Chile reactiva la búsqueda de bebés robados en la dictadura de Pinochet
Chile, un país acostumbrado a los terremotos, lleva casi diez años temblando. El primer temblor se produjo el 19 de abril de 2014, cuando el medio independiente Ciper reveló las adopciones ilegales de varios niños nacidos en la década de 1980. Los hechos relatados en el artículo tuvieron lugar en Santiago. En varios hospitales de la capital, los médicos declararon muertos a una docena de recién nacidos que, en realidad, habían sido dados en adopción a través de un cura.
Al día siguiente, se produjo un tsunami de testimonios de cientos de mujeres que buscaban desesperadamente a sus hijos, dados por muertos o desaparecidos de la noche a la mañana. El diario Ciper siguió investigando y, artículo a artículo, destapó un escándalo masivo de adopciones ilegales en el extranjero. La prensa chilena siguió la pista de muchos de ellos hasta Europa o Estados Unidos, donde fueron adoptados por parejas occidentales. Según las primeras estimaciones de la justicia chilena, que intenta desentrañar este asunto, 20.000 niños adoptados fueron robados a sus familias, la mayoría durante la dictadura de Pinochet (1973-1990).
Algunos casos se remontan a los años 60, mientras que otros datan sólo de principios de los años 2000. En Chile, la conmoción es total. ¿Cómo es posible que un fenómeno así haya pasado desapercibido durante tantos años?
Sin embargo, mucho antes de las revelaciones de Ciper, en 2001, una mujer fue la primera en descubrir este escándalo de Estado. Ana María Olivares, embarazada y sin un duro, soñaba con ser periodista. Acababa de conseguir un trabajo en un programa de televisión sueco que ayudaba a niños adoptados a encontrar a sus madres biológicas chilenas. Durante dos años, recorrió la provincia de Concepción, en la región del Biobío (centro-sur de Chile), tratando de encontrar a algunas de ellas. Muchas de las mujeres que le abrieron la puerta se cayeron de espaldas. Para ellas, su bebé había nacido muerto. Nunca habían consentido su adopción. Otras dicen que su hijo desapareció de la noche a la mañana.
Ana María Olivares estaba convencida de que acababa de destapar un gran escándalo. Lo convirtió en el tema de su tesis de fin de carrera de periodismo, en la que describía cómo una organización benéfica financiada por el Estado sueco había abusado de la vulnerabilidad de las mujeres chilenas pobres, a menudo analfabetas, bajo la dictadura de Pinochet.
La primicia, publicada en 2004 en el semanario Siete+7, pasó sin embargo desapercibida, porque mientras el país tomaba conciencia de los crímenes de Pinochet, esos secuestros palidecían en comparación con las 38.000 personas torturadas, las 200.000 forzadas al exilio, los más de 3.000 muertos y el incalculable número de "desaparecidos" durante los diecisiete años de la dictadura. Es más, aunque Pinochet era en ese momento sólo un senador, goza de la inmunidad e impunidad concedidas a cambio de su renuncia al poder.
En 2014, las revelaciones de Ciper fueron aún más lejos: sacaron a la luz un fenómeno sistémico que se extendió por todo el país, implicando a funcionarios, jueces, médicos, trabajadores sociales, monjas, etc. Ana María Olivares, la "denunciante", decidió crear la asociación Hijos y Madres del Silencio (HMS). Inmediatamente, su página de Facebook se inundó de anuncios de búsqueda de madres chilenas y adoptados repartidos por todo el mundo. Sin la menor ayuda del Estado, la asociación ha conseguido organizar más de trescientos reencuentros desde su creación.
Secuestrada y adoptada en Francia
El 25 de mayo, Mediapart asistió a una reunión de HMS en Concepción, donde Ana María Olivares había descubierto este escándalo 23 años antes. Ese día, una sala de clases en las afueras de la ciudad, prestada por profesores que simpatizan con su lucha, fue el escenario de las reuniones informales que ella y otras ocho mujeres voluntarias organizan cada año.
"El objetivo es recoger testimonios, informar a las víctimas de sus derechos y, sobre todo, crear espacios donde puedan hablar para que no se sientan tan solas", explica Ana María Olivares.
En la pequeña sala del personal, se sientan alrededor de la mesa tres mujeres y un hombre. Anita, una mujer de unos cuarenta años envuelta en un grueso plumas rojo, toma la palabra. Acaba de encontrar a Claudia, adoptada por una pareja francesa. Era su hermana de leche. Su madre era la madrina de Claudia y la crió desde que nació. Era una práctica muy común entonces en estas regiones pobres de Chile.
Claudia, explica, se crió con ella en Yumbel, una pequeña ciudad de 20.000 habitantes, a una hora en coche de Concepción. El 10 de octubre de 1985, un hombre llamó a su puerta: Irma había sido citada por un tribunal, al que debía acudir con la pequeña Claudia, que entonces tenía cinco años.
