Las cincuenta sombras de la derrota electoral de Trump

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Harrison Stetler (Mediapart)

El 20 de enero, Donald Trump –que había instado a sus seguidores a manifestarse el pasado sábado 14–, dejará de ser presidente de Estados Unidos. Derrotado en las urnas, superado en el colegio electoral –que elige al presidente mediante el sistema de compromisarios o grandes electores–, pasará a la historia, junto con George H. W. Bush y Jimmy Carter, como el presidente que en el último medio siglo no logró ser reelegido.

De Fox News a CNN, pasando por The New York Times, The Wall Street Journal y la agencia Associated Press, los grandes medios de comunicación de EEUU pregonan la realidad de la victoria de Biden. El país pasa la página de las elecciones de 2020 y del caótico mandato de su 45º presidente.

A juzgar por los resultados del voto popular, Biden deberá gobernar a partir de enero un país profundamente dividido. No obstante, tras obtener casi 80 millones de votos, se convierte en el candidato más votado de EEUU en unas elecciones.

La campaña de Biden, que logró sendas victorias en Arizona y Georgia, consiguió dos Estados que antes eran leales al Partido Republicano. Al imponerse en Wisconsin, Michigan y Pensilvania, los responsables demócratas también se felicitan por la reconstrucción del “muro azul” en estos estados del Rust Belt postindustrialRust Belt.

Sin embargo, este es el tipo de victoria que los demócratas menos necesitaban. Trump, que obtuvo 72 millones de votos, ganó casi cinco millones de electores respecto a 2016. Se convierte con ello en el segundo candidato más votado en el país en la historia de EE.UU., por detrás del presidente electo Joe Biden.

Su victoria en Ohio y el pequeño margen que lo separa de Biden en Wisconsin muestran que el establecimiento del nacionalismo conservador en estos antiguos bastiones demócratas permanece. En la Cámara de Representantes, la minoría republicana reduce su brecha en un puñado de escaños. En el Senado, sigue siendo probable una mayoría conservadora durante al menos los dos próximos años, ya que los resultados se decidirán en la segunda vuelta en las elecciones que se celebran en Georgia. 

Así las cosas, estamos muy lejos de la ola demócrata que los sondeos y los analistas habían predicho casi unánimemente. Aunque había un optimismo excesivo en estas predicciones, también expresaban una visión franca de lo que estaba en juego en el ámbito político. Era preciso hacer de estos comicios un referéndum sobre la bancarrota del conservadurismo estadounidense, una oportunidad de demostrar que el Partido Republicano se encontraba superado por los más profundos deseos del pueblo americano.

En un extenso ensayo publicado en el número de octubre de la revista mensual centrista The Atlantic, el periodista George Packer escribía: “Por último, el país necesitará un Partido Republicano sano y saludable. Pero para que cualquier renacimiento nacional se produzca, los republicanos deben sufrir una aplastante derrota en noviembre”. Sin embargo, dicha derrota no fue tal.

De hecho, hay una gran ironía en el corazón de este ciclo electoral. Despues de cuatro años en que se cuestionaban las elecciones de 2016 y de una campaña en la que se temía que Trump adulterase las elecciones, el presidente saliente estuvo a punto de ganar con todas las de la ley. Se confirma la lealtad de la población blanca al trumpismotrumpismo. La consolidación del apoyo republicano en Florida y, más importante aún, entre algunos elementos de la población hispana florece la idea de un Partido Republicano en plena evolución –lejos del mantra de un conservadurismo al borde de la obsolescencia–.

En una entrevista concedida el miércoles a Axios, el senador republicano de Florida Marco Rubio, considerado durante mucho tiempo estrella rutilante de la derecha, afirmó irónicamente: “El futuro del Partido Republicano se basará en una coalición multiétnica y multirracial de la clase trabajadora”.

Estas elecciones sin duda lograron unir a un electorado desilusionado por los excesos y la violencia del actual presidente, una movilización encarnada por el nivel histórico de participación de las minorías étnicas, la verdadera fuerza motriz de la victoria de Biden en estados como Michigan, Wisconsin y Pensilvania. Pero también confirmó el fervor que sienten por Trump grandes sectores de la población estadounidense.

De los resultados de Washington, DC, la conclusión que se puede sacar es muy distinta.

En la capital, Joe Biden ha obtenido una amplia victoria. El 92,7% de los residentes de la capital se decantó por el exvicepresidente de Barack Obama. En los condados que rodean la ciudad, en el norte de Virginia y Maryland, la diferencia es igualmente espectacular. En Arlington Country, en Alexandria y Fairfax –tres de los distritos electorales de Virginia que se han convertido en los bastiones de los demócratas–, Biden consiguió, respectivamente, el 81,3%, el 81% y el 69,9% de los votos. En Maryland, en los condados prósperos de Montgomery y Prince George, el 77,9% y el 89,3% del electorado prefirieron al exsenador de Delaware.

