La historia ha conmovido al mundo. De la noche a la mañana, Lesly, Soleiny, Tien Noriel y la pequeña Cristin pasaron de las profundidades de la selva colombiana al centro de la atención mediática mundial. En Colombia, el día de su rescate fue "mágico", según el presidente Gustavo Petro. Son "un ejemplo de supervivencia que pasará a la historia". En un país en conflicto y profundamente dividido, fue un raro momento de unidad y euforia.
Para muchos colombianos, la operación fue "un milagro", posible gracias a una colaboración sin precedentes entre las fuerzas especiales del ejército y los miembros de la "guardia indígena". Unos 200 hombres, un tercio de ellos indígenas voluntarios de varias regiones, llevaron a cabo batidas sin descanso en la selva. Dos mundos unidos, el ejército aportando su logística y los amerindios su conocimiento del terreno.
El 15 de mayo, los lugareños encontraron los restos de la Cessna CU206G, con el morro estrellado contra el suelo en medio de una espesa vegetación, en una región inexplorada cerca del río Apaporis. Entre los cadáveres encontrados no había niños. "Los equipajes estaban fuera del avión y la puerta estaba abierta", explica Henry Guerrero, un rescatador indígena de Araracuara, la aldea amazónica de la que había despegado el avión. Comenzó entonces la búsqueda de los jóvenes supervivientes. El ejército la llamó Operación Esperanza. Pronto empezaron a encontrar pistas de los cuatro niños: un biberón, un refugio hecho de ramas y fruta masticada.
Los espíritus de la selva
A medida que pasan los días, la búsqueda se complica. La selva es densa, casi totalmente virgen, con árboles de 30 a 40 metros de altura. Los hombres de la partida indígena están agotados, afectados por la gripe y la malaria. Al final, la mayoría se rinde. "Nos dimos cuenta de que era imposible encontrarlos utilizando sólo medios humanos. Así que recurrimos a medios espirituales", prosiguió Henry Guerrero en una rueda de prensa organizada el jueves por la Organización de Pueblos Indígenas de la Amazonia (Opiac).
En las zonas de búsqueda comienzan los rituales. Los chamanes, a distancia o in situ los que han acudido a ayudar, invocan a los espíritus de la selva. Un helicóptero del ejército transportó yagé desde Araracuara, un potente alucinógeno utilizado como remedio ancestral en las regiones amazónicas. "El yagé nos dijo dónde estaban los niños", cuenta Henry Guerrero. Al día siguiente de una ceremonia, los guardias indígenas los encontraron a 5 kilómetros del lugar del accidente. Estaban agotados, demacrados, pero sanos y salvos.
Los jóvenes supervivientes pertenecían a la comunidad indígena Murui Muina, más conocida como Uitoto. Su conocimiento de la selva les permitió sobrevivir: guiados por Lesly, la hermana mayor, de 13 años, sabían qué fruta comer y cómo hacer un refugio con el follaje. De los restos del avión se habían llevado algunos objetos, entre ellos una mosquitera y harina de mandioca.
Al día siguiente del rescate, José Rubio, la autoridad espiritual de Uitoto, rompió a llorar en el plató de la televisión pública RTVC. El anciano asegura haber luchado contra un espíritu del bosque que finalmente le dijo: "Te los voy a devolver, pero habrá consecuencias". "Entonces me tiró contra un árbol y me volví a levantar", continúa el chamán. Para los indígenas, salvar a los niños adquiere otra dimensión.
"Nuestros territorios pertenecen a los madremontes (una especie de espíritus de la selva) y siempre hay que pedirles permiso. Cuando tenemos que decidir algo, no consultamos a los humanos. Consultamos a los dueños de los lagos, los bosques y las plantaciones. Con ellos tenemos que tratar", declaró a Mediapart Tomás Román, líder indígena de Araracuara.
Una comunidad abandonada
Con la repercusión mediática de la historia, los ojos occidentales se han vuelto hacia las llanuras amazónicas, ese territorio aún misterioso gobernado por la magia. "Gracias a estos niños, el país y el mundo se han dado cuenta de que la cultura y los conocimientos de los pueblos indígenas son importantes", afirma Henry Guerrero en la rueda de prensa, aprovechando la ocasión para denunciar el abandono de estas comunidades, alejadas de un Estado central que sigue ausente. "Le pedimos al presidente Gustavo Petro que rehabilite el aeropuerto de Araracuara, porque este no es el primer accidente", dijo.
Los vuelos entre el pueblo de Araracuara y San José del Guaviare, puerta de entrada a la Amazonia colombiana, son operados por aviones taxi, sin controles reales de la aviación civil. Los cuatro niños y su madre viajaban en uno de estos vuelos inseguros. Los billetes son caros: casi 900.000 pesos colombianos, o 200 euros, una fortuna para los lugareños que viven principalmente de la caza, la pesca y la explotación forestal. “Las comunas están abandonadas a su suerte", añade Henry Guerrero. “Aparte de Araracuara, donde hay una base militar, el resto del territorio está bajo control de los disidentes de las FARC.”
La Amazonia colombiana ocupa casi un tercio de la superficie del país. A pesar de la continua deforestación, la región es en gran parte virgen, sin carreteras y con muy pocas pistas. La gente viaja por río o por aire. En los pueblos aislados, a las infraestructuras, escuelas y centros de salud les falta de todo. Las relaciones con el resto del país suelen ser conflictivas y de incomprensión mutua. Los "colonos" procedentes de toda Colombia han provocado la deforestación y la extracción de oro en algunos ríos, ahora contaminados con mercurio.