Unas horas más tarde, Irma se presentó en el juzgado de Yumbel, acompañada de su hija cogida de la mano. Entonces todo sucedió en un instante. Un chirrido de neumáticos, un coche que se detiene. El hombre, el mismo que había llegado a su casa ese mismo día, agarró a Claudia y la metió bruscamente en el asiento trasero. El sonido de un llanto, el rugido de un motor. Y pronto, el grito agudo de Irma, corriendo detrás del coche. Sin recuperarse jamás de su desaparición, Irma presentó una denuncia en 2018. Ese año, hablando con mujeres de su barrio, Anita descubre que Claudia no es la única niña desaparecida de Yumbel.
¿Por qué este largo silencio? le preguntan en el aula. "Por miedo, yo creo. En general, durante la dictadura, la gente no hablaba mucho, ¿no? En la salita llena de dibujos de niños, probablemente no mayores que Claudia el año en que fue secuestrada, el pequeño grupo asiente al unísono.
Fue Ana María quien localizó a Claudia en Francia, que ahora tiene 44 años. Sus padres adoptivos, con los que Ana María habló largo y tendido por Zoom, le explicaron que la habían acogido en un orfanato de Concepción. En una segunda videoconferencia, unas semanas más tarde, Anita estaba presente: "Claudia estaba al otro lado de la pantalla. Le mostré algunas fotos de cuando estábamos juntas. Y de repente se acordó de todo. Fue increíble".
Con separadores en sus lóbulos, chaqueta vaquera, Rony, de 25 años, de Lota, un pequeño pueblo minero, está sólo al principio de su búsqueda. Su semblante es solemne y respetuoso. Le ha costado dos horas de bus venir a esta reunión, explica, como "representante de [su] familia y, sobre todo, de [su] abuela, Raquel del Rosario -que en paz descanse-".
Él y su familia están decididos a emprender la búsqueda del hijo de su abuela, dado por muerto sin la menor prueba en 1968. Ana María toma notas, asintiendo con la cabeza. La mayoría de los casos investigados por la justicia chilena, explica, paseando sus ojos rasgados por el auditorio, tuvieron lugar durante la dictadura, pero “algunos se remontan a los años sesenta y otros incluso a los años 2000". Juana, una mujer frágil tan embargada por la emoción que tiene que interrumpir bruscamente su relato, se reencontró en Francia con su hija, desaparecida cuando tenía dos años, en 1988. Carolina encontró a su hermana en Suecia.
Una política neoliberal y eugenésica
A la salida del colegio, Ana María enciende un cigarrillo. Parece agotada. "Intentamos hacer de psicólogos, pero ¿lo hacemos bien? No lo sé. Al final, como siempre, son mujeres consolando a otras mujeres", concluye amargamente, antes de subir al autobús de vuelta a Santiago.
Sin embargo, HMS está menos sola que cuando se fundó en 2014. Desde 2018, la Justicia ha abierto una investigación para tratar de desentrañar este extenso asunto, que ya ha recibido más de 1.000 denuncias. Las víctimas se preguntan cómo y, sobre todo, por qué las autoridades han permitido esto. Por no decir fomentado.
Rebuscando en la prensa de la época, historiadores y asociaciones han descubierto un auténtico "Salvaje Oeste" de la adopción, un lucrativo negocio alentado tácitamente por el Estado. En 1977, por ejemplo, el diario La Tercera, que entonces estaba bajo el control de la Junta, prometía en su portada: "¡Con una sola llamada, usted puede tener un hijo! Es difícil conocer el precio exacto con el que se negociaba un "bebé chileno". Las cifras que se manejan no se pueden verificar, porque todo pasaba de mano en mano, en dólares, francos, liras o coronas. En su investigación, Ciper menciona sin embargo una media de 10.000 dólares por niño.
¿Es suficiente el atractivo del dinero para explicar esos miles de robos de niños? No, según la historiadora Karen Alfaro, que estudia el fenómeno desde hace varios años. En su opinión, "la explicación es sobre todo política e ideológica". No es casualidad, sostiene, que bajo la dictadura de Pinochet, Chile se convirtiera en uno de los principales "proveedores" de niños adoptables del mundo.
Cuando llegó al poder en 1973, Augusto Pinochet impuso un neoliberalismo agresivo. En este sistema, "las familias pobres y numerosas son consideradas no aptas", recuerda la historiadora. En este contexto, en 1979, el dictador ordenó, en un "plan quinquenal por la infancia", "aumentar significativamente el número de adopciones en Chile" y, para ello, "crear un movimiento de opinión pública a favor de la adopción, informar y motivar la adopción y agilizar los trámites".
¿El objetivo? Reducir la pobreza infantil sin gastar dinero público. Más allá del cálculo económico de exportar literalmente a los niños pobres de Chile –a veces a precio de oro–, "esta política tenía una dimensión profundamente eugenista", explica Alfaro. "Formaba parte de una voluntad más amplia de transformar la familia chilena, social e incluso biológicamente, en una familia que respondiera mejor a las exigencias del modelo neoliberal: pequeña, sana y, por tanto, capaz de asegurar su propia subsistencia".
"Mujeres pobres, vulnerables y a menudo menores de edad".
