano de Cirujanos), Abbas Alhasani quiere basar sus conclusiones en grandes estudios científicos. Pero todavía los está esperando.
“Faltan estudios específicos”
A excepción de unos pocos trabajos –informes sólidos de investigadores iraquíes o extranjeros que establecen relaciones de causalidad, alerta–, nunca se ha iniciado una investigación epidemiológica a gran escala y a largo plazo, ni por parte de las autoridades iraquíes ni del máximo organismo sanitario mundial, la Organización Mundial de la Salud (OMS). “¡Ni una acción internacional a gran escala frente a una urgencia sanitaria pública!”.
Existen muy pocos estudios conjuntos entre el Ministerio de Sanidad iraquí y la OMS, pero ninguno ha estado a la altura, según varios especialistas consultados. “El principal llegó a la conclusión de que no había pruebas claras. Es una vergüenza, aunque esté ahí ante nuestros ojos desde hace años, en generaciones enteras de niños, que nacen muertos o viven con un sufrimiento infinito”, lamenta uno de ellos.
En el banquillo de los acusados, varios responsables. Uno de ellos está en el centro de la polémica y divide a los expertos, algunos llegan a hablar de que no hay caso... el uranio empobrecido, un residuo de la industria nuclear, convertido en un asesino barato, temible y legal, que puede perforar los carros y los tanques. Se ha utilizado en muchos conflictos, en la antigua Yugoslavia, Líbano, Afganistán.
Estados Unidos y Gran Bretaña lo utilizaron en Irak durante la guerra del Golfo de 1991 y luego en 2003 en las ojivas de sus proyectiles. En 1991, se dispararon entre 320 y 800 toneladas de uranio empobrecido contra las tropas iraquíes en su retirada de Kuwait hacia Basora...
Al hacer explotar sus objetivos, el uranio empobrecido dispersa una cantidad de polvo radiactivo que lo contamina todo, transportado por el viento: el agua, el suelo, las capas freáticas, los seres humanos, sus músculos, riñones, pulmones, esqueleto, cerebro y órganos reproductores. Se necesitarían 4.500 millones de años para reducir a la mitad su radiactividad...
Obtener estadísticas oficiales de los estragos de las malformaciones congénitas, pero también de los casos de cáncer, los abortos, la esterilidad que siguió a los incendios de las guerras, es un reto. Por un montón de razones: la ley del silencio, la opacidad, la incompetencia, que se trate de un Estado fallido.
En 2009, un cuadro de la OMS, basado en estadísticas de 2004, mostraba que Irak tenía las tasas más altas de leucemia y linfoma del mundo.
En 2012, científicos iraquíes e iraníes revelaron que, entre 1994 y 2003, el número de malformaciones congénitas por cada 1.000 nacidos vivos en la maternidad de Basora se había multiplicado por 17, pasando de 1,37 a 23 en el mismo hospital. Que la presencia de dos metales pesados neurotóxicos contenidos en las municiones era elevada en los recién nacidos con malformaciones congénitas (tres veces más plomo y seis veces más mercurio que la medida de los niños en zonas no afectadas). Los aumentos serán aún más asombrosos en los años siguientes.
Una ciudad mártir concentra más estudios que cualquier otro lugar de Irak porque la cobertura mediática internacional ha obligado a las distintas autoridades a actuar: Faluya, cerca de Bagdad, en el centro del país. Sin que se termine de agarrar al toro por los cuernos. El personal médico creó una página de Facebook para que las tragedias no sigan en el silencio y el olvido. Seguida por unas 4.000 personas, enumera las numerosas anomalías. Se incluyen escalofriantes imágenes de bebés, vivos o muertos, que sirven de “archivos” y “pruebas”.
“Deberíamos hacer lo mismo”, dice una médico residente del hospital infantil de Basora que “ve cosas que no existen en los libros de texto de medicina”. Esta doctora termina su turno tranquilizando a Sabrin, una joven madre preocupada por su bebé de 40 días que acaba de ser operado por primera vez.