Estas cifras confirman un hecho que no es sorprendente. Hay una verdadera clase política nacional, un ejército de asesores, ejecutivos, miembros de la prensa, lobbies, expertos e investigadores de think tanks (institutos de investigación) de Washington, que viven en las zonas altas de la capital, así como en los suburbios acomodados de Virginia y Maryland. Esta clase vive una alternancia de poder entre los hermanos rivales demócratas y republicanos. Esta clase también votó en estas elecciones y no apoyó a Donald Trump, que durante mucho tiempo ha calificado a la capital de Estados Unidos como un extenso “pantano” que hay que “secar”.

Estas cifras también hacen comprensible la incredulidad e incluso el pudor frente a la negativa de los dirigentes republicanos a la hora de aceptar la derrota del presidente. Trump y su entorno no sorprendieron al cuestionar la legitimidad del resultado. Se esperaba que cuestionaran la legitimidad del voto por correo y recurrieran los resultados en determinados estados clave. La aceptación oficial de los resultados, por parte de los medios de comunicación como Fox News, fue acompañada de presentadores estrella que dieron rienda suelta a sus historias de comicios fraudulentos.

Sin embargo, la política es el arte de lo posible y una guerra de palacio no es una acción que se lleve a cabo en soledad. El entusiasmo del entorno del presidente y la negación de los resultados chocan con el titubeo y la angustia de los miembros de la burocracia de verse arrastrados por las decepciones del presidente.

El ministro de Justicia, William Barr, es uno de los más leales partidarios del presidente que encabeza el vasto aparato legal del estado federal. Después de una reunión a puerta cerrada, celebrada el lunes por la tarde con el líder de la mayoría republicana del Senado, Mitch McConnell, Barr escribió un memorándum a su departamento dando luz verde a los fiscales para llevar a cabo investigaciones de un posible fraude “si hay acusaciones claras y aparentemente creíbles de irregularidades que, de ser ciertas, podrían afectar el resultado de una elección federal en un estado determinado”.

El memorándum provocó la renuncia voluntaria de Richard Pilger, fiscal a cargo de los delitos electorales. Este fue el principio de una serie de salidas, sobre todo de la burocracia de seguridad y militar. El martes, el ministro de Defensa Mark Esper era destituido por el presidente.

Las diferencias entre la Casa Blanca y el jefe del Pentágono hacía mucho tiempo que venían incubándose. Al negarse a seguir al presidente el pasado mes de junio a la hora de recurrir a la Ley de insurgencia para reprimir las protestas del movimiento Black Lives Matter, Esper había expresado la profunda reticencia de la burocracia militar a involucrarse en los asuntos internos.

Además, el presidente sufrió otra serie de reveses a finales de la semana pasada. El jueves, un comité dependiente del Departamento de Seguridad Nacional confirmó que las elecciones “fueron las más seguras de la historia norteamericana”. El viernes 13 de noviembre, 16 fiscales federales respondieron al memorándum de Barr de supuestos delitos electorales. Lamentaban que la iniciativa del secretario de Justicia corriera el riesgo de “implicar a los fiscales profesionales en la política partidista”.

¿Se trata de un espectáculo político o de una verdadera tentativa autoritaria? ¿Estamos presenciando la pantomima de un escándalo, un esfuerzo para preparar el terreno político y mediático para la oposición masiva que la oposición republicana liderará en los años venideros o es este el comienzo de una verdadera toma de poder?

¿Trump y su entorno están simplemente tratando de dar toda la vergüenza posible en sus últimas semanas en el poder, para alimentar la historia de un presidente martirizado por el “estado profundo”? ¿Qué hacer ante la negativa de Emily Murphy, directora de la Administración de Servicios Generales, el departamento responsable del funcionamiento burocrático del Estado, de iniciar el proceso de transición con el personal de Biden?

La incredulidad casi unánime de los medios de comunicación expresa, sobre todo, el exceso de confianza de la clase política norteamericana. La idea de que Estados Unidos es un país “excepcional”, inmune al juego político barato que caracterizaría a otras democracias, está profundamente arraigada en la cultura política del país. En el fondo, la clase política y la esfera mediática no logran captar la realidad de lo que la derecha norteamericana ha llegado a ser como actor político.

Lo único de lo que podemos estar seguros es que estas elecciones no han debilitado en absoluto la determinación sin límites del movimiento conservador. Lejos de ello, su confianza intrínseca de ser la única fuerza política digna de gobernar el país parece inquebrantable. Pase lo que pase en las próximas semanas, esta idea y esta visión de la política, difícilmente soluble en el proceso democrático, parece estar enraizada en el ADN de la derecha de EEUU.

Aunque no sea más que la escenificación de un escándalo cuyo propósito no es tanto anular los resultados como debilitar la administración Biden antes de que acceda al poder, su impacto en el sistema político estadounidense no será menos importante. Por tercera vez desde 2008, tendremos un presidente que una gran parte de la población considerará ilegítimo.

La obsesión republicana: contener cualquier giro progresista

Según testimonios anónimos obtenidos por los periodistas en la Casa Blanca, el presidente parece creer verdaderamente en la realidad de su victoria y en la posibilidad de revertir la victoria de Biden. Su entorno, con su yerno Jared Kushner y su hija Ivanka Trump a la cabeza, se resiste a ser nombrados portadores de malas noticias para el presidente.