El juez Jaime Balmaceda es un hombre discreto. A cargo de la titánica investigación judicial chilena sobre "adopciones irregulares", admite que no suele conceder entrevistas a la prensa extranjera que, dice molesto, "siempre quiere hablar de la dictadura". ¿Ha aceptado conceder una larga entrevista a Mediapart para aclarar las cosas? Es posible.
"Para mí no existe ningún vínculo con el régimen de Pinochet", afirma. Esta firme convicción, en la que el juez insistió varias veces durante esta entrevista en su despacho caoba del primer piso del imponente Tribunal de Apelaciones de Santiago, tiene el mérito de la claridad. En un tono tranquilo pero firme, el juez demostró que los sospechosos en este caso no son militares ni miembros de la Junta, sino miembros de la sociedad civil: monjas, trabajadores sociales, abogados, funcionarios y médicos.
Para él, fue sobre todo "la legislación muy permisiva de la época", porque, recuerda, hasta 1988 no estaba regulada en Chile la adopción internacional, "y probablemente también la posibilidad de obtener un beneficio", lo que llevó a tanta gente en Chile a robar niños.
“La hipótesis inicial", explica el juez, "era que la justicia chilena se enfrentaba a casos de apropiación de hijos de opositores políticos, como en Argentina". Una pista falsa, cree, que llevó a la justicia chilena a dividir en dos la investigación un año después de su apertura. La decena de casos que podían vincularse a la represión política fueron confiados al juez Mario Carroza (conocido por haber condenado a varios generales durante la dictadura). El juez Balmaceda ha quedado a cargo de los demás casos, que actualmente suman más de 1.000 denuncias.
Para Karen Alfaro, esta separación en dos investigaciones distintas es un error de análisis, o incluso "una maniobra política de Piñera [Presidente de Chile en el momento en que se abrió la investigación - nota del editor], para no abordar este caso desde la perspectiva de los derechos humanos en su conjunto". En definitiva, una forma de despolitizar este fenómeno masivo, que a su juicio forma parte de la "violencia más global de la dictadura".
Ante una comisión de investigación parlamentaria en 2018, Alfaro describió con detalle el funcionamiento de la "red", extensa y difusa, implicada en estas "adopciones forzadas". Una cadena de complicidades en la que participaban trabajadores sociales, abogados, jueces, personal de enfermería y matronas. Esto ocurría generalmente en hospitales, guarderías y hogares de todo el país, pero a veces también en la calle, a la vista de todos. "¿Cómo actuaban? Captando a mujeres pobres, vulnerables y a menudo menores de edad", explica.
Erradicar desde la cuna la amenaza del comunismo
Según Alfaro, paradójicamente, estas mujeres vulnerables eran percibidas como una gran amenaza, porque eran las progenitoras de una clase pobre, numerosa y naturalmente proclive a abrazar las ideas de izquierdas. Pinochet también habría querido pues erradicar la amenaza del comunismo desde la cuna, pero a diferencia de la junta argentina, no se habría contentado con los hijos de los opositores, sino que habría apuntado a toda la clase trabajadora.
Eso explica por qué algunas zonas especialmente desfavorecidas, como Concepción –también bastión del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria, opuesto a Pinochet)– se vieron particularmente afectadas. Las esposas de los miembros de la Junta desempeñaron un papel clave en la difusión de una ideología que estigmatizaba a las madres pobres como "indignas" de criar a sus hijos, como detalla Karen Alfaro en su último trabajo. A través de un voluntariado activo de diversas fundaciones destinadas a la regulación de la familia, esas mujeres "desempeñaron un papel clave en la aplicación del Plan Quinquenal de la Infancia (1978-1982)" al presentar la adopción ante la opinión pública y los funcionarios como "la solución ideal" para los niños pobres, reclasificados en el vocabulario propugnado por la Junta como "menores en situación irregular".
Ese fue sobre todo el caso de la Fundación CEMA Chile, dirigida por Lucía Hiriart, esposa del dictador Pinochet. El objetivo oficial de la institución era "animar a [sus] mujeres a seguir luchando por lo que tanto han anhelado –libertad, paz y justicia– y para que el marxismo no se las vuelva a llevar". Fue en uno de esos hogares para chicas jóvenes donde Ingrid, cuyo testimonio recogió Mediapart (al que volveremos en un segundo artículo), estuvo encerrada varias semanas tras la desaparición de su bebé de la maternidad.
Sin embargo, la historiadora coincide con el juez en un punto: el infierno impuesto a miles de familias chilenas estaba a menudo, como dice el refrán, empedrado de buenas intenciones. La inmensa mayoría de los intermediarios de la sociedad civil que participaron en estos secuestros no eran agentes de la dictadura, sino hombres y mujeres convencidos, a fin de cuentas, de que hacían una buena obra entregando un niño pobre a una pareja extranjera. Aunque fuera mintiendo y pisoteando los derechos de miles de madres.
Caja negra
A este artículo le seguirá un segundo, dedicado a la búsqueda de la verdad por los franceses adoptados en Chile, ahora carcomidos por la duda.
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Traducción de Miguel López