Rawan nació con atresia intestinal, es decir, con los intestinos bloqueados. Duerme, envuelta en una manta de animal print, con un collar islámico en el cuello, en el regazo de su madre, que sostiene con los dedos su diminuta mano, violácea por los vendajes y el suero. En dos meses, se someterá a otra operación. Luego una tercera, una cuarta...
Rawan comparte habitación con la pequeña Ilaf, que se despierta lentamente, con la cara y la trenza deshechas en su vestido de cuentas y lentejuelas. Siente dolor y rompe a llorar. Zaman permanece postrada a su cabecera. Pasa día y noche en el hospital, durmiendo en el suelo, como todos los progenitores; a menudo madres y abuelas son las que se turnan.
“La atención y el tratamiento son gratuitos para estas familias, que son muy pobres”, explica el doctor Alhasani antes de dirigirse a su reunión. “Vienen de las afueras, de las zonas sobreexpuestas, Al Qurna, Al Madina en el norte de Basora, Zubair, Safwan en el oeste, Abu al-Khaseeb en el sur, a lo largo del Shatt-el-Arab”, precisa un responsable sanitario.
Habla, pero pide permanecer en el anonimato, y no entiende: “Tenemos datos, estadísticas en diferentes hospitales, por año, sexo, edad, región, entorno, tipo de contaminantes, etc. Sólo tenemos que cruzarlos, para ver si hay alguna diferencia. Bastaría con cruzarlas, hacer pruebas para aislar las fuentes de exposición, pero todo está bloqueado. ¿Por qué?”.
En su despacho adornado con flores artificiales, Osama Omar Yousif, director del hospital desde hace unos meses, reconoce “un fenómeno poco estudiado, subestimado, local e internacionalmente [...]. Carecemos de estudios específicos para comprender el aumento anormal de la frecuencia de las malformaciones congénitas y de los casos de cáncer”.
Es oncólogo, hijo de la guerra, de esta ciudad con un pasado tan flamígero, el reducto original de Simbad el Marino. Han pasado diez años entre los años de residencia y sus nuevas responsabilidades en este establecimiento que trata a toda la población del sur de Irak, desde el nacimiento hasta la adolescencia.
De las casi 200 camas, la mitad están destinadas a oncología y están todas ocupadas. En total, se trata a más de 3.000 niños con cáncer. Muchos de ellos tienen leucemia, linfoma y diversos tumores, algunos más raros que otros, como la familia que ha perdido a varios de sus miembros por el mismo cáncer múltiple de cerebro y médula espinal. “Fue muy duro”.
En Irak, los niños tienen los mismos héroes de dibujos animados globalizados que en Occidente. La Patrulla Canina alegra muchas paredes; la Reina de las Nieves, Winnie the Pooh, Mickey Mouse, ropa y mochilas. El departamento de cáncer se encuentra en la planta de arriba, frente al de cirugía. En el pasillo, pasando el mostrador de las enfermeras, fotos de pacientes extremadamente jóvenes, fallecidos o supervivientes, conforman un árbol con mariposas, pájaros y esta inscripción: “Nuestro hogar está allí donde amamos”.
Las habitaciones son pequeñas, las camas se encuentran casi pegadas, separadas por una cortina. En la primera habitación, Adib, de 13 años, recibe la visita de un primo. Padece cáncer en el sistema linfático que empezó con un bulto en el cuello. Está en su tercer ciclo de quimioterapia, quiere ser médico y “mantiene el ánimo”.
Su tía tuvo “lo mismo”, dice su madre. Su padre trabaja para la Basrah Oil Company, la empresa petrolera estatal encargada de los campos del sur de Irak. Contrató un seguro médico porque “el cáncer cuesta una fortuna”.
Ali, de 14 años, su vecino, lleva prácticamente la misma gorra, una camiseta Louis Vuitton de imitación y cáncer de huesos. En su familia hay varios enfermos. Hace seis meses que va y viene de su barrio al hospital. Su padre tiene dos trabajos, como jornalero y vendedor de agua, “para pagar las pruebas que cuestan mucho dinero”, dice la abuela.