Para los uitotos, la llegada de los blancos vino acompañada de una matanza masiva. Durante el auge del caucho a principios del siglo XX, fueron esclavizados y masacrados por la casa Arana, llamada así por Julio César Arana, un cruel magnate peruano. Su población se redujo entonces de casi 50.000 a menos de 10.000 habitantes, ahora asentados a lo largo de los ríos Caquetá y Putumayo. "Pero después vino nuestra reconstrucción", explica Tomás Román, de Araracuara. En 2016, tras una consulta a sus miembros, los uitotos decidieron volver a su nombre antiguo: los Murui Muina.
Una familia rota
Lesly (13), Soleiny (9), Tien Noriel (5) y Cristin (1) procedían de la comunidad Murui Muina de Puerto Sábalo, a cinco horas en lancha de Araracuara. Su padre, Manuel Ranoque, era el líder de su comunidad. Pero a medida que salían a la luz más y más detalles, su historia se empañaba. La familia comenzó a atacarse en los medios de comunicación nacionales. Por un lado estaban los padres de Magadalena Mucutuy, la madre de los niños fallecidos en el accidente, y por otro Manuel Ranoque, padre de los dos hijos menores y padrastro de las dos mayores.
Tras el rescate, el ambiente se tensó ante los micrófonos y empezaron las acusaciones mutuas. El abuelo materno acusó al padre de maltratar a su mujer, e incluso de abusar sexualmente de Lesly, la hija mayor. Afirma que Lesly huyó de los rescatadores porque tenía miedo de los soldados y, sobre todo, de su padrastro, que les acompañaba. Manuel Ranoque, por su parte, replica que la familia de su compañera miente para obtener la custodia de los niños y beneficiarse de su notoriedad. Un arrebato poco habitual entre los pueblos amazónicos, para los que la intimidad del hogar es sagrada. Los servicios de protección de la infancia se han hecho cargo del caso.
La guerrilla como trasfondo
Manuel Ranoque dijo que había huido de la región por las amenazas de un grupo escindido de la antigua guerrilla de las FARC, que conservó sus armas tras firmar un acuerdo de paz con el Gobierno en 2016. Él se había marchado primero y luego había reunido el dinero necesario para pagar el viaje de su mujer y sus hijos. "El Frente Carolina Ramírez me está buscando para matarme", dijo Manuel Ranoque. Según él, las dos hijas mayores, de 13 y 9 años, corrían el riesgo de ser reclutadas a la fuerza por la guerrilla.
El citado grupo negó estas acusaciones en un comunicado emitido desde las selvas del sur del país. "El ingreso en nuestras filas es voluntario y se produce entre los 15 y los 30 años, según nuestros estatutos". El grupo guerrillero le pidió "aclarar sus declaraciones (...) para no perjudicar la posibilidad de iniciar un proceso de paz con el gobierno".
El 17 de mayo, esta misma guerrilla asesinó a sangre fría a cuatro jóvenes indígenas Murui Muina, de entre 14 y 16 años, en la región del Putumayo. Los adolescentes habían desertado tras ser reclutados dos meses antes. El gobierno rompió entonces el alto el fuego vigente con el EMC-FARC.
Desde que llegó al poder en agosto, el presidente Gustavo Petro intenta dialogar con los distintos grupos armados que operan en el país, financiados por el tráfico de cocaína y la explotación ilegal de minerales. En diciembre se anunciaron treguas con varios grupos armados. Pero la aplicación de una ambiciosa política de "paz total" choca con las realidades del terreno y de la guerra. Aunque el ELN (Ejército de Liberación Nacional) ha firmado oficialmente un alto el fuego de seis meses con el gobierno, la guerra continúa con la mayor parte de los otros grupos armados.
Durante décadas, la Amazonia colombiana ha sido la retaguardia de la guerrilla. Su geografía la convierte en un refugio ideal para todo tipo de tráficos. Las poblaciones locales están abandonadas a su suerte. "Ya no vivimos en paz en nuestro territorio. Tenemos miedo de caminar por la selva porque podemos cruzarnos con un grupo armado. La coca con la que hacemos el mambé, nuestra medicina tradicional, se utiliza con fines ilegales. Nuestro equilibrio, en el que el hombre, la naturaleza y el mundo espiritual viven en armonía, se está perdiendo", explica a Mediapart Ferney Iyokina, indígena okaina de La Chorrera.
En la región, "el peligro no viene sólo de la selva o del clima, sino también de los narcotraficantes criminales" que merodean por la zona, declaró a los periodistas el general Pedro Sánchez, comandante de la Operación Esperanza. Dijo al país que la operación continua para encontrar a Wilson, uno de los perros rastreadores del ejército, que se perdió en la selva durante la búsqueda. "Un comando nunca abandona a uno de sus miembros", sigue diciendo el Ejército a los colombianos, preocupados por la suerte de Wilson.
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En su búsqueda, los soldados vieron al pastor belga dos veces, a lo lejos. Pero Wilson no respondió a sus llamadas. Es como si la selva le hubiera cambiado. Para Tomás Román, de la comunidad Murui Muina de Araracuara, no hay duda: "Los chamanes tuvieron que negociar para recuperar a los niños. Los espíritus de la selva les dijeron que los protegerían y los devolverían sanos y salvos, pero que a cambio se quedarían con el perro". En el Amazonas, los rituales continúan. Esta vez, trabajan por el regreso de Wilson.
Traducción de Miguel López