En su conferencia de prensa en la Casa Blanca en la noche del 5 de noviembre, Trump celebró repetidamente sus resultados y denunció la injerencia imaginada de los demócratas. Unas horas más tarde, Kevin McCarthy, congresista por California y líder de la minoría republicana en la Cámara de Representantes, declaraba a Fox News: “El presidente Trump ha ganado estas elecciones. Así que todos los que están escuchando ahora mismo, que no sean tímidos, que no se callen, no podemos permitir que esto suceda ante nuestros ojos”.

El secretario de Estado Mike Pompeo respondió el martes a las preguntas de los periodistas sobre el proceso de transición a la administración Biden. Confiado en la posibilidad de revertir los resultados electorales, incapaz de suprimir su sonrisa, vaticinaba: “Habrá una transición suave... a una segunda administración Trump”.

Sin embargo, no tomamos en serio a nuestros rivales si les imaginamos completamente ciegos a la realidad de la situación actual. Ciertamente hay quienes creen en la fantasía de la victoria de Trump. Por el contrario, la aceptación de la victoria de Biden por parte de congresistas como Mitt Romney o Susan Collins da vida a las raras fisuras que han surgido dentro del partido en los últimos años.

Dicho esto, cuando el Partido Republicano decida la realidad de esta derrota, no será el resultado de un enfrentamiento entre los ultras y los llamados moderados. No debemos esperar que la conciencia de la fragilidad de las instituciones democráticas haga que el liderazgo republicano se incline a favor de una transferencia de poder, ni que la mayoría de los cargos electos del partido sean verdaderamente leales al presidente.

¿Realmente el Partido Republicano quiere permanecer en el poder durante los próximos años? ¿Sería suficiente una mayoría republicana renovada en el Senado para la élite del partido? Una crisis económica y social, las protestas callejeras, un gobierno nacional dividido y unas elecciones que no otorgan un mandato fuerte al presidente son síntomas de un momento potencialmente propicio para una oposición cuyo único propósito es detener y contener cualquier giro progresivo.

Crear las condiciones para el fracaso de Biden, sembrar dudas sobre su legitimidad, permitir que continúe la guerra entre facciones dentro del Partido Demócrata, bloquear el proceso legislativo y reagruparse: el Partido Republicano tiene ya una estrategia bien probada para los próximos años.

Quién pudiera estar en la cabeza de Mitch McConnell en estos momentos. Ciertamente, el senador de Kentucky, como todos los cargos electos del partido, vive a la sombra de la popularidad del presidente dentro del movimiento popular conservador.

Sin embargo, McConnell no es un ideólogo. En su ensayo biográfico de 2014, The Cynic: The Political Education of Mitch McConnell, Alec MacGillis se fijó en esta oscura figura política, que se ha hecho un nombre nacional como líder de la oposición republicana a Barack Obama; aunque reservado y sin carisma, McConnell tiene ansia de poder; sin ningún tipo de escrúpulos o lealtad, domina los bastidores de Washington.

McConnell comenzó su carrera política como un republicano moderado, en el entorno de conservadores que favorecían al exgobernador de Nueva York Nelson Rockefeller. En la década de 1970, dio su apoyo al derecho al aborto y trabajó en un bufete de abogados que defendía a los sindicatos. En el Senado desde 1982, es el tercer miembro más antiguo de la Cámara alta del Congreso. Al posicionarse en comités clave, por su control en la financiación de la campaña del Senado, ha logrado el papel de hacedor de reyes dentro del partido.

McConnell, elegido el republicano de mayor rango en el Congreso desde 2014, es la figura de la que hay que estar pendiente en las próximas semanas. Su posicionamiento es un testimonio de la tolerancia y los límites del Partido Republicano frente a la decepción de la Casa Blanca y a la manipulación de los partidarios de Trump en la burocracia.

Hasta la fecha, el líder ha permanecido indeciso, entre la determinación de los ultras y los titubeos de cargos electos como los senadores Mitt Romney, Susan Collins y Lisa Murkowski.

McConnell, adepto a las evasivas, declaró el lunes: “El principio básico aquí no es complicado. En los Estados Unidos de América, todos los votos legales deben contarse. Los votos ilegales no deben contarse. El proceso debe ser transparente u observable por todas las partes y los tribunales están ahí para resolver los problemas. Nuestras instituciones realmente están para eso. Tenemos un sistema para abordar esas preocupaciones. Y el presidente Trump tiene todo el derecho a investigar las acusaciones de mala prácticas y a sopesar sus opciones legales”. En esta elección, parece que McConnell todavía no ha tomado una decisión.

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

El 20 de enero, Donald Trump –que había instado a sus seguidores a manifestarse el pasado sábado 14–, dejará de ser presidente de Estados Unidos. Derrotado en las urnas, superado en el colegio electoral –que elige al presidente mediante el sistema de compromisarios o grandes electores–, pasará a la historia, junto con George H. W. Bush y Jimmy Carter, como el presidente que en el último medio siglo no logró ser reelegido.

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