El cáncer requiere años de cuidados, cinco de media en el caso de la leucemia. Muchas familias abandonan el tratamiento. Por falta de dinero. Otro desastre en un país donde las guerras, las sanciones y la corrupción han torpedeado uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo árabe.
Los que pueden permitírselo acuden a las clínicas de los países vecinos, en Irán, Turquía, Líbano, incluso en India, o van a la provincia autónoma del Kurdistán, cuyas infraestructuras siguen en pie. Otros se endeudan.
Desde hace décadas, la escasez de medicamentos es generalizada. Hay que pagar mucho dinero o recurrir al contrabando. Los medicamentos contra el cáncer se encuentran entre los más escasos y costosos. Es como un remake infernal de los 12 años de embargo de la ONU que han dañado permanentemente la salud de los iraquíes al privarles de remedios básicos para tratar una angina de pecho, la diabetes y el cáncer, con el argumento de que podrían utilizarse para fabricar explosivos...
En Basora, la gente dice que el pescado huele al petróleo que arde muy cerca en las antorchas y ennegrece el cielo. La gente tiene miedo a comerlo, igual que tiene miedo a respirar aire envenenado, de beber agua del grifo, de lavarse con ella, de ir al médico, de que le diagnostique un cáncer. Rafid Adel Aboud, director del centro oncológico para adultos, confirma que las víctimas llegan demasiado tarde. Cuando la enfermedad lo ha gangrenado todo. “Incluso las clases educadas para cuidar su salud no lo hacen”, afirma.
Contrariamente a sus colegas, sostiene que en su ciudad y en su país hay menos casos de cáncer que en cualquier otra parte del mundo. Explica que el Gobierno no quiere hacer de la sanidad su prioridad; que el presupuesto asignado es ridículo comparado con el destinado a Defensa o el del petróleo; que el covid-19 lo ha empeorado todo; que atiende a 150 pacientes al día, cifra que no deja de aumentar; que se necesitan meses de espera antes de conseguir una cita por falta de personal y equipos; que sólo hay dos máquinas para hacer TAC en la región, ninguna para hacer PET, imprescindibles para detectar y controlar ciertos tipos de cáncer; que, afortunadamente, una petrolera italiana está en proceso de financiar uno.
Como todas las mañanas, una fila acampa frente a su pequeño despacho, a la derecha de la entrada, cerca de las abarrotadas salas de espera. Los enfermos, que llegan en minibuses, en sillas de ruedas, con muletas, algunos de madrugada, desde muy lejos, le suplican que les ayude a conseguir medicinas gratis, los empleados le piden cambiar de trabajo, un adelanto de su sueldo. Uno tiene una hermana que acaba de morir de cáncer. ¿Puede dejar el trabajo?
Fuera, al pie de la escalera, a pocos metros de un atasco, un anciano en el suelo sufre un ataque epiléptico. Se arremolina una multitud que pide ayuda. Una mujer con chador negro y anillos morados pide limosna para pagar sus medicinas, implorando a Dios.
Es la semana en la que un hospital para pacientes de covid-19 ardió en un barrio olvidado de la capital, Bagdad; bombonas de oxígeno almacenadas sin respetar las normas de seguridad explotaron. 82 personas murieron, asfixiadas o carbonizadas, y 110 resultaron heridas. Otro shock y rabia que se multiplica.
Inés se “queda sin respiración”, evita los hospitales de su país, “un peligro”. Tiene 54 años y se trató el cáncer de mama en Jordania, en Ammán, no en Basora. A costa de sacrificios económicos. Trabaja en informática, es de clase media y dice enseguida que está “muy contenta de no tener un hijo en las circunstancias ya conocidas”. Era su peor pesadilla, “un bebé monstruo”. Forma parte de una asociación que apoya a las mujeres con cáncer. Les enseña a “ser positivas, a vivir la vida”...
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Traducción: Mariola Moreno
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